RESEÑAS
Los cazafantasmas
GUTIÉRREZ A SECAS
Vicente Battista
Editorial Del Nuevo Extremo
Buenos Aires, 2002
176 págs.
POR GUILLERMO SACCOMANNO
Gutiérrez es un fantasma. Gutiérrez, a los cuarenta y pico, es un solitario a lo Bartleby. Gutiérrez es un tipo obsesivo, metódico y solitario que trabaja de ghost-writer. Gutiérrez escribe por encargo novelas bélicas, policiales, westerns y también manuales de divulgación, astrología y autoayuda. Pero Gutiérrez no firma sus libros. Gutiérrez emplea siempre seudónimos que pueden ser norteamericanos, franceses o italianos, masculinos o femeninos, de acuerdo con el género. Sus libros son de su editor, su patrón, su dueño. La escritura que a Gutiérrez le da de comer no le pertenece. No obstante, Gutiérrez sueña, todo el tiempo, con escribir una novela personal. Sus narraciones por encargo, aun cuando apelen a la emoción fácil, también refieren a una rutina, la de una escritura anónima, de línea de montaje industrial. Es que dentro de este esquema de producción de novelas populares, Gutiérrez es, con más pena que gloria, un empleado que atiende su computadora. Dostoievsky supo plantear que era más difícil sacarle jugo a los seres grises y rutinarios que a los héroes trágicos. Pues bien, Gutiérrez cumple con todos los requisitos de esta clase de seres anodinos.
Hasta acá, en síntesis, una lectura rápida de Gutiérrez a secas, la última novela de Vicente Battista (1940). Pero si las aburridísimas peripecias de Gutiérrez, en su manía, se vuelven atractivas es por el manejo de una intriga que no afloja. La cotidianidad fatigada de Gutiérrez avanza desde un humor impasible hacia el drama, generando desasosiego. Lo que se debe, sin duda, a la habilidad narrativa de su autor. Battista describe con una meticulosa mirada impersonal, neutra, aséptica. Su prosa siempre eficaz cuenta desde el presente, se detiene, vuelve atrás, recoge algún detalle pasado por alto y, salvando el olvido, toma de nuevo envión siguiendo cada gesto de su personaje. No menos rigurosa que su escritura, la novela de Battista favorece una multiplicidad de interpretaciones. Gutiérrez a secas es, con sus claves y alusiones, bastante más que una novela inocente sobre la soledad, la paranoia y la problemática del doble.
Si bien Battista ganó en 1995 el Premio Planeta con Sucesos argentinos, dicho premio le valió (como a otros ganadores del premio) más una exclusión crítica que una atención desprejuiciada sobre un texto centrado en la última dictadura y la corrupción. Ya antes Battista tenía un lugar de reconocido merecimiento entre los escritores de esa generación que entre los 60/70 irrumpió desde El Escarabajo de Oro, toda una marca de escritura. Como Abelardo Castillo, Liliana Hecker, Germán Rozenmacher, Miguel Briante o Ricardo Piglia, Battista empezó a publicar joven y se formó asumiendo la influencia de la literatura norteamericana dura. Sus cuentos, desde entonces, gozan de una solvencia indiscutible y resultan antológicos. Su producción, que no únicamente comprende una cuentística considerable, incluye una novela injustamente olvidada, El libro de todos los engaños (escrita entre 1971 y 1983, año de su publicación). La persecución del libro imposible, ahora con forma de novela, regresa como eje en Gutiérrez a secas.
Battista se define en Gutiérrez a secas, como nunca, a través de un estilo de extremada funcionalidad, deudor no pocas veces de la serie negra. Así, aquello que en El libro de todos los engaños era una voz tanprecisa y cómplice, en Gutiérrez a secas se afina todavía más y depara una lección de oficio acotando al máximo toda retórica, todo efecto, ajustándose a las condiciones kafkianas que la historia de Gutiérrez, con su opacidad, le exige.
En otro aspecto, no menos interesante, Gutiérrez a secas merece ser leída en el mismo registro que El viejo soldado de Héctor Tizón y Los sentidos del agua de Juan Sasturain. No se trata de que estas novelas, como la de Battista, incorporaran como protagonistas a escritores fantasmas. Se trata, en todo caso, de que desde las tribulaciones del anonimato y la escritura clandestina pueden leerse los efectos de la dictadura y el exilio en una escritura signada por la restricción. No es casual que así como Tizón y Sasturain apelan a España como paisaje y a la serie negra como género, Battista, en este caso, escribe con una neutralidad lingüística, casi una lengua blanca que, en oportunidades, vuelve su historia “como exiliada”.
Battista deja de lado las tensiones obvias de la relación entre escritura y dinero, motor de la producción del género. Su preocupación es otra. La doble personalidad del ghost-writer, con sus contradicciones (entre un arte pasatista, que se agota en el mismo instante de lectura, y otro que aspira a la consagración eterna), activa progresivamente toda una metafísica del terror en una atmósfera de thriller intimista. El seudónimo protege la identidad del escritor y le permite, bajo determinadas reglas de producción, estimular una fantasía reglamentada. Pero la escritura soñada, la de esa novela imposible, permanecerá inexorablemente reprimida para Gutiérrez, que existe como escritor en la medida en que tabica su auténtica voz.
La editorial para la que escribe Gutiérrez adquiere rasgos de maquinaria burocrática estatal. Y es cuando Gutiérrez investiga el mecanismo de la editorial que la alegoría adquiere un fatídico sentido mayor. Desde una clandestinidad más cerrada que la de los autores, acechan los correctores invisibles de la editorial. Si un autor subvierte el orden de la maquinaria de terror, si llega a identificar a un corrector, automáticamente se transforma en desaparecido. También si pone en práctica un verso, quizá apócrifo, encontrado en una tumba egipcia, que figura como acápite de la novela: “¡Pon tu corazón en los textos!”. El autor cautivo, para su supervivencia en la creación del terror, debe resguardar su identidad verdadera, su escritura más íntima, secreta, condenada al fuego.