Dom 13.10.2002
libros

Gabo, mi abuela

POR GUILLERMO SACCOMANNO

En la casa de Mataderos, el pibe comparte la pieza del fondo con su abuela gallega. El pibe no tiene más de siete años y compartirá esa pieza hasta los dieciséis, cuando ella muera enferma y afectada por la demencia senil. Por las noches, insomne, la abuela le cuenta historias de su aldea: pasiones, venganzas, misterios. En esas historias terribles abundan el horror y la sangre. La abuela está convencida de que a los chicos hay que contarles historias para que se duerman. Pero no advierte que sus historias causan en su nieto el efecto contrario: lo despabilan tanto como lo aterran. Y lo aterran tanto como le gustan. Años más tarde, el pibe, al leer Absalom, Absalom!, creerá encontrar a su abuela muerta en el Yoknapatawpha de William Faulkner. Allí, en ese verano sofocante del Mississippi, la tarde en que la vieja Rosa Coldfield le cuenta al joven Quentin Compson la historia familiar. Rosa, al pibe, le parece su abuela. Y él se siente Quentin.
Quien sostenga que esta clase de identificaciones no es uno de los prodigios de la buena literatura, se equivoca. En las historias de Rosa Coldfield imperan corajes y mezquindades, heroísmos y cobardías, ambiciones y derrotas. Al pibe le resulta conocida la voz de Rosa Coldfield y también lo que esa voz detona en Quentin. No son tanto los dramas lo que impresionan, se da cuenta el pibe, sino la manera de contar. Quentin, mientras escucha a la vieja, toma conciencia: esas narraciones lo han convertido, con su resonancia, en una comunidad. En esos años, poco más tarde, el pibe compra otra novela. Se llama Cien años de soledad. Hipnotizado, leyendo sin parar, el pibe comprueba que el autor reproduce el milagro.
Mataderos, Mississippi, Aracataca. Después, en un reportaje, el pibe leerá que el escritor, según dice, aprendió de su abuela el arte de contar. Algún día, se propone ahora el pibe, él también escribirá sobre su abuela. No le preocupa tanto biografiar la abuela, sus felicidades cortas y desdichas largas, sino reproducir su manera de contar. Al pibe, lo que le importa, es eso. Y no otra cosa. Quizá lo logre alguna vez.
“La vida de uno no es lo que sucedió sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda”, escribe ahora García Márquez en el primer volumen de sus memorias, que habrán de ocupar otros dos. Basta entrar en las primeras páginas de Vivir para contarla para darse cuenta de que éste es el gran, formidable, secreto de todas sus ficciones y, por supuesto, también de esta nueva: “Vivir para contarla”. Porque Vivir para contarla es una ficción.
Puede convenirse: cada uno hace con su propia vida lo que puede. Y lo que hizo García Márquez fue escribir otra, quizá la más “realista”, pero también, como debe ser, la más “fantástica”. Frente a la transparencia luminosa de su estilo tan admirable como envidiado (quien diga que no lo admira es un resentido y quien diga que no lo envidia, miente), no hay otra opción que dejarse llevar por esa prosa en superficie tan sencilla, su modo cautivante de presentar los personajes, las descripciones, los hechos. Realismo puro. Pero además, fantasía. Sus memorias, entonces, pueden ser leídas también como una novela de aventuras, donde la principal peripecia consiste en el arte de contar. Esa sencillez del contar es fruto de una voracidad de lector insaciable complementada con las lecciones aprendidas en escrituras presuntamente espurias, en redacciones de periódicos y revistas, en las marchas y contramarchas de los guiones cinematográficos. Ese oficio proviene también del arte de escuchar.
Entonces, al leerlo, se experimenta algo parecido a una revelación: quizá todo chico sin una abuela narradora es un huérfano literario, me digo. Pero las revelaciones de la literatura, se sabe, son imposibles de transmitir. Suelen pertenecer al orden de la intimidad. Se cree haber dado con una respuesta. Y esa respuesta es perentoria; mantiene oculta, más tarde que temprano, una nueva pregunta. El lector que soy ahora, al leer un adelanto del libro, quiere más. Porque como el pibe que fue, ruega para que el cuento no se termine.

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