Dom 13.10.2002
libros

La edad de la inocencia

POR ALAN PAULS

Leyendo a García Márquez me hice estructuralista (aclaremos que promediaba la década del setenta, de modo que la que me tocó sufrir a mí debe haber sido la más inofensiva de todas las conversiones que entonces flotaban en el aire). Había entrado en Cien años de soledad con una mezcla de inercia y entusiasmo, empujado por el envión seco, casi perfecto, de El coronel no tiene quien le escriba y arengado, al mismo tiempo, por el voluntarismo eufórico de la revista Crisis, donde el boom de la literatura latinoamericana era la estructura elemental de un parentesco que hermanaba a próceres como el mismo García Márquez con Otto René Castillo, Oscar Collazos y muchos otros delfines de las letras y la revolución.
Recién había entrado en el libro cuando algo me frenó, algo que no era sólo la ideología de exuberancia imaginativa que promovía, tan enemiga de la chirriante sequedad rioplatense que yo abrazaba: era justamente, creo, la lógica de la familia Buendía. Rápidamente ese festival de homónimos, dobles y repeticiones se me volvió impenetrable como una fronda. No pude seguir. Hasta que alguien –un alma que entonces me pareció caritativa y hoy, a la distancia, el colmo de la vocación corruptora– me comentó que había un libro sobre Cien años de soledad que empezaba con un árbol genealógico de los Buendía. Era Cien años de soledad: una interpretación, el clásico de Josefina Ludmer. Lo compré, lo abrí, transcribí (con la ilusión de memorizarlo) el armazón del linaje Buendía en una hoja cuadriculada y lo leí de un tirón, con toda la avidez y el furor que me habían quedado truncos tras la fallida incursión por la novela de García Márquez. Cuando terminé, el tour mágico y maravilloso que proponía Cien años de soledad había quedado lejos, muy lejos, pálido, muy pálido –como quedan los libros cuando se los recuerda después de no haberlos leído–, eclipsado o más bien desalojado por Ludmer, Lévi-Strauss y todo el gang de cirujanos del sentido a los que dedicaría mi atención el resto de la década y los primeros años de la siguiente.
Salvo una reincidencia con El otoño del patriarca, rápidamente abortada por la comparación con su Otro Yo en el departamento de novelas sobre dictadores (Yo el supremo de Roa Bastos), metí todo García Márquez -incluso los libros que me habían gustado, como El coronel... o Relato de un náufrago, y sus magníficas crónicas periodísticas– en esa gaveta extraña, que probablemente diga más sobre nosotros que sobre lo que encierra, donde se desleen o infantilizan los libros que supieron aprovecharse de nuestra inocencia de lectores y cuyos autores más afortunados se llevan el Premio Nobel.
Hasta que en 1987, harto ya de prejuzgar y con muchas ganas de conocer Cuba, gané una beca para hacer un taller de guión en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños y lo conocí. En todo prejuicioso profesional late el descaro del groupie. El que yo amordazaba no se decepcionó. Gabo en Cuba era SuperGabo, el primer Escritor Con Poder que yo veía en mi vida: un literato orgánico estilo Caribe, esto es: una mezcla de emperador y chofer, de diplomático plenipotenciario y compañero de parranda, que se sabe capaz de ocupar todos los puestos del escalafón porque ninguno de ellos afectará jamás la relación de íntima paridad que mantiene con el capo di tutti capi (Fidel).
A lo largo de un mes, este hombre zumbón, tan preocupado por los espectadores que parecía su abogado universal, convirtió el taller en un verdadero trabajo práctico de confraternidad latinoamericana y luchó por enhebrar las ocurrencias de sus doce integrantes –todos de nacionalidades diferentes– en un único argumento para cine. No tengo en mente sus pormenores, pero creo recordar que en alguna parte un sombrero, un bastón con empuñadura de nácar o un coche decrépito cobraban vida, daban un golpede Estado, desplazaban a la pareja protagónica –unos turistas afables, pero algo tarambanas– y llevaban la historia –una versión soleada de After Hours de Scorsese– hasta un final irónico, pero feliz.
De ese mes glorioso me acuerdo también de los zapatos de García Márquez, unos mocasines blancos, como de tiza; de cómo gruñía bajo los bigotes cada vez que la historia se empantanaba; del tarifario secreto en el que se apoyaba para traducir los adjetivos del guión al idioma del dinero (“A ver: ¿cuánto le va a costar a nuestro productor esta fiesta fastuosa?”); de sus infidencias sobre la vida privada de Fidel, tan vívidas y detalladas que todos las dábamos por falsas; de su incontenible vocación autorreferencial, que de buenas a primeras conectaba cualquier problemita que frenaba la construcción de nuestra historia con la semilla de papaya, el providencial desperfecto informático o la estrofa oportuna de Agustín Lara que alguna vez lo habían liberado a él de algún bloqueo similar. Si no quedaron rastros de ideas es tal vez porque no las hubo; porque el credo de García Márquez, propenso al decálogo, la ecuación, el ejemplo, el pragmatismo (“Si no puedes seguir, apaga el pinche ordenador y no vuelvas a encenderlo hasta la mañana siguiente”), las considera innecesarias o -puesto que son el colmo de lo antinatural– zancadillas intelectuales.
“Escritores, guionistas, cineastas: no somos más que contadores de historias”, repetía con hastío. Usaba ese viejo axioma populista para burlarse del mito aristocrático del escritor, pero también para mantener a raya a los que intentaban deslindar la reflexión sobre la práctica de escribir de los pintorescos manuales de autoayuda. En rigor, esa didáctica de la inocencia incluía la espontaneidad, la vocación primitivista y el fetichismo de la experiencia de “lo” latinoamericano, pero también la obsesión por la eficacia, la legibilidad y la seducción de la industria cultural norteamericana. Imaginación latinoamericana + formato Hollywood era la fórmula de síntesis en la que confiaba para competir con el Imperialismo Narrativo.

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