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Domingo, 2 de diciembre de 2007

IPARRAGUIRRE

La ciudad ambigua

Sylvia Iparraguirre ha construido una novela de cruces urbanos, donde la ciudad y los seres humanos se debaten entre la soledad, la necesidad de los encuentros y la búsqueda de respuestas existenciales a sus vidas enigmáticas.

 Por Liliana Viola

El muchacho de los senos de goma
Sylvia Iparraguirre
Alfaguara
345 páginas

“Entonces mejor callar”, parece susurrar el fantasma de Wittgenstein al oído de cada uno de los personajes. Pero aun así, desoyendo la frase que se reitera como advertencia o como slogan, estos tres seres solitarios cruzados por las coordenadas de una ciudad que se empecina en ser hostil y hospitalaria a la vez, se entregan a la asociación y al razonamiento.

Un adolescente desamparado que decide huir hacia su propio futuro, y dos adultos que podrían ayudarlo, se han instalado en esa misma ruta que lleva desde el ansia de comunicación hasta el solipsismo. Más allá de los límites impuestos por sus propios juegos de lenguaje, poco contribuyen a que en la trama algo modifique su apariencia o lugar. El relato, para un observador impaciente que ingrese con la intención de llevarse un argumento a recitar luego, se niega, no avanza, coteja opciones y se repliega regodeándose en el mundo interior de cada uno.

Sí, la historia comienza y termina en la misma habitación donde el mismo hombre se pregunta por lo nimio y lo trascendente usando las palabras que le resultan más familiares (“los límites del lenguaje son lo límites de mi mundo”. Aunque también es cierto que la autora, que parece sonreír con malicia desde algún ángulo de ese mismo cuarto, incita a dar respuesta a otra pregunta: ¿quién se atreve a asegurar que sigue siendo el mismo?

La novela está estructurada en capítulos breves dedicados a cada uno de los tres personajes centrales; no comparten una esencia común sino que mantienen un parecido de familia. Cris, un adolescente acosado por la incomprensión de los adultos y por cierta expectativa de independencia se va de su casa el mismo día en que cumple 17 años. El negocio de la venta de objetos importados, por un lado, y el aliento de un profesor que confía en su inteligencia y que lo ha introducido en la lógica cartesiana lo alientan a recorrer las calles de Buenos Aires solo. Mentasti, su profesor de filosofía de la escuela secundaria, fanático de Wittgenstein, acaba de llegar de Bolivia donde ha ido a desencontrarse con un viejo amigo. Este regreso, marcado por la visión de la propia ciudad desde las alturas mientras aterriza su avión (“mutante, inasible, condenados a amarte o a odiarte, sólo en la contradicción se encuentra tu forma”) afectan de modo decisivo la perspectiva que tiene de sí y del mundo que lo rodea. La mujer de 43 años, Marcia Vidot que vive acompañada por una corte de gatos y por la ausencia de su marido muerto, permite en un rapto de confianza, de dejadez o de deseo que el chico desamparado que busca una habitación para alquilar se quede en su casona. Los tres personajes cruzan escenas, se relacionan con sus silencios, entablan diálogos insatisfactorios y torpes comparados con el esfuerzo que emplean en la interpretación de señales o en la persistencia en el encierro.

“Bordes”, “Centro” y “Fuga”: son las tres partes en las que se agrupan los capítulos de un texto que se ha impuesto dos premisas en apariencia inconciliables: salir por las calles de Buenos Aires, y quedarse en el pensamiento. Definitivamente, la ciudad aparece signando el tono de cada escena, la voz de cada diálogo. El mayorista de importados opera en Warnes, la enigmática señora Vidot tiene una casa con jardín y antiguo esplendor en Parque Centenario, el profesor vive solo en un departamentito de Almagro, el chico que escapa enfila hacia la zona de Retiro, empujándose hacia el límite de la urbe que adoctrina y expulsa.

Con estos materiales, Sylvia Iparraguirre ha logrado construir una novela de iniciación donde el adolescente y su preocupación candorosa por hallar la palabra justa que le permita ingresar al mundo de los adultos, van acaparando cada vez más la atención del narrador. Cris se encuentra con la duda, con el lenguaje, con la muerte, la sabiduría de un anciano, el sexo, la piedad, las contradicciones del amor materno y finalmente con el cielo despejado que a veces la ciudad permite aparecer como conquista de la independencia.

El muchacho de los senos de goma, título que sugiere lo que no necesariamente es, recupera personajes y resoluciones que Marechal y Roberto Arlt habrían saludado como guiño, homenaje o reelaboración, como parte de un elenco que sólo la lógica porteña es capaz de provocar.

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