Domingo, 4 de marzo de 2007 | Hoy
EL áRBOL SIN TRONCO
Austeridad y lirismo en un texto que confronta las palabras con los hechos.
Por Rodolfo Edwards
El árbol sin tronco
Francesc Serés
Alpha Decay
218 páginas
“Habla, memoria, habla desde el negro fondo del pozo, habla desde el negro profundo de los ojos de los terneros, desde el centro de los anillos de los troncos que talamos porque el camino de entrada cada vez es más y más estrecho. El tiempo ya no es joven...”
La memoria como usina, como una fábrica japonesa con sobreproducción, la memoria como una larga herida que nunca cicatriza. Estas interpelaciones desesperadas a la memoria animan el núcleo del proyecto novelístico de Francesc Serés, escritor español, especialista en arte antiguo y medieval, nacido en la ciudad de Huesca, en 1972. Y a veces la mejor manera de resolver cuestiones con el pasado es narrando, y así Serés accede a una práctica: una cámara fotográfica acompaña la voz cantante en el flashback, documentando todo, sin perderse detalle. Minucioso y árido como los paisajes de su novela, Serés escribe como quien se desangra. Todos los capítulos conservan cierta autonomía entre sí, lo que provoca una tensión poética que enriquece el texto. Dicen que un asesino siempre vuelve al lugar del crimen; las olas dan una y otra vez contra la escollera, socavando las vidas en daño progresivo, inexorable. “El tiempo sucede poco a poco, aprovechando las grietas que ofrece la piel, perfora las cavidades de las arrugas, va entrando paulatinamente. Hay hombres y mujeres a quien ha hinchado la barriga y las caderas, y a otros, como si se tratase de un viento seco que nos evapora, les ha afilado la cara y la nariz y les ha encorvado la espalda”.
Serés intenta dar cuenta del conflicto básico que existe entre las palabras y los hechos: hay un lugar adonde las palabras no llegan, todo intento es infructuoso. Lo indecible habita en recovecos, en abismos insondables. Nombrar, cartografiar un pueblo en forma exhaustiva es el desafío que asume tozudamente Serés. Y en la novela hay un pasaje que funciona como proyecto y poética. Un personaje de la novela, Bernat, tiene un avión con el que realiza tareas de fumigación en una zona agrícola; un día le encargan una misión: realizar desde el aire un relevamiento fotográfico del lugar. Las fotos obtenidas delatan, impiadosas, ciertas marcas que definen el real estado de la cosas en un sitio que se fue transformando en un desierto por una larga racha de sequías. La dicotomía campo/ciudad recorre varias zonas del libro: “Hay dos tipos de ciudades, hay ciudades que te exilian. No puedes hacer nada para impedirlo, son las ciudades cuesta arriba, las que siempre ponen frente a ti una subida. En cambio hay otras que te atraen sin ni tan siquiera conocerlas y te engullen desde lejos como un remolino”.
El trayecto de un puñado de vidas, pasando por todos sus estados y temporadas, un influjo de raíz bíblica por aquello de que hay un tiempo para cada cosa y el estoicismo ante cualquier circunstancia por más trágica que sea, afloran en la pulpa de la narrativa de Serés. La dictadura de los ciclos de la naturaleza luce siempre vencedora frente a cualquier intento de cambio.
Este trabajo es la segunda parte de una saga de tres novelas, donde distintos personajes se van alternando el protagonismo. El tono de Serés recuerda un poco al Camilo José Cela de La colmena, por esa obsesión inevitable que entraña la hecatombe que significó para el pueblo español la cruenta Guerra Civil que partió el país en dos mitades irreconciliables. Los ecos de la guerra se repiten en una letanía insoportable: “Habíamos aprendido a evitar las palizas, la rabia y la humillación que fueron transformándose poco a poco en una especie de complacencia extraña, como si no hubiese sido la guerra, sino la mala suerte, la que nos había conducido hasta allí.”
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