Domingo, 16 de diciembre de 2007 | Hoy
RESCATES
El viaje de Urien, la novela iniciática de André Gide, ha recorrido ya dos siglos para ingresar al tercero. Mantiene intacta la belleza de un virtuosismo que ya contenía algunas huellas de fugas posteriores de su autor.
Por Claudio Zeiger
El viaje de Urien
André Gide
Gadir
119 páginas.
Tres fechas nos dan la idea cabal de cuán lejos se encuentra André Gide de la experiencia contemporánea de los lectores, y cuán lejos, por añadidura, pudiera situarse su literatura de la sensibilidad actual. Gide nació en 1869, recibió el Premio Nobel en 1947 y murió cuatro años después, en 1951, con más de ochenta años. A pesar de todo, persiste sobre todo en la cultura europea, su relación con la política internacional que se congelaría en los años de la Guerra fría, en las miradas sobre los acontecimientos detrás de la Cortina de Hierro y también en la literatura y la iconografía gay, indisolublemente unido su nombre a la figura de Oscar Wilde, a quien conoció y sobre quien escribió, y quien en definitiva estuvo en la raíz de textos como El inmoralista o Corydon. Gide viró al anticolonialismo primero, observó con simpatía el mundo soviético y después de viajar a la URSS terminó en el más atroz desencanto por el rumbo del comunismo. Todo eso ya había sucedido cuando recibió el Nobel y en parte siguió sucediendo. Pero si nos concentramos en sus libros, la sensación de lejanía es sin dudas mayor. El viaje de Urien, distribuido ahora en Argentina (nueva traducción de Carlos Manzano; alguna vez fue publicado por Sudamericana), apareció en 1893, apenas un puñado de ejemplares que acompañaron la rutilante irrupción de su joven autor en los salones literarios de París del bracete de Mallarmé y bajo los auspicios de los simbolistas. En verdad, sus primeros libros lo consagraron como un aplicado alumno de esa tendencia poética, y a la que se suele adscribir esta interesante novela iniciática.
A pesar de su encorsetamiento, no sería justo limitar El viaje de Urien al virtuosismo y, si uno se limitara a ello, habría que admitir sinceramente que se trata de un virtuosismo por momentos deslumbrante: el uso neto de los colores, la precisión descriptiva y ciertos mojones arquetípicos que arman las estaciones de un viaje clásico, son una muestra de altísima precisión literaria. Gide paseaba por las ruinas de la cultura clásica y del orientalismo como un Novalis en busca de la flor azul (Novalis, de hecho, aparece bajo la figura de un niño que sueña) sabiendo que esa flor azul se ha marchitado antes de llegar a florecer el ideal. El viaje iniciático tiene como condición no mirar nunca hacia atrás, el pasado, sino concebirse como puro futuro. En rigor, se trata de un grupo de jóvenes estudiantes que deben dejar en tierra el mundo libresco y de estudios teológico para sumergirse en la pura acción. Gide reconstruye una imagen yerta, de pantano y fiebre, de la acción, tan cerca de la inmovilidad. El viaje termina, en páginas brillantes, en el Polo, con esquimales y hielo, mucho hielo.
Poco y nada había conocido de la vida Gide hasta entonces y, consecuente, este viaje de su alter ego Urien es un académico ejercicio literario, una composición de alto vuelo plagada de símbolos, un viaje de esos que se realizan sin moverse del cuarto, junto a la lámpara y la pluma. Lo paradójico es que unos pocos años después emprendería el primer viaje disruptivo a Túnez y Argelia, donde cabe pensar que empezó a romper seriamente las cadenas de la moral puritana y la literatura de salón.
Algo de esas líneas de fuga que Gide pondría en marcha ya entrado al siglo XX, estaban delineadas, con subrepticias maniobras, en El viaje de Urien, a pesar de los mimos de cenáculo y los buenos modales, en la primera comprensión de que todo viaje, a pesar del garantizado regreso, nos cuesta algo de vida en el camino.
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