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Domingo, 30 de marzo de 2008

INéS GARLAND

Mi reino por una historia

Del sexo a la gastronomía, el erotismo puede ir más allá de la obsesión moderna por abarcarlo todo. Los cuentos sutiles de Una reina perfecta amplían esa mirada sobre el mundo de la niñez.

 Por Juan Pablo Bertazza

Una reina perfecta
Inés Garland

Alfaguara
127 páginas.

Lo que abunda no daña pero puede confundir. La obsesión por erotizar la cultura que hoy prevalece a diestra y siniestra no debería hacernos pasar por alto las obras que sí hacen del erotismo un logro. “La sensualidad es una forma de vivir la vida, un sentimiento que abarca la comida, el sexo, el movimiento, todo”, dice una de las “reinas perfectas” del flamante libro de cuentos de Inés Garland (periodista y autora de la novela El rey de los centauros). Los picos de calidad de estos trece relatos coinciden justamente con los momentos en que Garland hace pasar por el tamiz del erotismo diversas búsquedas y fantasmas como el complejo de Edipo, la vejez, la soledad, el humor y la infidelidad. Por más alejado que parezca, a todo tema parece encontrarle Garland su vínculo con lo sensual.

Por supuesto, dado que los cuentos son tan autónomos como diversos, su eficacia es irregular. En ese sentido, el libro muestra una extraña graduación circular que tiene en sus puertas, es decir, en el primer y en el último relato, a sus más sólidos exponentes. Así, En Una reina perfecta –texto que le da a la obra un título paródico ya que, aun con sus grandes diferencias, todas estas reinas comparten algo de plebeyas– Garland le encuentra una vuelta interesante al universo de la infancia, tan elegido por muchas de nuestras mejores escritoras. No se escribe aquí desde el recuerdo del adulto sobre la infancia, sino que el propio discurso aparece pre-supuesto en la infancia: “Un rato más tarde estamos bogando entre los invitados. Escribiré bogando cuando haya ido a muchas fiestas parecidas a ésta”. Así las cosas, sin tratarse para nada de un libro sobre el lenguaje, Una reina perfecta pone de manifiesto verdaderas guerras entre términos como depravado y perverso o viejo y obsoleto, batallas que siempre se las arreglan para parecer mucho más ingenuas y accidentales de lo que en verdad son. Justamente con el mostrar fragmentario tiene que ver otro rasgo muy descatable que aparece en buena parte de los cuentos: una trampa sutil de estas narradoras que, a veces obligadas y a veces por propia iniciativa, se dirigen a lugares alejados para, aparentemente, refugiarse de las acciones, ya que todo lo que ahí llega no puede contarse sino más bien intuirse. En esos mismos refugios, sin embargo, terminará sucediendo algo inesperado y mucho más relevante de lo que pasaba a la distancia: la infidelidad de una esposa, el despertar sexual de una chica con un amigo de sus padres o el llanto de una madre recién separada en un all inclusive brasileño. Como si en lugar de ir el narrador a las acciones fueran las acciones al narrador por obra de un extraño magnetismo, las turbinas de oxigenación y reposo que todo cuento tiene se funden en Una reina perfecta con sus motores principales.

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