Domingo, 4 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
¿Qué quedó de Harold Brodkey? A diez años de su muerte, la pregunta resuena contra un muro de silencio. En Estados Unidos, donde supo ser una rutilante promesa y una celebridad literaria de primera línea, sus libros están agotados y son inconseguibles, y poco y nada se discute sobre una obra que levantó enormes controversias entre los críticos desde los años ‘60. Radar indaga en las razones del ascenso y la caída de una de las mentes más brillantes de la literatura norteamericana.
Por Rodrigo Fresán
Harold Brodkey (1930-1996) solía afirmar en privado y en público que, a lo largo de los años, Norman Mailer, John Cheever, Saul Bellow y John Updike no habían dejado de robarle indiscriminada y descaradamente “mis oraciones”. No conforme con ello, Brodkey también aseguraba que su belleza había hecho sucumbir a hombres (arrancando con su padrastro, parece) y mujeres (Marilyn Monroe incluida), que el ser tan irresistible se había traducido en varios intentos frustrados de secuestro, que Sean Connery se había inspirado en su look y modales para el rol de Indiana Jones y la última cruzada. Y —si de lo que se trataba era de precisar su propio sitio e importancia dentro de la literatura— no vacilaba en responderle a un periodista que no era tarea sencilla vivir sabiéndose el mejor y más genial escritor de todos los tiempos al Oeste de Marcel Proust. En resumen: nadie dudaba de que Brodkey era un mitómano narcisista con posibles destellos de psicosis paranoica. Algunos diagnosticaban su ambición con un “está loco”, resumían su obra como una “apología de la masturbación” y calificaban su figura —así lo evocó el elegante James Salter en sus memorias— como la de “un tipo problemático”. Del otro lado, cuando eran testigos de alguna de sus habituales diatribas y bravuconadas que intimidarían hasta a Cassius Clay, sus cada vez menos amigos se limitaban a mirar al cielo y sonreír un entre divertido y resignado “Oh, Harold”. Apreciar y catalogar su obra, sin embargo, no era y no sigue siendo tan sencillo aunque sí capaz de provocar un —otro— “Oh, Harold” de signo e intensidad muy diferentes.
Una cosa es segura: la suya fue —y ahí están los libros, esos fantasmas que siempre viven más que el autor— una de las empresas más solitarias, arriesgadas, ambiciosas y, tal vez, más imposibles de llevar a cabo. Porque lo que Brodkey quería alcanzar —y así lo hizo saber en la clásica entrevista de The Paris Review cuando se le preguntó cuál era su ideal—- era “alterar la conciencia, cambiar el lenguaje de tal manera que todas aquellas formas de conducta a las que yo me opongo se vuelvan absurdas, impopulares, improbables. Lo que intentas es trabajar por una cultura que se tome seriamente al tiempo y la conciencia y no tan solo como parte de una de las tantas mareas de la moda. ¿Los ideales? Los ideales son para los que escriben esos textos en las postales de felicitación que se envían durante bautismos, bodas y cumpleaños”.
Y, otra vez, ahí está su obra como evidencia incontestable. Los relatos “normales” de Primer amor y otros pesares destacando el magnífico “Educación sentimental” donde, lo siento, parecería que es Brodkey quien le roba sus oraciones a Cheever. Los fulgurantes y turbulentos experimentos que convierten a Relatos a la manera casi clásica en una colección indispensable a la hora de apreciar todo lo que se puede conseguir o extraviar dentro del formato cuento. La meganovela fluctuante y seguramente frustrada El alma fugitiva. La inesperadamente plácida novela homoveneciana Amistad profana. Y esa descarnada y valiente y por momentos alucinada y esquiva coda funeraria —primero publicada en capítulos en The New Yorker, su alma mater— que es Esta salvaje oscuridad. (Julian Barnes felicitó a Tina Brown, la editora de la revista, por haberse “atrevido a publicarlo todo” incluyendo los raptos megalómanos; la respuesta de Brown fue: “Ah, Julian, si supieras lo que dejamos afuera”.)
Después, desde el otro lado —póstumos— nos llegaron los todavía inéditos en castellano My Venice (fragmentos turísticos éditos e inéditos), The World is the Home of Love and Death (relatos y extractos de lo que, se supone, sería la continuación de El alma fugitiva) y la sorpresa de los muy concisos y divertidos ensayos reunidos en Sea Battles on Dry Land. Todos y cada uno de estos títulos unidos por lo que, sin dudarlo, constituye una de las grandes aventuras del lenguaje dentro de la literatura norteamericana. Ese idioma/avalancha que inaugura Melville, entronca con Faulkner, sigue con William Gaddis y que, después de Brodkey, salta hasta David Foster Wallace.
Y la comparación entre Brodkey y Wallace —y sus dos novelas-mamut, El alma fugitiva y La broma infinita, respectivamente— quizá ayude a clarificar lo que puede llegar a ocurrir con un gran escritor. Como la de Brodkey, la novela de Wallace gira alrededor del tema de la familia como trauma inspirador y conspirador. Una y otra pueden ser calificadas como “experimentales” aunque la de Brodkey mira hacia atrás y la de Wallace hacia delante. Es decir: la primera (Brodkey) es un artefacto nostálgico cuya aspiración es la de superar a los maestros y cerrarles la puerta en la cara a sus contemporáneos, mientras que la segunda (Wallace) va en plan vista al frente y sólo le interesa ser avanzada sin sentir rencor alguno por los generales del ayer. Brodkey anunció durante años su mágnum-opus (refinanciando con pericia, como Truman Capote por sus Plegarias atendidas, numerosos y cuantiosos adelantos) preparando demasiadas veces a los mortales para la perfección que se avecinaba y que, demasiado tarde, resultó perfectamente imperfecta. El parto del monstruo de Wallace estuvo marcado —desde meses antes de su salida— por una cuidadosa y astuta estrategia de marketing con el manuscrito entregado. Es decir: la novela de Wallace existía mientras que la novela de Brodkey —riesgos de trabajar con material autobiográfico— había sido suplantada por Brodkey. Wallace se hizo célebre por lo que publicó mientras que la fama de Brodkey se debía a lo que no publicaba. Y Brodkey —autor y personaje— caía mal. Así que —cuando Brodkey decidió finalmente editar, sin dejar de advertir que El alma fugitiva era apenas el avance contundente de la tan mentada obra maestra— el chiste perdió su gracia y se desenvainaron las espadas. Después, casi enseguida, más furioso que nunca, Brodkey se dedicó a morir a lo largo de tres años descubriendo que el acto en cuestión era “todavía más aburrido que una novela de Updike” o algo así. No hay drama: “La vida tampoco es muy interesante”, agregó Brodkey.
Aquí y ahora —once años después— casi nadie menciona su nombre. Alguna vez firmas como Harold Bloom, Don DeLillo y Salman Rushdie defendieron su gesta, pero hoy nadie jura por su nombre (ver el reciente libro de listas de 125 colegas, The Top Ten, donde nadie lo elige) y el pasado mayo, en la librería neoyorquina The Strand, un ejemplar de la primera edición de El alma fugitiva autografiado (la firma enorme y avasallante, cruzando en diagonal toda la página de abajo hacia arriba y de izquierda a derecha) se ofrecía por apenas diez dólares que yo pagué con gusto y sin dudas.
¿Y —otra vez— qué es lo que queda? Mucho, suficiente: extáticos relatos que quitan el aliento (como aquel del director de cine, aquel otro del orgasmo y ese sobre lo que experimenta un bebé al ser alzado en brazos por su padre, ganador de un Premio O’Henry) y parrafadas formidables —”estados de ánimo convertidos en opiniones”— de una audacia que pocos narradores han tenido y aún menos tendrán. Uno de esos escritores para los que el estilo es lo único que vale. Alguien que establece de entrada un pacto con el lector a quien le pide todo, porque siente que él, antes, ha entregado el universo y más allá. Un titán que, en algún momento humilde, se definió como “un adolescente en reversa” consciente de que “la irrealidad de lo que es real y el hecho de que yo la viva, de todos modos, como algo irreal, es mi forma de soñar despierto” para, de inmediato, recuperar el soberbio tono muscular de su cerebro: “Es peligroso ser tan buen escritor como yo”.
Y de acuerdo: de algún modo, leer a Brodkey es peligroso porque —en su inevitablemente frustrada aspiración, en el orgullo de su entrega— nos hace conscientes de lo lejos que se puede llegar sin que eso signifique haber llegado. Aún así, quién le quita lo bailado, lo escrito, lo amado a un hombre que, cuando se le pedía que se explayara acerca de su affaire con Marilyn Monroe, respondía con lo que quizá —consciente o inconscientemente— define a la perfección lo que le ocurre a todo lector que se acuesta o se sienta a leer uno de sus libros: “Bueno, es un tanto intimidante encamarse con alguien que tiene diez veces más confianza y habilidad sexual que uno”.
Oh, Harold.
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