Domingo, 21 de enero de 2007 | Hoy
MARCELO FIGUERAS
Con aire de fábula infantil y aura religiosa, la nueva novela de Marcelo Figueras se aventura en un terreno poco transitado por la literatura argentina: el de la sensibilidad.
Por Juan Pablo Bertazza
La batalla del calentamiento
Marcelo Figueras
Alfaguara
541 páginas.
El título de la película Kamchatka hacía alusión a un sitio geográfico de resistencia a la hora de jugar al TEG. La batalla del calentamiento, flamante novela del guionista, periodista y escritor Marcelo Figueras –quien justamente realizó el guión del film que dirigió Marcelo Piñeyro–, con una misma intención lúdica, hace una apuesta muy clara en la ruleta de la nueva literatura argentina y pone todas las fichas en recuperar algo con lo que nuestra literatura tuvo marcadas enemistades: la sensibilidad. Y entre esas fichas hay por lo menos dos que aciertan y hacen de esta novela algo distinto de lo que se viene leyendo últimamente. En primer lugar, el libro acierta en recurrir a la religión para sacarle una brisa poética, mecanismo que supieron poner muy bien en práctica poetas geniales como Dylan Thomas y T. S. Eliot, y que se pone de manifiesto, sobre todo, con la protagonista Miranda, una nena con mucho de hechicera que parece una analogía de Jesús. El segundo acierto es que Marcelo Figueras también extrae magia y emoción de la literatura infantil sin que eso signifique bajar el promedio de edad de los lectores de su libro. El mismo título de la novela corresponde a una canción según la cual los niños, emulando a jinetes, entraban en calor a medida que cantaban. La atmósfera de fábula se acrecienta con la irrupción inicial de un lobo que le habla en latín a Teo (un hombre tan alto como un basquetbolista de la NBA), a quien llaman el Gigante, y las constantes referencias al lector, del tipo: “Podríamos seguir así un buen rato, apilando explicaciones; pero usted, lector, no las reclamaría”. Incluso, en la forma de narrar y en el estilo hay una reminiscencia de los cuentos de pocas páginas que eran más escuchados que leídos, aunque la lectura de esta novela requiera varios días.
En todo caso, lo infantil no va en detrimento de un aroma clásico, ya que el libro comienza in medias res (tal como sucede con pilares de nuestra cultura como Odisea) y el título de sus capítulos glosa el contenido de los mismos, a la usanza de los libros medievales y renacentistas.
Así, con dos patas emotivas (la infantil y la religiosa) y una clásica (la del canon), La batalla del calentamiento se mete en la historia de Santa Brígida, un pueblo de la provincia de Río Negro, apenas recuperado la democracia. Como los mágicos escenarios de las fábulas infantiles, Santa Brígida cuenta también con una serie de personajes muy bien marcados que pueden ser definidos con un solo adjetivo: el intendente Farfi, un adicto a las pastillas psiquiátricas que oscila entre la responsabilidad y la irreverencia, es ciclotímico; la Señora Pachelbel, famosa en el pueblo por su inigualable negocito de dulces y también por su odio a los chicos, es malvada; David Caleufú, un obrero muy especial descendiente de mapuches, es tímido; Pat, una madre que trata de lidiar con la crianza de su hija especial, es desconfiada; y, por último, Miranda, su hija, es maravillosa. Pero lo interesante es que todos estos personajes esconden varias caras que incluso contradicen su propio epíteto. Más aún teniendo en cuenta la gran fiesta tradicional de Santa Brígida: la fiesta Sever, inventada por el intendente Farfi, en la cual los habitantes del pueblo deben ser por un día algo opuesto o diferente a lo que son cotidianamente, lo cual genera que los hippies se disfracen de yuppies, que los maestros de las escuelas tiren tizas y que la señora Pachelbel les sonría a los niños.
Si bien hay que reconocerle al libro una gran legibilidad y coherencia a la hora de narrar las andanzas de sus múltiples personajes, es cierto también que abre demasiadas temáticas y géneros que plantean algunos resquemores, sobre todo en lo que respecta a la inclusión irresoluta y tangencial de la dictadura, similar a lo que sucedía en el guión de Kamchatka.
En otras palabras, la última novela de Figueras –con su fuerza lúdica y emotiva que se defiende muy bien de caer en ingenuidades– constituye un meritorio calentamiento, una entrada en calor para correr en una pista que muy pocas veces pisó antes nuestra literatura.
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