Domingo, 21 de enero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por MARIANO DORR
Desde hace algunos años, con Zygmunt Bauman está ocurriendo algo extraño: nos sentimos familiarizados con él. Sus libros aparecen cada vez con mayor rapidez en las mesas de “novedades” de las librerías. Y no caben dudas: se venden bien. Esto es todo un problema, porque Bauman, en sus textos, no hace otra cosa que reflexionar sobre las consecuencias de la modernización, y especialmente sobre la “cruel y despiadada” lógica del consumo, o como él mismo prefiere denominar a los tiempos que corren: la modernidad líquida. Probablemente, el hecho de convertirse en un fenómeno de ventas a escala mundial, antes que contradecir al propio Bauman, le da la razón. A fin de cuentas: “Todos los seres humanos son y siempre han sido consumidores, y el interés humano por consumir no es nuevo. Precede, sin duda, a la llegada de la versión líquida de la modernidad”. Todos consumimos, es cierto, y desde siempre. El hombre desea, por naturaleza, consumir. Pero, ¿qué implica, para Bauman, el consumo? “El síndrome consumista –subraya– exalta la rapidez, el exceso y el desperdicio.” El destino obligado de todo objeto de consumo (aun cuando se trate de vidas humanas) no es otro que el “vertedero”, el tacho de la basura. Pasada la fecha de caducidad (o incluso antes), no queda otro remedio que deshacerse de él (regla de oro de la vida moderna líquida: la breve vida útil de las cosas). Pero, entonces, ¿qué haremos con Bauman y sus libros?
En Vida líquida (Paidós, 2006), a propósito de la gestión cultural y sus modernas características “líquidas”, Bauman recuerda una ingeniosa definición de best seller: “Libro que logró un elevado nivel de ventas simplemente porque se vendió bien”. Seríamos injustos con Bauman si lo enmarcáramos en esta clase de libros. De hecho, quizás haya en Vida líquida una clave para entender por qué tantos libros para un solo diagnóstico (aun cuando la lógica del consumo ponga en entredicho su propio trabajo). Bauman escribe como quien arroja “una botella al mar”, con un mensaje de esperanza. ¿Qué nos queda en la era de la globalización y de los seres humanos residuales? Una “metaesperanza”, escribe: “La esperanza que hace posible todas las esperanzas”. En el último capítulo del libro –“Pensar en tiempos oscuros (volver a Arendt y Adorno)”–, señala que la propia obra de Adorno es un mensaje en una botella y, como tal, “una prueba del carácter pasajero de la frustración y de la naturaleza temporal de la esperanza, de la indestructibilidad de las posibilidades, y de la debilidad de las adversidades que impiden que aquéllas –las viejas promesas– se hagan realidad” (las bastardillas son de Bauman). Si no fuera así, no se arrojarían botellas al mar. No se escribiría. Y Bauman, con 81 años (nació en Polonia, en 1925), sigue arrojando libros.
¿Por qué, entonces, nos es familiar? Porque si sus libros vendidos le dan la razón, nuestra propia vida (signada por la liquidez moderna), también. Leer a Bauman es –por momentos– la constatación de la lógica de los acontecimientos que rigen nuestra propia vida moderna y sus avatares. Una sociedad moderna líquida es “aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas”. La vida líquida se caracteriza por la precariedad y la incertidumbre, “el temor a que nos tomen desprevenidos, a que no podamos seguir el ritmo de unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez, a que nos quedemos rezagados”, escribe Bauman. La vida líquida nos obliga a recomenzar siempre, enfrentado el trauma de estar, otra vez, en cero (nuevos comienzos que son, además, dolorosos finales, cada vez más apresurados). El único modo de continuar (sin ser eliminado como en el juego de las sillas) es deshacernos de aquello que (imprescindible ayer) se ha vuelto, ahora, inútil: “Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas”. Modernizarse es sinónimo de cambiar una cosa obsoleta por otra “nueva”, pero no hay cambio ni modernización sin desperdicios. Según Bauman, la supervivencia y el bienestar de los miembros de la sociedad moderna líquida “dependen de la rapidez con la que los productos quedan relegados a meros desperdicios y de la velocidad y eficiencia con la que éstos se eliminan”. La industria de eliminación de residuos se convierte en un sector fundamental (si no el más importante) de la economía. Incluso en nuestra vida privada, amorosa, el principal problema no consiste en cómo iniciar una relación sino en cómo terminarla, cómo deshacerme de él o de ella, una vez que el amor se fue (siempre tan rápido).
Lo que importa no es la duración; únicamente la velocidad. Bauman nos lo recuerda en un epígrafe, citando a Emerson: “Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad”, otra vez, como en el juego de las sillas. Pero, por más veloces que podamos ser, nada nos garantiza que, en la próxima ronda (que se juega ahora mismo), no se nos adelanten y pasemos entonces al grupo de los eliminados; los que ya no tienen más oportunidad y observan desde afuera cómo se les niega el acceso a lo más elemental. Los eliminados constituyen lo que Bauman llama “la infraclase”: “La infraclase global podría considerarse un desecho producido por una solución saturada de sustancias solubles de las que aquélla no es más que una condensación sólida. La mencionada solución es la sociedad individualizada a la que todos pertenecemos”. “Los miembros de la sociedad –explica Bauman– buscan desesperadamente su ‘individualidad’, ser un individuo. Esto es, ser diferente a todos los demás. Sin embargo, si en la sociedad ser un individuo es un deber, los miembros de dicha sociedad son cualquier cosa menos individuos, distintos o únicos.” Ser un individuo, entonces, significa ser idéntico a todos los demás. Y si la individualidad pretende ser el rasgo que nos hace autónomos, libres, parece que no nos permite diferenciarnos, a menos que asumamos las terribles consecuencias de no pertenecer a la sociedad individualizada.
Los marginados del progreso económico son la escoria, los humillados, aquellos que no están en condiciones de elegir, relegados a la condición de residuos humanos: “Si se les pidiera a esas personas que relatasen los progresos de su individualización o que reflexionaran sobre ella a modo de deber o tarea, probablemente se tomarían esa petición como una broma cruel y de mal gusto. Si intentaran comprender lo que significa el extraño término individualidad, difícilmente podrían adscribirlo a nada en su experiencia vital que no fuera la agonía de la soledad, el abandono, la ausencia de un hogar, la hostilidad de los vecinos, la desaparición de amigos en los que se puede confiar y con cuya ayuda se puede contar, y la prohibición de entrada en lugares que a otros seres humanos se les permite recorrer, admirar y disfrutar a su voluntad”. Ya es demasiado tarde, como señala Bauman, necesitaríamos, no uno sino tres planetas –iguales al nuestro– para mantener a todos los seres humanos con el mismo nivel de confort que el ciudadano norteamericano medio. Entonces, ¿no serán, los excluidos, los desplazados (la abrumadora mayoría), condición sine qua non de la “individualidad” de unos pocos? En este sentido, ser un individuo es un privilegio.
En la era de la modernidad líquida, la distinción entre sujeto y objeto cedió su espacio (inevitablemente) a la de “consumidor” y “objeto de consumo”. Y así como todo sujeto corre peligro de ser tomado como objeto (por otro sujeto), todo consumidor corre el riesgo de convertirse en objeto de consumo (por otro consumidor). El homo eligens (el hombre elector –no el que realmente elige–) es “un yo permanentemente impermanente, completamente incompleto, definidamente indefinido y auténticamente inauténtico”, aquel que, ante un problema, no dudará en buscar su solución en un centro comercial (o en varios); única forma de encontrar consuelo en la vida líquida. Eterno insatisfecho, el homo eligens busca la felicidad como el motivo principal de su existencia pero no puede hallarla (la felicidad no es ni será nunca un objeto de consumo): “La infelicidad resultante añade motivación y vigor a una política de la vida de claros tintes egocéntricos; su efecto último es la perpetuación de la liquidez de la vida”, escribe Bauman. Es decir, el homo eligens, frustrado, insiste (y lo hará hasta el final de su crédito bancario). Esta vez, probablemente, en un shopping.
El arte del marketing –según Bauman– consiste en impedir que los deseos de los consumidores se vean completamente realizados. La insatisfacción asegura que los ciudadanos del moderno mundo líquido no dejemos de explorar, hasta la obsesión, cada comercio, en busca de quién sabe qué objeto que nos identifique (y si está a la moda, mucho mejor).
¿Y los hijos? ¿Es cierto que llegan con un pan debajo del brazo? Bauman no estaría de acuerdo: “Tener hijos cuesta dinero, mucho dinero”, y agrega: “A diferencia de tiempos pasados, el niño o la niña es hoy un consumidor puro y simple que no produce aportación alguna a los ingresos del hogar”. Niños y niñas, aun antes de aprender a leer, se comportan como perfectos consumidores. Conscientes de que “necesitan” determinados productos –en venta–, “se sienten inadecuados, deficientes y de inferior calidad si no responden con rapidez a la llamada” de los expertos en marketing infantil. Una empresa inglesa de investigación de mercados (a propósito del uso de cosméticos por parte de niñas de entre 7 y 14 años) sugirió, entre otras medidas, “la instalación de máquinas expendedoras de cosméticos en los centros educativos y los cines”. Indignado, Bauman recuerda que, algún día, los niños fueron considerados “el futuro de la nación”. Pero –ironiza–, si el crecimiento de la nación se mide hoy por el PBI, “es mejor que los niños empiecen pronto (si puede ser, desde el momento mismo de su venida al mundo) a prepararse para el rol de compradores/consumidores ávidos y avezados que se les vendrá encima”. Con el pretexto de estar llevando a cabo un acto de amor y profundamente moral hacia la figura sagrada del niño como “persona que sabe y elige”, los profesionales del marketing crean en el niño “un estado de insatisfacción perpetua a través de la estimulación del deseo de novedad y de la redefinición de lo precedente como basura inservible”.
Bauman se refiere, una y otra vez, a “los profesionales del marketing” casi como si se tratara de un verdadero complot contra la humanidad.
Bauman cita un trabajo de James McNeal sobre la influencia de los niños norteamericanos en el consumo de sus padres (es decir, niños que son consultados, que aconsejan, o imponen una compra determinada). Unos 300 mil millones de dólares, gastados por “influencia infantil”, sólo en 2002. Por si fuera poco, “McNeal también afirma que uno de cada cuatro niños y niñas ha visitado ya alguna tienda sin ir acompañado de sus padres antes de alcanzar la edad de inicio de la educación primaria, y que la edad mediana a la que se comienza a ir de compras de manera independiente es a los ocho años”. Así, el niño consumista se prepara para el gran salto hacia una vida líquida: la venta de sí mismo. El niño consumista no sólo se vende en persona sino que aprende a ver todas las relaciones interpersonales en términos de mercado (incluidos amigos y familiares).
En Vida líquida, Bauman repite algunos argumentos de trabajos anteriores (especialmente, Globalización. Consecuencias humanas, Modernidad líquida y Amor líquido, los tres disponibles en Fondo de Cultura Económica). En el prólogo a su Amor líquido, Bauman escribe: “En nuestro mundo de rampante individualización, las relaciones son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más comunes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podríamos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los individuos líquidos modernos, que las colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida”.
Los problemas del amor líquido no son otros que los de la vida líquida.
En el mismo capítulo que se ocupa del niño consumista, Bauman hace un repaso por la cuestión del amor. ¿Qué tienen para decir “los expertos” del amor en la era de la modernidad líquida? En un número reciente del Observer Magazine, el Dr. John Marsden, un especialista en adicciones, comentaba un “descubrimiento científico” según el cual, lo que “llamamos enamorarse o estar enamorados se reduce a una mera excreción de oxitocina”, una sustancia química que nos permite disfrutar intensamente del sexo. Si hay atracción física, el cerebro libera un cocktail químico que activa la dopamina, haciéndonos sentir felices y enamorados. “El problema, no obstante, es que la droga en cuestión se produce sólo durante un tiempo limitado.” ¿Cuánto? Unos dos años. “Ese es el tiempo que, más o menos, han durado todas las relaciones serias que he tenido”, informa el columnista. Entonces, el amor dura, con suerte, dos años. No sólo eso, además, es una droga: “Todo era una cuestión de química, tonto”, agrega Bauman, con sarcasmo. En el actual escenario de vida líquida, el Dr. Marsden es bien recibido por los lectores, necesitados de una absolución de culpas tras una ruptura: “No te preocupes, a todos nos pasa”.
El contexto líquido favorece la fragilidad de los vínculos humanos, haciendo del amor un objeto de consumo como cualquier otro: “Ni esos dolores morales surgirían con tanta frecuencia, ni haría falta recurrir al engaño de forma tan habitual si el mundo fuera menos líquido, es decir, si no cambiara tan rápidamente, si los objetos de deseo no envejecieran en él tan pronto ni perdieran su encanto a una velocidad tan vertiginosa, si la vida humana (más duradera que la vida de prácticamente cualquier otro objeto) no tuviera que ser dividida en una serie de episodios independientes y de nuevos comienzos. Pero ese mundo no existe y las probabilidades de que los lazos interpersonales se vean exentos de las pautas consumistas (que son cognitivas además de conductuales) son ínfimas”. Son dolores morales; y tomemos la decisión que tomemos, Bauman nos asegura que no haremos más que acumular más problemas.
Hay algo del último Mario Bunge en Bauman, quejándose de todo y de todos. Una paranoia, a fin de cuentas, líquida.
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