libros

Domingo, 31 de agosto de 2008

El lado oscuro del corazón

Michael Ondaatje, el escritor y poeta que cobró fama con la adaptación de Anthony Minghella de El paciente inglés, publica un libro en el que se revisita en todos sus trucos y virtudes, para publicar la que quizá sea su mejor novela: un entramado de exquisito estilo y gran sensibilidad humana que revela el reverso oscuro y siempre en fuga detrás del amor romántico.

 Por Juan Pablo Bertazza

Divisadero
Michael Ondaatje
Alfaguara
309 páginas

Hay libros que hacen a un escritor y hay libros en los que un escritor logra hacer lo que quiere. Unos suelen catapultar a sus autores no sólo a la fama sino también a determinado nicho literario, ahí donde convergen un género, un estilo, un tema, una obsesión, y cuyas puertas se cierran muy rápido para que esos escritores difícilmente puedan escapar. Los otros se parecen a la madurez literaria y surgen cuando los autores ajustan la mira y se muestran de una forma bastante parecida a como les gustaría ser vistos. En el caso de Michael Ondaatje, el libro que corresponde al primer tipo es, sin lugar a dudas, El paciente inglés (1992). Más que el premio Booker fue la versión cinematográfica, a cargo de Anthony Minghella, la que hizo retumbar a lo largo del planisferio su nombre difícil al mismo tiempo que le adhería cierta etiqueta de autor romántico, romántico renovador y no tan cursi. Pero romántico al fin. Hoy, dieciséis años después, Ondaatje tiene algo que decir al respecto: parece que la cuarta es la vencida y Divisadero, la (cuarta) novela en la que, se nota, hizo todo lo que tenía ganas de hacer. En primer lugar porque nos propone de buena manera no olvidar su vertiente poética –The Man with Seven Toes (1969) y The Cinnamon Peeler: Selected Poems (1991), entre otros– que las luces de El paciente inglés supieron eclipsar. Tienen más brillo en este libro sus estupendas imágenes y comparaciones que la misma prosa, ya sea cuando habla de un hombre cansado “como si alguien estuviera tirando de él con una cuerda en el centro del río para llevarlo a otra parte”, o de un joven solitario con futuro de escritor en tanto “había pasado demasiado tiempo hablando sólo consigo mismo y al hacerse mayor adquirió palabras privadas, como quien recoge ramitas, una a una, en el campo”. En segundo lugar porque es en Divisadero donde Ondaatje compendia técnicas y vicios que ya le conocíamos, como su fascinación por la cultura norteamericana –Las obras completas de Billy the Kid (1970)–, el desarraigo geográfico –En la piel de un león (1987)– y el mosaico de diversas historias y personajes que hábilmente se van entrelazando, algo de lo cual sucedía también en El paciente inglés. De hecho, a pesar de no ser una novela extensa, da la sensación de que Divisadero tuviera más páginas que Los miserables de Victor Hugo. Y no precisamente por ser aburrida sino por la multiplicidad de paisajes (de las calles de San Francisco a la campiña francesa), personajes, giros argumentales, historias y los más de cien años que atraviesa el relato con sus respectivas guerras. Todo lo que alguna vez se dijo de él como escritor está acá, aunque como quien cumple con todo lo previsto para luego llegar con novedades en el frente y cuando nadie se lo esperaba. Una familia granjera de California, formada por un padre sin palabras, Coop –un peón aparentemente domesticado por la familia–, y Anne y Claire –las dos hijas a las que les late rápido el pulso de la vida– se disuelve a causa de un tórrido romance entre dos de esos personajes que traerá un poco de olor a incesto y algo de sabor a parricidio y que, como consecuencia, definirá el destino de Coop como experto tramposo de poker, el de Anne como biógrafa de la obra del escritor francés Lucien Segura, y el de Claire como apasionada y filatelista asistente de un abogado. Todas ocupaciones ligadas, en cierta forma, a la investigación en torno de un triángulo cuyas tres puntas serían nada menos que azar, arte, amor. Y en el medio muchísimas fugas, deserciones y abandonos que hacen de estos personajes –que ya de por sí son bastantes– una cantidad innumerable ya que, se sabe, la gente que rompe constantemente con su pasado y siempre está llegando a un nuevo lugar no tiene nombres sino alias, no tiene rostros sino máscaras y de tanto guardarse los secretos terminan olvidándose ellos mismos de quiénes son. Hay dos palabras que, en efecto, plagan esta novela: “oscuridad” y “secreto”. Es en ese sentido que en la obsesión por investigar de estos personajes estará en juego incluso algo más que su propia identidad. Y justamente ahí asomaría el ajuste de cuentas de Ondaatje en lo que hace a la manera de revelarse como escritor: ¿puede haber amor entre dos seres que, como estos personajes, no confían en el otro y, por eso mismo, no se conocen entre sí porque, además, no se conocen a sí mismos? Ondaatje hace algo mucho mejor que responder: se da a conocer en Divisadero como un escritor sumamente conocedor del amor entre viejos desconocidos. Y lo hace como tiene que ser: sin que nos demos cuenta. Tal como el maestro de trampas de poker le enseña a Coop: “Te estoy distrayendo. Hice trampa dos veces al barajar las cartas durante la historia sobre Tolstoi y no te diste cuenta. Estabas escuchando, había contenido, había una idea laberíntica dentro”.

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