Domingo, 24 de febrero de 2008 | Hoy
PéREZ-REVERTE
Ya se sabe de la obsesión de Arturo Pérez-Reverte por las guerras reales y las inventadas. Pero esta vez no es el siglo XXI, ni la soldadesca de Alatriste lo que lo convoca, sino un episodio tan lejano como enigmático de la historia de España en tiempos de Bonaparte.
Por Sergio Kiernan
Un día de cólera
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara
402 páginas
En un par de meses se cumplen un par de siglos de un evento inexplicado y, según parece, inexplicable. El 2 de mayo de 1808, Madrid se levantó contra los franceses de Napoleón, que más que aliados ya eran ocupantes. No fue una revolución, ni un ataque militar. Nadie en particular lo organizó y sólo participó un mínimo de los madrileños. Pero fue un día de sangre, coraje y agachadas que disparó una revolución y le ganó a España la rara distinción de ser el único país del mundo que fue un gran imperio y que también tuvo una guerra de independencia.
Arturo Pérez-Reverte, se sabe, está chupado por las guerras. Fue periodista muchos años y se dedicó a cubrirlas, lo que primero explica el nivel de violencia de sus thrillers intelectuales y luego su concentración en temas soldadescos, de Alatriste –soldado y asesino free-lance– a sus libros sobre qué pasó en Yugoslavia. Lo que no quedaba tan claro es que el hombre también es un patriota que hasta aburre machacando sobre el valor de los españoles, su inmensa capacidad para el combate y su patético Estado, que siempre los dejaba colgados del pincel. Ya van dos libros donde ésos son los temas centrales, ambos dedicados a aniversarios patrióticos: Trafalgar y este Un día de cólera.
Para el aficionado a la obra de Pérez-Reverte hay garantías: el lenguaje es impecablemente castizo, sin comedia; la acción es directa; la reconstrucción histórica es exacta. Hay, para los no tan aficionados, dos descansos: faltan los discursos del autor sobre coraje, mal Estado, etc., y faltan soldados cromados por la guerra y los horrores que vieron. Esta novela sigue estrictamente lo que se sabe qué pasó ese día y el autor no le inventa pajaronadas a gente que era, al final, mayormente civil.
España en 1808 ya era ese desastre patético que todos recordamos porque justo ahí empieza nuestra historia, entre las Invasiones Inglesas y la Revolución de Mayo. Ya habían cometido el error de aliarse con Napoleón y dejarlo entrar al país, y ya habían abdicado a “los reyes viejos” para poner al siniestro Fernando VII, El Deseado, en el trono. Pero el hábil Bonaparte se estaba comiendo la fruta, la familia real en pleno era semiprisionera y la independencia española ya era algo material sólo de este lado del océano, en el imperio.
Lo que pasó en Madrid recuerda lo que pasa en Bagdad ahora. Los franceses le traían libertades modernas a un país de siervos y señores, pobre y oprimido, con una Inquisición que hacía, como en Irán, de policía secreta. Pero los franceses también traían su notable altanería, su hábito de tratar como bárbaros a cualquier extranjero y un aire a dueños del país esperable del ejército más poderoso del mundo. La cosa terminó como termina siempre, con el nacionalismo ganando el corazón y los siervos negándose a ser liberados por un extranjero. De ahí viene el raro grito de combate que decía “¡Vivan las cadenas!”.
Pérez-Reverte arranca temprano de mañana, con la resaca de un día, el 7 de mayo, de manifestaciones medio espontáneas y medio fogoneadas por punteros, que ya existían, sólo que eran servidores de nobles politiqueros y eran llamados “mancebos”. El Día de Cólera explota bastante como nuestros dos días de diciembre de 2001 contra De la Rúa, en una plaza de gente revuelta –frente al Palacio Real– y con una consigna. El que dispara el combate es un cerrajero que va uniendo el relato con sus recorridos del Madrid en llamas, y que termina unido al único grupo de militares que se alzó ese día, en el cuartel de Monteleón, y se cubrió de gloria arrasando con los granaderos imperiales, los boinas verdes de la época.
Como este libro es un homenaje de amor, cada personaje tiene un nombre y toda la información que quedó en los archivos. Es una runfla de pueblo llano, de peones y sirvientes, de manolas y putas, posaderas y mozas, toneleros y harineros. Un proletariado de navaja al cinto al que se le unen un puñado de nobles y profesionales de clase, además de sesenta presos que amenazan amotinarse si no los dejan ir a combatir.
Al final del día hay cientos de muertos y se fusila en los cerros de las afueras, como lo vio y pintó Goya. Francia no iba a “civilizar” a España, que arrancaba así una guerra muy cruel ganada años después al pie de los Pirineos, entre guerrilleros y aliados ingleses al mando del duque de Marloborough, el Mambrú de la canción. Pérez-Reverte les rinde un homenaje superior a estos hombres y mujeres. Y cuenta una aventura real mejor que las inventadas.
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