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Domingo, 18 de marzo de 2007

NOTA DE TAPA

El gran conversador

 Por Patricio Lennard

Sin ninguna autocompasión, Alejandro Rossi confiesa que el enfisema pulmonar que, por haber fumado a lo largo de su vida, lo fuerza a llevar una mochila de oxígeno cuando está en Ciudad de México, tal vez lo obligue a ser un tanto mezquino con el tiempo de la charla. Y esa falta de autocompasión aflora, sobre todo, cuando pide disculpas por tener que demorar unos instantes el inicio de la conversación para poder cambiarse, “¡como los buzos!”, el tubo de oxígeno. Una broma que Rossi retoma –una vez que ha vuelto a aparecer en la pantalla del televisor y se ha cerciorado de que yo, en Buenos Aires, lo sigo viendo y oyendo sin inconvenientes– cuando dice que vivir en el DF, una de las ciudades más contaminadas del mundo, a dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y con la necesidad de ir con oxígeno a cuestas todo el tiempo, es una especie de locura que él soporta diariamente sólo porque allí están su casa, su familia, sus amigos y sus libros.

Nacido en Florencia en 1932, y descendiente por parte de su madre del general José Antonio Páez, figura clave de la independencia de Venezuela, Rossi tuvo como lengua natal, como idioma de su primera formación, el italiano de su padre. La otra mitad de su patria lingüística se la dieron los cuchicheos en español a los que desde chico lo acostumbró su madre en la intimidad doméstica, y las visitas de parientes transatlánticos y algunas vacaciones transcurridas en Caracas. En esa ciudad, precisamente, su familia recaló en 1943, huyendo de la guerra. Y desde allí partieron rumbo a Buenos Aires, lugar donde Alejandro pasó la mayor parte de su adolescencia. Con la inquietud propia de quien en su infancia había descubierto la pasión por la literatura en la voz vagamente hipnótica de una negra venezolana que le leía Las mil y una noches a la hora de la siesta, en Buenos Aires, Alejandro se pasaba horas husmeando en los estantes de la librería de Francisco Poblet, y metiendo sus narices en la revista Sur y en las cuidadas traducciones de libros europeos. Así fue que un día, en un rapto de deslumbramiento, se asomó por primera vez a la obra de Borges; el autor que más lo influiría en su obra futura, y de quien no sólo heredaría su ética de la mot juste, y su inclinación a hacer de sí mismo un personaje, sino también esas dotes de gran conversador en las que el propio anecdotario tiene visos de arte.

Pero la trayectoria intelectual de Rossi no se inició en el terreno de las letras sino en los rigores del pensamiento filosófico. De ahí que en su juventud, ya instalado en México, atravesara las corrientes de la fenomenología y el existencialismo, y emprendiera luego un viaje a Alemania que terminaría coronado por la decisión de Martin Heidegger de admitirlo en el exclusivísimo seminario privado que impartía en Friburgo. De sus posteriores estudios en la Universidad de Oxford, en los que no sin cierta exasperación frecuentó la obra de Wittgenstein, Rossi tomó el impulso necesario para publicar en 1969 Lenguaje y significado, un texto pionero de filosofía analítica en América latina. Los años y un pedido de Octavio Paz para que escribiera una columna en la revista Plural sobre lo que le viniera en gana hicieron que una vida que hasta allí había girado alrededor de la filosofía empezara, de a poco, a cambiar de rumbo. Así nació Manual del distraído, una compilación de los textos que Rossi escribió a mediados de los ‘70, en los que el ensayo, la ficción y la indagación autobiográfica se confunden deliberadamente. Libro de culto para lectores sutiles, presto a dejar tras cada vuelta de página alguna idea iluminadora al alcance de la mano, el Manual del distraído no sólo fue la instancia en que el filósofo se metamorfoseó en literato sino también la piedra basal de esa “escritura en alta voz”, de esa prosa conversada que desde siempre estila.

No extraña, entonces, que Alejandro Rossi hable con la riqueza sintáctica y retórica de un texto escrito, mecido en la pausada cadencia de su garganta enronquecida. Tampoco, que procure habitualmente depurar sus frases como quien se aplica a eliminar las telarañas de un cuarto. Algo de lo que son prueba irrefutable su primer libro de cuentos, Un café con Gorrondona, y las semblanzas de escritores y los apuntes autobiográficos incluidos en Cartas credenciales (libros que junto al Manual del distraído y La fábula de las regiones, su otro volumen de relatos, forman la sobria edición de sus Obras reunidas que el Fondo de Cultura Económica publicó en México en 2005).

Edén. Vida imaginada es su primera novela. Y sobre la excentricidad de haberla escrito y publicado a los 74 años, Rossi dirá que “ésa es una pregunta que quizá deba responder una entidad superior a la mía”.

Edén comienza con el encuentro en Hamburgo entre un escritor maduro (homónimo del autor) y una mujer que lo está esperando en el aeropuerto para oficiarle allí de acompañante, y en quien reconoce, para su sorpresa, a la bella muchacha que se enamoró de él cuarenta años atrás, durante unas vacaciones familiares en el mítico Hotel Edén, en la provincia de Córdoba. A partir del azar de ese encuentro, la memoria del narrador huye hacia su niñez y su primera adolescencia, una vez que Rossi echa a andar la máquina de relatos de su propia vida. Mezcla de novela de educación sentimental, bildungsroman y autobiografía novelada, Edén desanda los pasos del protagonista en su infancia en Italia, y narra el periplo que –con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo– emprende su familia al abandonar Europa. La Via Veneto sin luz, ante posibles bombardeos, vista desde la terraza de un hotel por un niño amedrentado; su abuela materna vivando a Franco en un patio de Caracas; el asombro que le provoca el cielo estrellado en el techo del Cine Opera; y el amor que Adriana le confiesa en italiano en un hotel de La Falda, son sólo algunas de las escenas del mundo familiar y personal que Rossi urde en su bella novela. Un texto que debe ser leído a la luz de las numerosas anécdotas autobiográficas que, de manera más o menos sesgada, aparecen en Manual del distraído y Cartas credenciales; en la certeza de que Rossi usa su propia vida para escribir, y la edita a medida que (la) escribe.

“Tal vez ésa sea mi pobreza. Tal vez sea que no tengo otro interés. Tal vez se deba a un narcisismo irradicable”, se justifica, elevando los hombros en un brusco encogimiento. “Pero yo no creo que comprender la propia vida a través de la escritura sea una empresa posible. A lo sumo, uno a veces se da cuenta de ciertas cosas, pero no mucho más que eso.” Lo que sí asume Rossi es que no ha sido indemne al vaticinio de su personaje Gorrondona, un crítico resentido y despiadado, que anima discusiones literarias en varios de sus textos, y que en uno de ellos dictamina que todos los escritores “vomitan su infancia” en algún momento.

“Cuando yo escribí ese relato sobre Gorrondona, en que este monstruo dice que todos los escritores vomitamos la infancia, quizá creía que nunca mi vómito sería suficiente como para escribir una novela sino que representaría pequeñas arcadas que quedarían para pequeños cuentos. Pero a todos nos sucede vomitarla, por lo visto. Hay una cierta resignación a que así sea.”

William Wordsworth decía que “el niño es el padre del hombre”. ¿Escribir Edén le permitió comprobarlo?

–Yo más bien citaba otra frase, que es de un escritor que no puedo recordar quién es, pero que lo tengo apuntado por ahí, que dice: “El niño dicta y el hombre escribe”. Hay algo de verdad en esa frase. Pero también hay que agregar que lo que el niño dicta muchas veces no es tan claro, muchas veces es confuso, muchas veces es fragmentario a un grado casi de incomprensión. Y ahí es donde debe intervenir el hombre mayor, o el viejo, si usted quiere, que no sólo copia como un escriba aplicado lo que el niño dicta sino que también decodifica, ordena y, por qué no, falsea. Para encaminar al lector hacia estas reflexiones es que subtitulé a mi libro Vida imaginada.

Más allá de que en Edén haya personajes que “son inventados o de alguna forma modificados con respecto a un material heredado en el recuerdo” –según aclara Rossi–, o de que el distanciamiento de la voz narrativa en tercera persona abra brechas hacia la pura invención literaria, que el libro lleve ese subtítulo abre el interrogante sobre si existe otra forma de contar la propia vida que no sea imaginándola.

–Si por imaginación entendemos la narración literaria, pues obviamente que sí, ya que hay biografías que no son narraciones en ese sentido. Pero creo que lo que usted quiere decir, en realidad, es que independientemente de la forma que uno elija para hacerlo, ya sea la de una autobiografía más canónica o la de una narración literaria, la propia vida siempre se va a ver filtrada por los recuerdos personales, los cuales están en íntimo contacto con la imaginación. De ahí que yo crea que es casi filosóficamente imposible que haya recuerdos “puros”, libres de un lastre imaginario, y que toda escritura es una forma de autobiografía oblicua, en cierto modo. No hay duda de que la autobiografía y la ficción, en el fondo, se mezclan mucho.

LA LECCION DEL MAESTRO

Rossi nunca ha tenido reparos en admitir que el lugar que Borges ocupó en su vida de lector ha sido el de la lectura predilecta, el de una guía constante. “Yo leí a Borges, por fortuna, bastante joven, cuando tenía catorce o quince años, en la época en que vivía en Buenos Aires. Y desde entonces quedé absolutamente magnetizado, y lo he leído y lo sigo leyendo, y ha sido indudablemente el escritor que más me ha enseñado cosas, y quizá también el que más me ha influenciado.”

Una calurosa jornada de diciembre de 1951, Alejandro se enteró de que Borges daría una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Y el relato (incluido en un texto de Cartas credenciales) de cómo llegó tarde a la cita y se sentó en una silla junto a un hombre barbudo y escuchó a Borges departir sobre el escritor argentino y la tradición y lo vio desaparecer entre los aplausos y se lo encontró después en la calle y comenzó a seguirlo y lo vio irse por la avenida Santa Fe sin el suficiente valor como para acercársele, me empuja, me arrastra, casi me pone en la obligación de preguntarle:

¿Finalmente tuvo ocasión de conocerlo?

–Sí, tuve ocasión de conocerlo y hablé dos veces con él. La primera fue en 1974, en Buenos Aires. Por consejo de no sé qué amigo, lo llamé por teléfono y, para mi sorpresa, me atendió el propio Borges. Entonces le conté grosso modo quién era yo (pero sin entrar, claro, en los detalles de “nací en Florencia, mi madre es venezolana” porque, si no, me habría colgado el teléfono), y le dije que venía de México y que estaba interesado en conocerlo. Y Borges me dijo: “Pero sí, cómo no. Venga mañana a las 10 de la mañana”. Y allí estaba yo, a las 10 en punto, tocándole el timbre. Y habré hablado con él algo más de una hora, aunque debo decir que no fue una gran conversación, porque yo tenía una timidez brutal, una timidez irremediable. De manera que debo haberle parecido a Borges un tipo muy tímido y, quizás, algo aburrido. La segunda vez, creo, fue al año siguiente, en el ‘75. Entonces fuimos a comer con Pepe Bianco, que era amigo mío, y Danubio Torres Fierro, un periodista uruguayo que vivía en México. Cuando llegamos a su casa, Borges estaba en compañía de María Esther Vázquez, y de ahí nos fuimos a un restaurante que quedaba a la vuelta de su casa. Y en esa comida, que fue muy agradable, por cierto, se dio una situación bastante curiosa, que ya que estamos paso a contarle. El hecho es que yo había escrito un mes antes, en la revista Plural, un ensayito sobre Borges, que está recogido en el Manual del distraído, y que se llama La página perfecta. Y Danubio Torres Fierro, que por lo visto se la tenía preparada, dijo una vez terminada la cena: “¡Oiga, Borges, voy a leerle algo!”. Y no va que empieza a leerle mi artículo, animado por Pepe Bianco, y sin que yo supiera dónde meterme. Borges, por supuesto, se resignó a escuchar, y lo hizo en sagrado silencio, hasta que una frase le despertó un comentario: “Ah, eso está muy bien, eso está muy bien”, dijo en un momento. Y yo, que entonces sentí el modo en que mi azoro y mi vergüenza se multiplicaban, lo interrumpí para decirle: “Sí, Borges, eso está muy bien. Es una cita suya”.

CREDENCIALES Y PASAPORTES

Con la mirada sesgada de los transterrados –esa que ahora asoma por encima de sus anteojos como quien se sube a un tapial para espiar al vecino–, vestido con un saco gris y una camisa blanca, y la prolongación de la cánula subnasal por la que respira su oxígeno, disimulada entre ambos; formando con los dedos un repulgue alrededor del micrófono, y apoyados, sus codos, sobre la mesa lustrosa, Rossi se aclara la voz, se inclina levemente hacia delante, bebe un sorbo de agua, y con esa elocuencia entusiasta propia de los mexicanos, dice:

–Yo no sé si he gozado o padecido eso que, en mi caso, podríamos llamar “múltiples nacionalidades”. Tengo o tenía, no sé si en estos momentos están todos en orden, por lo menos tres pasaportes: el de Venezuela, el de México y el de Italia. Y hasta llegué a tener, en mi infancia, la cédula de identidad argentina. Y esto ha generado no sólo innumerables equívocos en torno a de dónde soy, de dónde no soy, sino también cierta resignación de mi parte a tener que agregar siempre alguna pequeña explicación al margen. Como si mi destino fuera comparecer ante un oficial de inmigración, explicándole cuáles son mis datos. En este sentido, un ejemplo gracioso de esta circunstancia quizá sea una frase que leí hace poco en un artículo sobre Edén que salió publicado en un diario de Venezuela. Decía (y pido perdón por la vanidad que supone citársela): “El mejor escritor venezolano es mexicano”. Un equívoco, insisto, que en gran parte se debe a que todavía aceptamos el mundo de las nacionalidades y los pasaportes. Aunque ya veo que hoy día vivimos en una especie de ensalada en que la revoltura va siendo cada vez más grande.

¿Y qué le falta para ser un escritor mexicano?

–¿Usted cree que me falta algo?

A usted se lo pregunto.

–(Piensa). Sí, tiene usted razón, me falta algo. ¿Sabe lo que me falta? La infancia. Seguramente usted recuerda una cosa que yo he citado por ahí, de aquel pseudo filósofo chino que se llamaba Lin Yutang. Bueno, Lin Yutang tiene, por lo menos, una buena frase, que dice: “¿Qué es la patria? Los sabores y los olores de la infancia”. Eso es lo que me falta con respecto a México. Al igual que una experiencia nativa de la lengua, eso que podría llamar la lengua del “barrio”.

¿Se ha sentido alguna vez extranjero en su propia lengua?

–No, aunque en la infancia hubo años en que me desenvolvía mejor en italiano, la lengua pública, la del colegio. El problema, en todo caso, no era la extranjería lingüística sino más bien el sucesivo acomodo a los diferentes idiolectos de las ciudades de lengua española en las que he vivido. Por eso digo que me faltó la lengua del barrio: porque tuve muchas, que es igual a no tener ninguna. Tal vez por eso elegí para escribir una lengua “limpia”, digamos.

El bilingüismo ha sido para usted un capital familiar decisivo.

–Sí, porque ha sido un bilingüismo que me ha acompañado a lo largo de mi vida. En varias ocasiones he dicho que mi madre me hablaba desde niño en español y que con mi padre, mi hermano y mis amigos, hablaba en italiano. Esa situación se reflejó en mis primeras lecturas, sobre todo porque en una época me mandaron a un colegio de unas monjas españolas en Roma, justamente para preservar y depurar mi español. Eso hizo que, junto a las lecturas que hice en italiano, hubiera también algunas en la lengua de mi madre.

Entonces Rossi hace una pausa, medita un instante, y prosigue:

–Pero mantener esas dos “vías” se me hizo más difícil con mi entrada en la adolescencia, que es una edad que nos hace más conscientes de las diferencias, las singularidades y también de los errores. Yo había terminado la etapa del bachillerato, me había ido a California y había llevado allí determinados estudios. Y en un momento me encontré en la duda de si quedarme en los Estados Unidos, regresar a Italia, o volver a Buenos Aires, donde había pasado los años clave de mi adolescencia, entre 1943 y 1950. Pero terminé yéndome a México. ¿Por qué a México? Pues porque allí había una Facultad de Filosofía bastante excepcional, que reunía no sólo a los más destacados profesores de ese país sino también a la crema y nata de la universidad republicana española, y a muchos profesores argentinos que habían emigrado durante el peronismo. Aunque, en rigor de rigores, la verdadera razón fue otra, y más profunda. Una razón más trascendental, diría, en tanto que con la decisión de irme a México yo aposté por una lengua. Una lengua para escribir, no para hablar, pues en aquel entonces ya se me daba a mí por escribir alguna que otra cosa. Porque quién sabe en qué idioma escribiría hoy si me hubiera ido a Italia o a cualquier otro sitio... México fue para mí la elección de una lengua.

Usted habla, en uno de sus ensayos, de la “insensata vanidad de haber querido vivir en una suerte de territorio privado del cual yo sería el único habitante”. ¿Ha llegado a imaginarse esa patria individual?

–No sé si a imaginármela, pero es una forma de decir que he tenido un destino, en el mal sentido de la palabra, cosmopolita, y que he experimentado a lo largo de mi vida, digámoslo así, una escasa unión al barrio. Por eso he tenido que inventarme ese territorio propio. Aunque es una especie de invención desesperada, diría yo. Hubiese preferido que fuera de otro modo.

¿Por qué lo dice?

–Porque me hubiera aislado menos, quizá. Ya que el precio que he pagado ha sido el de un cierto aislamiento.

¿Pero su condición de transterrado no habla, en su caso, de cierta singularidad como escritor?

–Eso lo dirán los lectores, pero yo la he vivido como aislamiento. Ha sido un precio alto, en términos vitales. Usted comprenderá mi hartazgo de no poder decir nunca con naturalidad: “¡Hombre, yo soy mexicano! ¡Hombre, yo soy argentino! ¡Hombre, yo soy italiano!”. Ese teatro de mi vida legal, esa sensación desagradable de usurpación que a veces me embarga, es lo que ha terminado por cansarme. Aunque a mi edad, para serle franco, todo este asunto ya me importa un pito.

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