Domingo, 30 de marzo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por María Moreno
Como todos los viajeros que por fin se deciden a arraigarse, Rodolfo Rabanal se ha vuelto no sólo algo sedentario, sino proselitista del espacio que ha elegido, una casa junto al mar. Un cronista frívolo y apresurado trataría de colocarlo en la serie que forman Guillermo Saccomanno y Juan Forn que viven en la costa, pero ¡momentito! Rabanal ha cruzado el Río de la Plata y vive sobre una playa pero del otro lado –departamento de Maldonado, barrio El Tesoro–, es decir que se ha vuelto medio uruguayo.
Rabanal ha escrito nueve novelas, dos libros de cuentos y uno de crónicas. En la mayoría es frecuente un escenario marítimo y entonces, el mismo cronista frívolo y apresurado tiende a imaginárselo envuelto en una bruma ventosa, como si posara desde la cubierta de un carguero.
–Supongo que nadar es una experiencia más literaria que física. El Tesoro es un barrio en donde vive gente que labura, desde el mecánico hasta el panadero, y no tenés el clima del veraneante high porque enseguida empieza el campo. Desde la ventana de mi escritorio hay mañanas en que veo, a unos cien metros, al viejo Núñez, que es un criollo, ordeñando su vaca. Tengo un perro, Lobo, raza “terbal” como dicen los uruguayos, “de terreno baldío”.
–Buenos Aires está a treinta minutos de vuelo. Hay librerías buenísimas como la del señor Grossi de Maldonado. Un tipo muy culto, que habla en francés y chupa desde la mañana. A las once, once y media, ya está colocado. Tiene grandes perros y un viejo paisano sentado al lado que no abre la boca y que toma mate. Allí encontré uno de los libros que leía para escribir sobre Dante. Lo editaron en 1915, en México, es de un tal André Doderet. Y por supuesto, es un lugar de encuentro de lectores.
El roce de Dante y otros ensayos se llama el último libro de Rabanal. El peso de la primera parte del título hace que durante la entrevista apenas se haga posible hablar de los otros ensayos. Rabanal se siente muy cómodo en ese género que se apresura a definir como “una obra literaria ligera y provisional, una suerte de monólogo ameno o de conversación sin contertulio visible”. Si se lo apura dice que la novela no le gusta, que no es un género pero sí lo es ese discurrir como al pasar bajo la divisa con que abre su libro. “Nada es sagrado para el que piensa” (Wislawa Szymborska).
Rabanal imagina un Dante de entrecasa, con botas de caña corta, chanclos o franciscanas pero sin duda con una alforja florentina de cuero repujado en donde guarda borradores de La Divina Comedia. El intento de reconstruir la intimidad cotidiana de Dante no lo ha eximido de hipótesis críticas que le han hecho investigar por librerías que cruzan desde Caballito hasta Saint Germain-des-Prés. Rabanal tiene la nariz aguileña, labios finos, ojos intensos, una cierta omega depresiva en el ceño. No es un parecido, es una gestalt.
–No sé si soy más lindo. Pero te cuento como empezó todo. Entre el ’67 y el ’70 estaba harto de ciertas lecturas, digamos que creía en la magia del realismo y no en el realismo mágico. Y me refugié en los ingleses Keats y Shelley. Luego en Beckett y Joyce. Fue durante el verano en que planeaba El apartado. También leí unos ensayos de Ossip Mandelstam. Y todos ellos hablaban de Dante. Entonces fui a La Divina Comedia con bastante precaución y bastante ignorancia.
–Y con la traducción, no como Borges que la leía cuando iba en el tranvía hasta Avenida La Plata. Y me fue encantando. De pronto me di cuenta –-¡vaya! ¿no?– de que es un escritor impagable. Pero a mí me resultaba antipático: ¡un tipo que va al infierno de viaje y sale! Como si yo te propusiera a vos ir ahora al infierno y condenáramos a todos nuestros contemporáneos y encima nos premiaran (aunque tampoco estaría mal ¿no?). Era un tipo de un ego brutal. Hay una escena antes de los círculos del Infierno, en el ante-purgatorio, donde están las almas que no conocieron a Cristo. Dante se encuentra con Sófocles, Aristóteles y los trágicos griegos. Y creo que es Sófocles quien lo toma del brazo y lo acerca a ellos. Entonces él dice: “Fui uno entre los seis”. ¡Qué tano insoportable! ¿Quién es? ¿Vittorio Gassman? ¿Uno entre los seis? ¿Quién te dijo? ¡Vos te lo decís! Encima agarra a Virgilio para que lo acompañe.
–O como si yo usara de guía a Cervantes.
–La Divina Comedia es la primera obra de la exterritorialidad. Tenés razón: escribí “Mi Florencia”.
Rabanal debe sospechar que las tirrias iniciales ocultan oscuras y persistentes adhesiones que, en el caso de la que él sintió por Dante, son difíciles de explicar sin pasar por pedante. Roland Barthes tenía una fórmula: “¡No me comparo, me identifico!”.
–Después me di cuenta de que Dante tenía con qué.
–Pero ganó, porque pasaron 700 años y seguimos leyéndolo.
Rabanal se detiene especialmente en una escena de lectura. La que le cuenta a Dante, Francesca de Rimini.
“Leíamos un día, por gusto, de qué modo el amor hirió a Lanzarote. Estábamos solos y sin cuidado. Nos miramos muchas veces durante aquella lectura, y nuestros rostros palidecieron; pero fuimos vencidos por un solo pasaje. Cuando leíamos que la deseada sonrisa (de la reina Ginebra) fue interrumpida por un beso del amante, éste (Paolo) que ya nunca se apartará de mí, temblando me besó en la boca. Galeoto fue el libro y quien lo escribió. Y aquel día ya no seguimos leyendo”.
–O afrodisíaco. Primero me pregunté quién sería ese Galeoto. Yo no había leído Lanzarote del Lago. Pero “Galeoto” era demasiado italiano como para tener que ver con la Mesa Redonda. ¿Y cuál era el libro? En realidad se trataba de Gallehault, o Galahot, caballero de la corte de Arturo o “Galeotto” según una versión italianizada, que se pronuncia “Galeot” y designa al tipo que rema en las galeras pero también al “alcahuete”. Dante usó la palabra en doble sentido. Por eso: “Galeoto fue el libro y quien lo escribió”. Gallehaut (o Galahot) es quien aproxima a Ginebra y Lanzarote y se hace cómplice de ese amor. Pero, ¿por qué Gallehaut, que es un caballero de la corte de Arturo, amigo de Lanzarote, escribiría sobre un amor prohibido del que él mismo fue cómplice? De la existencia real de Gallehaut no hay pruebas. Pero las novelitas artúricas circulaban en la Italia de Dante puesto que Paolo y Francesca las habrían leído.
Hablar de esto en La Biela genera un aire de solemnidad vagamente ridículo pero la naturaleza rompe el efecto y permite el cambio de conversación. Algo gotea sobre la mesa.
–Debe ser una resina del gomero.
–Pero éste es un gomero y debe tener 200 años.
–Porque ésos son los árboles que tengo en El Tesoro. Nada más. Yo vengo de una casa con macetas ¡y de malvones!
En algún momento de El roce de Dante Rabanal imagina, saliendo del Templo de Vesta en Roma, a una muchacha perseguida por un joven que grita “¡Francesca!”. Ella va comiendo un helado. El la acosa, parece odioso, sólo puede ser Gianciotto, el marido engañado de Francesca de Rimini. El helado cae. Aparece otro joven, vestido de blanco, claro, porque arrastra un carrito de helados. Es, tal vez, Paolo. Rabanal ha bajado La Divina Comedia a un sainete romano.
–En ese momento, yo estaba leyendo The Last Good Kiss (El último buen beso), de James Crumley, un discípulo de Chandler pero más suburbano, más lacónico y mal hablado. También The Wind-up Bird Chronicle (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo), de Haruki Murakami. Seguramente también tenía encima Belacqua en Dublín, de Samuel Beckett, un disparate agónico bastante genial (Belacqua, claro, es un personaje de la Comedia de Dante). Todo en inglés porque había comprado los libros en Londres. Me vino muy bien la idea de buscar un símil cuando estaba entre fascinado y harto porque, entre el padecimiento psíquico de los japoneses y el de los norteamericanos, me quedaba la tarea de seguir leyendo a Dante.
Las libretas negras de hule han sido los fetiches personales de Rodolfo Rabanal hasta que dejó de conseguirlas. El material rústico pero impermeable sugería la fajina del escritor y un toque de involuntario populismo –esas libretas fueron muy usadas por los almaceneros de la década del ’50–. No sé si ahora Rabanal las ha rebautizado notebooks aunque una notebook es otra cosa. En una época, con un estilo de posguerra a la Camus, él las llamaba carnets. El carnet es algo así como un barómetro del estado de ánimo intelectual, cuando no el equivalente a un carrito de cartonero en donde un escritor acopia más allá de lo que ve, algo más heterogéneo, no ajeno a la ahora tan desprestigiada “experiencia”. De todas maneras, en la primera página de la novela El héroe sin nombre se lee: “El poeta Wallace Stevens asegura que el mero hábito de consignar la experiencia aumenta la probabilidad de no haber vivido en vano”.
–Tenés que alimentarte, para escribir tus nervios tienen que estar cargados de cierto mambo. Aunque creo que a esta edad uno ya está cargado, sería imposible no tener una reserva grande de material. Además hay una gran capacidad de reciclar todo lo que ves.
–No sé si sin vacilación pero la escribo.
–No es tan yanqui pero creo que algo hay que vivir. ¿Cómo ejercito mi percepción?: ahí está el punto. Se ejercita también en la realidad, claro que convirtiéndola. Pero no soy un sometido a la experiencia.
Los carnets de Rabanal registran reflexiones, citas, minicuentos, pero también datos puntuales como esos que parecen proyectarse tanto hacia un destino autobiográfico como a cebar las teorías de los críticos y biógrafos –también a las universidades que suelen acoger con voracidad manuscritos anotados–. Releyéndolos, Rabanal puede pesquisar que empezó a escribir El apartado en Semana Santa de 1974, pero que la fecha oficial fue el 11 de abril, que lo hizo de un tirón en la Olivetti que su padre le había regalado diez años antes y que, hacia el 1º de mayo, tenía setenta páginas que le mostró a Enrique Pezzoni el 6. Pezzoni le dio el sí de Sudamericana una semana después, luego de lo que Rabanal cruzó la plaza Dorrego con un impulso de dicha que lo llenó de pavor (ese carnet, el de El apartado no era negro sino azul).
En 2006 Rabanal publicó El héroe sin nombre, una de las escasas novelas sobre los años de la dictadura cuyo protagonista, sin ser un militante, participa de la militancia desde una dimensión ética o simplemente solidaria y encuentra un fin trágico. La palabra “héroe” quizá deba leerse literariamente y el “sin nombre” como aludiendo tanto a la condición de N. N. del personaje como a una heroicidad que permanecerá ignorada por aquellos a los que él ha intentado ayudar y al hecho de que su acción lo ha corrido vertiginosamente de un proyecto de trascendencia personal –escribir un ensayo sobre Dante, tal vez hacerse famoso a través de él–. Rabanal no teme “matar” a un hombre que escribe sobre Dante antes de escribir él.
–El apartado es la versión poética de El héroe sin nombre o El héroe sin nombre es El apartado referencial. En el año ’78, para el Mundial, yo me había ido a Mar del Plata para escribir Un día perfecto. Una amiga mía me prestó un departamentito ahí en el centro. Yo quería fugarme de Buenos Aires un tiempo, entonces me fui con la máquina de escribir y me instalé, pleno invierno, un frío de cagarse. Por un lado escribía la novela y, por el otro, iba llevando una libretita. Ahí anotaba cosas como: “Hoy herví papas. Caminé hasta Torreón del Monje. Vi a unos tipos que no me gustaron nada”. Llegué a unas treinta páginas. Y las guardé. Se perdieron. Hace dos años empecé a pensar: ¿adónde estará eso? Empecé a buscar y las encontré. Las releí y dije ¡eureka!: “Acá hay algo”.
–La nevada fina que cae en Mar del Plata, el clima de esa cafetería del hotel americano adonde va el personaje, el del cinearte adonde ve películas de aquella época, salieron de esa libreta. Como la imagen de la barra de americanos Hare Krishna que ve en la playa y entre quienes había una chica medio renga: eso me dio el prototipo para Helen-Jane. Y como de algún modo yo quería volver a los ’70 en una ficción, la cosa estaba servida. Quería dar testimonio... –testimonio no porque me parece demasiado–, digamos que yo quería explicarme ante la literatura respecto de esa época.
–Hay una escena en Córdoba y Callao, la del chico que se escapa y se agarra de las manijas de un ómnibus y lo revientan. Es textual. Yo estaba en una esquina y Cristina, mi mujer, me estaba esperando enfrente. Yo iba a cruzar, de repente se interpone esa escena, y los dos vemos lo mismo. La otra también es textual y es la de la chica a quien bajan de un auto a marcar gente. Fue en Santa Fe y Libertad por la misma fecha.
–Yo estaba rodeado de militantes. Gelman fue el primer tipo que me publicó algo de ficción en el ’72. Pero no me gustaba la militarización del proyecto. Había una cosa muy moralista en donde el bien estaba de parte de ellos y el mal, de los otros. Estaba muy clara en mí, aunque postergada, la elección por la literatura. Además yo amaba la ambigüedad.
–Fue en el ’78. Una tarde me llama a casa una mina que me pregunta: “¿Usted es Rabanal?”. “¿Y usted quién es?”. “Yo soy la representante del señor Molina de Pomaire que está instalándose en Buenos Aires. ¿Usted está escribiendo algo?”. “Mire, es poco, son sesenta páginas”. “¿No le gustaría visitarnos?”. Fui y me contrataron el Día perfecto. Pomaire publicaba simultáneamente en Barcelona y en Buenos Aires. ¡Encima pagaba!
–Pero era una época de mucha censura. Yo había sido periodista de La Opinión. Mi hermano estaba preso por militante político. La presentación me preocupaba. Molina me tranquilizaba. Sólo se trataba de una reunión literaria. En total participaron como quince, era como si quisiéramos armar un escudo. Estaban Héctor Libertella, Liliana Heker, Luisa Valenzuela, Odile Baron Supervielle –recuerdo que Germán García estaba enmascarado–. Fue en el Claridge. Y de ahí nos fuimos al baile de los pintores en Unione e Benevolenza. Muchos murieron después o desaparecieron. Molina pensaba que con esa presentación estábamos dando un golpe de salida en medio de la noche. No fue así. Fue una burbuja.
Durante esa presentación Héctor Libertella dijo algo enigmático: “Los años vistos de través son travesaños”. En la fiesta posterior, Germán García llevó a Luisa Valenzuela a babucha. Ella llevaba puesto alrededor del cuello un visillo de lino de esos que se usan sobre las ventanas.
–Fue lo último cuando nosotros soñábamos que era lo primero.
Rodolfo Rabanal, antes de que sus columnas periódicas le permitieran hacer literatura en el periodismo, fue un periodista duro, de esos que deben responder a un cierre y no equivocarse con los ceros cuando se trata de contar víctimas, pero nunca se le ocurrió mezclar la hacienda e imaginarse como autor de non-fiction, no sobreescribió notas ni falló en una cobertura de corresponsal extranjero por estar ocupado en veleidades literarias. Trabajó en Primera Plana, Panorama, Ambito Financiero, France Press...
–Parecés mi mujer, que me lo dice siempre: “Nunca te calentaste con el periodismo”.
–Es una vieja broma familiar. Encima yo estaba en Información General, que exige una rutina dura.
Qué raro este Rabanal. No reniega de la experiencia pero la pasa por la literatura: ante unos manifestantes antiglobalización que tocan la guitarra en una piazza romana piensa qué hubiera pensado Keats, guarda en el interior de un libro la servilletita de un café, porque tiene el logo de las Tres Gracias, se pasea por Via Venetto preguntándose cuál, de entre las mujeres que ve, se parece a Francesca de Rimini. No le gusta escribir bajo fuego, no necesariamente por miedo pero seguro que si hubiera estado frente al miliciano cayendo como Robert Capa, hubiera permanecido en un rincón de la trinchera, ni por seguridad ni por no ser fotógrafo, sino anotando con un pedazo de carbón –producto quizá de un episodio trágico– una frase de Beckett. Sus investigaciones trazan un vasto mapa por las librerías del mundo y son tan rigurosas como las de un académico o un autor de non-fiction. Sus crónicas son, sin duda, literarias, en la mejor tradición de las bellas letras: usa párrafos largos de ardua belleza formal, va de una hipótesis sobre el uso de una lengua extranjera como en Hemingway y el idioma español hasta una “enorme minucia” como las distintas funciones de los sombreros en Israel como en Diario de viaje, primavera del 97 en Jerusalén, y siempre, contra ciertas insistencias actuales de la crítica, estableciendo valores –para él las vanguardias siguen siendo Beckett y Pound– y tiene un notorio prejuicio por lo que llama junto a Harold Rosemberg “objetos de ansiedad” (ciertas obras posmodernas). Pero conserva del periodismo una fruición por el dato que lo lleva a registrar que en esa entrevista con Pezzoni de 1974 que definió el futuro de El apartado su flamante editor lucía un corbatín búlgaro y un anillo de sello de plata, que en la época de Dante no había papas, ni café, ni azúcar ni chocolate ni maníes, cómo se dice “trucha” en varias lenguas y sus consecuencias. Una noche en Punta del Este mientras él contaba sus coberturas internacionales y sus destrezas de periodista de Información General, y mientras en la sala se hacía un silencio de sospecha, un hombre joven dijo “Doy fe”. Tenía la colección completa de Panorama.
–La revista me mandó tres meses a San Francisco para registrar el frente interno de la guerra de Vietnam.
–Lo mejor que me pasó es que fui a parar a la casa de Henry Miller que no estaba ahí pero a quien estaban esperando. Viví con la hija de él, Valentine. Es cómico: el padre tenía el dramatismo de la sexualidad, para él el sexo era un personaje, pero la hija estaba todo el tiempo desnuda naturalmente y no por el erotismo que Miller había venerado. Ella y sus amigos andaban tirados por ahí, fumaban porros y plantaban tomates. Había que bajar de tanto en tanto a la carretera, y trabajar de hombre sandwich con un cartel que decía: “Give me a dime. I’m hungry”. A mí me tocó más de una vez.
Era por 1970. Rabanal escribió en Costa Bárbara que antes de ese viaje a California Osvaldo Soriano –con el que solían intercambiar recomendaciones de marcas de pluma cucharita– le pidió que le trajera un mapa del barrio de Philip Marlowe y una descripción de la calle La Brea y Sunset Boulevard. Lo hizo.
–Andá a verlo al viejo que es genial, me decía Miguelito Grinberg. Llegué una noche a Big Sur y le pregunté al tipo de la estación en dónde estaba la casa de Henry Miller y me dijo: “Primero vea a Emil White, que lo va a guiar porque no sé si Miller está”. Ya era de noche. Recorrí una milla y media con el auto hasta llegar a una tranquera con dos campanas. Detrás había una espléndida casa californiana metida en un bosque. Y, mirá lo que pasa. Toco la campana, espero y veo venir caminando muy despacito a un señor mayor, ya sesentón, con una camisa blanca, pinta de austríaco. “¿Sí?”, me dice. “Yo vengo de la Argentina y estoy haciendo una serie de entrevistas. Quiero ver a Henry Miller. Me dieron su nombre.” El tipo me mira. “¿Argentina? En los años ’50 pasé unas noches de borrachera con Quinquela Martín en La Boca. Pase.” Entramos. Entonces me empieza a hablar de June, la amante perversa de Miller. “¿Quiere un trago?” Se acerca a un arcón y saca fotos. De pronto agarra una hoja opaca, la apoya en una foto de June y le tapa la mitad de la cara. “Mire la mitad libre.” Miro. Pasa la hoja al otro lado de la cara. “Mire la otra mitad.” Miro. “Son dos caras distintas ¿ve? ¡Posesión demoníaca!”. Yo estaba muerto de hambre y de sueño. Ya no se podía despertar a Valentine. Entonces White me dice: “Mañana temprano la llamo. Acá cerca hay una señora que le va a dar una cama enseguida”. Y hace un llamado telefónico. Era un motel. Llego como a las doce de la noche y aparece una viejita muy chiquitita que me dice: “Pase. ¿Quiere comer?”. En el comedor no hay nadie. La viejita se me sienta al lado y empieza a hablar. No era americana. De pronto aparece la hija que sí es americana, de unos cuarenta años y que comienza a mirarme con desconfianza. Es evidente que la hija controla a la madre. La vieja dice de pronto: “Yo bailé mucho en la Opera de Viena”. “Qué bien”, le contesto mientras sigo comiendo una especie de sopa. “Katherine, poné la música esa que a mí me gusta.” Katherine la pone. Y la vieja se levanta y empieza a bailar. Mientras la hija me sigue mirando con repudio desde el marco de la puerta. Esas cosas, con el tiempo pierden la consistencia de la información para transformarse en algo literario.
–Ah, nunca lo vi.
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