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Domingo, 31 de agosto de 2008

A sangre caliente

Un policía pasa una noche entera custodiando el cadáver recién muerto de Myra Hindley, la asesina serial británica que en los años ’60 primero espantó y después se convirtió en icono pop. Una noche en la que convivirán la ficción y la no-ficción, a manos de uno de los escritores ingleses más talentosos y menos difundidos en castellano.

 Por Rodrigo Fresán

Muerte de una asesina
Rupert Thomson
Mondadori, 2008
245 páginas

Muerte de una asesina –octava novela de Rupert Thomson (Inglaterra, 1955)– empieza en el momento exacto en el que suelen terminar la mayoría de las true-stories criminales: no con el hallazgo de las víctimas sino con el final del victimario. Lo que no implica aquí que Muerte de una asesina sea una investigación de hechos verídicos sino algo mucho más cercano a un thriller existencial. Algo raro y diferente y cuya verdaderas intenciones no pasan por la obligación de impartir justicia sino por la necesidad de iluminar las sombras y el modo en que esas mismas sombras, a veces, salen a la luz.

Para empezar, tenemos el cadáver todavía fresco de una celebridad monstruosa y verídica: la asesina serial británica Myra Hindley, quien –a principios de la década de los ’60, junto a su novio Ian Brady– torturó y mató a tres niños y dos adolescentes. La pareja se hizo rápidamente famosa como “Los asesinos del páramo” y la foto de Hindley en el momento de ser fichada en comisaría creció a uno de los iconos pop y culturales de la década. Con el tiempo, The Sex Pistols y The Smiths le dedicaron alguna canción.

Hindley murió en prisión, en el 2002, a los sesenta años, luego de pasar casi cuatro décadas detrás de las rejas y soñando con un inminente indulto. Y es entonces cuando la realidad es interferida por la imaginación de Thomson y nos presenta al tan gris como eficiente oficial de policía Billy Tyler, a quien se le encarga la custodia del cadáver de la que nunca es mencionada por nombre o apellido sino, apenas y ominosamente, como “la mujer”, “esa mujer”, “ella” u “otro código dos-nueve”.

Y es a lo largo de esa noche que Tyler –como el Scrooge de Cuento de Navidad– será acosado primero por los fantasmas de su propia existencia (que incluye un traumático y nunca del todo resuelto episodio de su pasado, a un presente matrimonio estable pero con fatiga de materiales y a una hija con Síndrome de Down) para, finalmente, recibir la visita de “ella”. Lo que sigue, en la soledad de la morgue West Suffolk Hospital, no sólo es un verdadero tour-de-force de la ficción no-ficción sino, también, una inquieta autopsia literaria de una persona real a partir de la materia inmóvil de su cadáver y el modo en que éste afecta a un vívido y gran personaje inventado. Así, una tan cerebral como apasionada lección de anatomía impartida por un narrador que merecíamos conocer y admirar.

La publicación de Thomson en nuestro idioma –injustamente escasa y esporádica– es una excelente noticia. Y –más vale tarde que nunca– es bueno que se retome con esta novela que, por momentos, captura los sombríos destellos de Patricia Highsmith y John Banville pero también el romanticismo maldito de Jean Rhys (no en vano una de las autoras favoritas de Thomson) y esa sobrenatural ambigüedad de Henry James a la hora de tratar las apariciones de otro mundo en el nuestro.

Muerte de una asesina es, también, la reafirmación de un talento sin límites ni fronteras que consigue hacer suyo cualquier tema. Thomson ya lo probó con dos primeras novelas de pueblo chico por lo que la crítica lo comparó un tanto fácilmente con David Lynch (Dreams of Leaving, de 1987, y The Five Gates of Hell, de 1991), una formidable saga romántica/histórica con discípulo de Gustave Eiffel en el México de finales del siglo XIX (Air & Fire, 1993), un misterio de resonancias kafkianas donde alguien es cegado por una bala pero está convencido de seguir viendo (The Insult, 1996), un policial ultraviolento girando alrededor del lanzamiento de una gaseosa (Soft!, 1998), la humillante odisea sexual de un hombre secuestrado por tres mujeres dispuestas a todo (El libro de la revelación, 1999, Ediciones B, 2003), y una inteligente vuelta de tuerca orwelliana sobre la literatura juvenil con un joven héroe que se despierta en un Reino Unido donde la población se distribuye en cuatro áreas de acuerdo a sus personalidades o “humores” (Divided Kingdom, 2005).

Más allá de tramas aparentemente irreconciliables, en todas ellas –como en Muerte de una asesina y según escribe Thomson en el dossier de prensa– acaba imponiéndose la visión, frontal o sesgada, de un mismo paisaje: la sangre caliente del amor y del mal como fuerzas que mueven y conmueven al mundo. Y, por eso, gracias a esas fuerzas, es que el espectro fumador de Myra Hindley vuelve. “Esa mujer” a la que Billy Tyler acusa en las últimas páginas con un “Hiciste algo en lo que la gente no soportaba pensar. Les obligaste a imaginárselo. Se los restregaste por las narices” recordándoles “una verdad que ellos habían pasado por alto o que habían ocultado, o sobre la que se habían mentido a sí mismos”.

Esa es también, pienso, la misión de la verdadera literatura.

Misión cumplida, entonces.

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