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Domingo, 27 de enero de 2008

NOTA DE TAPA

Para la libertad

 Por Abelardo Castillo

Hay hombres cuyas vidas, por caudalosas que hayan sido, constan quizá de un solo acto, de un único momento decisivo que es como la cifra de toda su existencia. En Dostoievski, ese instante fueron los diez lúcidos minutos de agonía previos al indulto, ya vestido con la túnica blanca de la muerte, en la Plaza Semenovsk de San Petersburgo; en Cervantes, alguna noche insomne de los años de cautiverio cuando entrevió por primera vez la cara del Quijote; en Horacio Quiroga, fue el balazo que se disparó su padrastro, muerte prodigada tenazmente en el tiempo con la de su mejor amigo, con la de su mujer, con la suya propia. A veces, ese acto es de veras único; a veces, se multiplica en los días de una vida como si buscara su figura cabal, la de verdad significativa, la ya irrevocable. La existencia de Rafael Barrett comienza a dibujarse, como un borrador, formalmente ya casi perfecto, pero todavía demasiado personal y hasta demasiado fácil, en algún lugar de los primeros años del siglo XX, en Madrid. Barrett era entonces un dandy más bien irresponsable. Podía, sin abuso, ser llamado Rafael Angel Jorge Julián Barrett Clarke y Alvarez de Toledo. Por la parte materna, estaba emparentado con la Casa de Alba; por la del padre, con el Imperio Británico. Era arrogante. Dilapidaba herencias y seguramente no eludía las camas ajenas. Se batía a duelo; su padrino, en esos trances, solía ser Valle Inclán. El episodio clave a que me refiero ya es célebre, o debería serlo, y lo narró Ramiro de Maetzú. Fue así. Un encumbrado señor de la corte madrileña, un grande de España, un caballero, recalquémoslo sin temor, de la misma imbécil y frívola casta social a la que pertenecía el propio Barrett, le tomó inquina y lo injurió. Barrett era muy apuesto, muy inteligente y muy viril; razón de más para que su aristocrático enemigo lo llamara homosexual. No eran aún los tiempos en que la palabra homosexual llegaría a ser meramente descriptiva o neutra, si es que en el orbe hispánico llegó a serlo alguna vez. Barrett le molió el lomo a latigazos, en un teatro, ante todo Madrid, y exhibió un certificado médico sobre su impoluto esfínter. Pocos meses después se fue para siempre de España. Cuando, hacia 1904, su nombre empieza a pronunciarse en América, ya es el anarquista Rafael Barrett, el revolucionario Rafael Barrett, el formidable escritor Rafael Barrett. ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cuándo sucedió? Ramiro de Maetzú, al contar el episodio del teatro, escribía: “Fue entonces cuando le conocí. No vi en él más que a la víctima de una injusticia. Que fuera hombre capaz de sentir las injusticias que los demás sufrieran no pude adivinarlo (...) Entonces no pudo parecerme sino un señorito despedido de su clase social”. Cierto. Barrett, como cualquiera de nosotros, era fácilmente sensible a las injusticias que se ensañan con el propio pellejo. De ahí a padecer las que injurian el cuerpo y el alma ajenos, tal vez no hay más que un paso: lo difícil es darlo. Y para darlo, aun siendo Barrett, se precisa siempre algún tipo de ayuda. No hace falta creer en Dios para escribir que, en estos casos, suele intervenir Dios. Porque entonces ocurrió algo que perfeccionó el borrador de aquel dibujo iniciado en España: Barrett, una madrugada, en Buenos Aires, vio a un hombre comiendo un pedazo de carne que acababa de encontrar en un tacho de basura.

No voy a contar, no ahora, lo que sucedió en ese momento. Barrett mismo ya narró los hechos en una página terrible que se llama “Buenos Aires”, y yo no quiero repetir sus palabras sin aclarar antes unas cuantas cosas. Barrett era anarquista, era socialista, era revolucionario, pero no era un hombre violento. O mejor, tal vez lo era, y mucho, pero por eso mismo, como Tolstoi, odiaba la violencia con todo su corazón. La palabra “amor”, la palabra “santo”, la vecindad de su cara con la de Jesús aparecen en todos los testimonios de quienes lo conocieron. El poeta Elvio Romero lo ha visto mejor que nadie: sólo dos hombres fueron llamados apóstoles en nuestra América. Martí y Barrett.

De ese hombre quiero hablar, antes de escribir lo que pasó aquella madrugada.

Poco menos que expulsado de Buenos Aires por haber escrito sobre Buenos Aires, Barrett llega a Asunción del Paraguay en 1904, como corresponsal de El Tiempo para dar cuenta de la “patriada” de los liberales contra los colorados que usurpaban el poder desde hacía treinta años. Barrett termina plegándose a la lucha armada, “por ver si encuentro la bala que me mate”. La revolución liberal culmina en parodia, pero triunfa, y Barrett se afinca en Asunción. Todavía se lo acepta en los salones de la buena sociedad paraguaya, donde conoce a Francisca Solana, la que será su mujer y madre de su hijo. Ya ha comenzado a publicar sus Moralidades actuales y a comprender lo que son los yerbales. Vive de lo que puede y como puede. Colabora en los diarios burgueses, mide campos, trata de enseñar matemáticas. También interviene, a su modo, en esos estruendosos asesinatos callejeros que los paraguayos llamaban revoluciones. En dos o tres años se ha ganado la admiración literaria de los mejores, el rencor político de los más poderosos y hasta el respeto de los que lo odian. Un coronel ha dicho “el hombre más valiente que yo haya visto”, refiriéndose a la participación de Barrett en una de aquellas vastas matanzas patrióticas. Lo cuenta Alvaro Yunque. Fue en julio de 1908. Los paraguayos se asesinaban en las calles de Asunción, y los cadáveres y los heridos quedaban ahí, tirados en las veredas o en los zanjones. La Asistencia Pública no se dejaba ver por ninguna parte. Entonces, en medio del tumulto apareció Barrett: se había procurado un coche de plaza e iba, solo entre las balas, descalzo, recogiendo o restañando cuerpos. ¿Por qué descalzo? Francisca, su mujer, ha explicado la razón. “Se había sacado los zapatos para que yo no lo oyera al escaparse a defender al prójimo. ‘Perdona lo que te he hecho sufrir, menuda, si vieras esos pobres soldaditos muertos o gravemente heridos...’; así me habló, besando mis manos, después de dos días de no saber de él.” El coronel de que habla Yunque tal vez haya sido el mismo bárbaro y ambiguo coronel Jara, al que, en 1961, todavía recordaba la viuda de Barrett: “El coronel Jara... odiaba a mi esposo y lo persiguió siempre. Sin embargo, no hizo más que sonreír cuando Rafael entró en su cuartel escalando un muro ya que no le franqueaban la entrada, en pleno combate del 2 de julio, para retirar a los heridos que se estaban gangrenando, tratándolo ahí mismo de asesino. Jara lo dejó hacer, limitándose a observar que era una locura exponerse así”.

Algo imponente debía de haber en Barrett, ya que este ecuánime coronel Jara era el mismo Albino Jara capaz de matar a golpes a un subordinado, al sargento Espíndola, porque le habían comentado que el sargento proyectaba asesinarlo.

Barrett fundó la literatura paraguaya, me dijo una tarde Augusto Roa Bastos. Claro que sí. Pero, como se ve, el Paraguay encarnizado que le tocó vivir no era el más propicio para fundar literaturas. Lo hizo, sin embargo, lo hizo en una docena de libros espléndidos y feroces escritos en menos de seis años. Lo hizo con Moralidades actuales, con Diálogos y conversaciones, con Lo que son los yerbales, fulgurante panfleto sin el cual no existiría una de nuestras grandes novelas sociales, El río oscuro, de Alfredo Varela. Lo hizo con El dolor paraguayo. Lo hizo con las páginas luminosas de Al margen, de Mirando vivir, de Ideas y críticas, que ayudaron a fundar también lo mejor de nuestra prosa. Hizo esto e hizo otras cuantas cosas más. Recordemos una. El célebre sabio francés Henri Poincaré había expuesto un problema de matemática superior que puso a consideración del mundo. Ningún matemático europeo lo resolvió. O sí, uno, que no era del todo matemático sino ingeniero, y que no vivía en Europa sino en un perdido lugar del infierno llamado Villeta, en Paraguay. Era Barrett, naturalmente, quien en esos mismos días participaba de la rebelión donde no encontró la bala que decía buscar. Y no la encontró porque en realidad no la buscaba, porque lo que estaba buscando era otra cosa, lo que entrevió una madrugada en Buenos Aires. Estaba buscando, como diría Nietzsche, lo único que debe buscar un hombre: llegar a ser lo que es. Un día le dirá a su mujer: “¿Sabes, menuda? No estoy hecho para depender de otro. ¿Qué me dices si me dedico a escribir y vivimos de lo que pueda ganar?”. Otro día, seguramente anterior, le ha dicho a su amigo y compañero José Bertotto: “Desde hoy, no vuelvo a calcular. Abandono el lápiz, la matemática y el teodolito. ¡Qué! Hablar contra la propiedad todos los días con feroz repetición y, un segundo después, medir tierras como océanos para autorizar la exactitud de sus límites... ¡No!”.

Y ahora volvamos a la noche de 1903. La página de Barrett a que aludí se llama Buenos Aires y el lector podrá hallarla, completa, en Moralidades actuales. Yo espero no traicionarla demasiado y la resumo acá. Barrett describe la sombra indecisa del amanecer, la llovizna, “la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla”, la gravedad de las caras de los canillitas descalzos que corren “a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios de rematadores”. Cuenta cómo poco a poco la penumbra va descubriendo formas, larvas humanas, y cómo esa ralea harapienta revuelve en la basura y espanta a las últimas ratas de la noche. Todo esto en la Avenida de Mayo, la calle de los mármoles y las cúpulas, todo esto en el arrogante Buenos Aires de aquel dorado principio de siglo XX. Y en ese momento apareció el viejo. Dice Barrett, ahora palabra por palabra: “Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí; no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, extrahumano, fatídico. El viejo –si lo era– encontró algo, una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada aún con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó. Creí observar, adivinar... que su apetito no esperaba...

“¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano.”

¿Será necesario volver a escribirlo? Barrett no amaba la violencia. Barrett nunca lastimó a nadie, y salvó muchas vidas a costa de la suya, ya que la tuberculosis que deshizo su cuerpo fue el precio de su amor por la gente. Barrett detestaba la muerte y la barbarie. Yo he creído comprender, sin embargo, que sin sentir el odio que sintió aquella madrugada no se puede ser bueno.

Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario, escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética. Murió en 1910, a los 34 años, edad en que otros escritores empiezan a pensar qué harán de sus palabras o de su vida. Nunca paró de escribir, ni en el barco que lo llevaba a su tumba, ni en la cama del hospital de Arcachon. Su última nota, sobre la muerte de León Tolstoi, está fechada unos días antes de su propia muerte. La imagen póstuma que nos queda de él es la que nos dejó Emilio Frugoni: “Me sonrió por última vez en su camarote, con aquella sonrisa abierta, bañada en suave luz de bondad, de tolerancia, de perdón y de afecto. Volví a ver al Jesús de las estampas. Y no volví a verlo más”.

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