NOTA DE TAPA
Gabo, espiando debajo de la alfombra mágica
Por Juan Forn
POR JUAN FORN
Hemos oído hasta el cansancio que el origen del mundo narrativo de García Márquez son las historias que le contaba su abuela en Aracataca. Pero eso, en todo caso, sólo explica de dónde viene la materia narrativa de su obra, no la estrategia para convertir esa materia prima en un artefacto expresivo tan contundente. La renuencia de GGM a la hora de hablar de su proceso creativo es igualmente legendaria (“Nunca leo lo que escriben de mí: tengo miedo de descubrir mis propios trucos y ya no poder repetirlos”, ha declarado mil veces, con coquetería más bien irritante), pero hace unos meses, en un documental de la televisión francesa, dijo inesperadamente que la técnica de un escritor consiste en “convertir un texto en una verdad literaria”, que un método no es más que “una suma de clavos y tornillos para construir un ritmo respiratorio que no se pueda romper, porque entonces el lector despertará”, y a continuación procedió a desmontar La metamorfosis de Kafka y a explicar cómo había homenajeado él mismo ese texto impecable más de treinta años después en Crónica de una muerte anunciada.
Gran parte de la renuencia de GGM a hablar de su obra se debe a que él mismo fue quien echó a rodar aquella historia de su abuela, así como, durante años, él mismo estimuló a sus lectores a creer que el método elegido para ponerlos en trance era la simple puesta en práctica de una herencia genética: él se había limitado a unir la historia y reconstruir por escrito aquel florido lenguaje oral. Algo de cierto hay en ese ocultamiento. Podría definirse el estilo GGM como una gran mistificación argumental a través de una formidable mistificación verbal. Explotando al máximo los beneficios de la lengua caribe (esa lengua que ignora con tal naturalidad el temor a lo cursi y a lo retórico que con ella parece que se pudiera contarlo todo), GGM ha construido un estilo verbal de un encanto infeccioso. Tan infeccioso que disimula hasta la invisibilidad su habilidad estructural, su endiablado conocimiento de los mecanismos de la ficción.
Siempre me ha llamado la atención cómo se sobreestima esa mistificación verbal y argumental (que ya es marca de fábrica y cliché del realismo mágico) a la hora de juzgar literariamente a GGM. En el mejor de los casos, sólo se repara en su habilidad técnica en algunos de sus textos más cortos (especialmente en El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada). Pero bastaría revisar con atención el larguísimo capítulo de apertura de El amor en los tiempos del cólera y el modo extraordinario en que dialoga sucesivamente con los capítulos restantes, por citar sólo un ejemplo (y si quieren un ejemplo de naturaleza radicalmente diferente, relean Noticia de un secuestro a la luz de Relato de un náufrago), para ver que el tipo es capaz de hacer los mismos malabarismos con cinco platos en el aire, con cincuenta o incluso con quinientos.
Eso es lo que lo hace tan grande, en mi opinión: lo que GGM pone por debajo de esa alfombra mágica conformada por su descabellada capacidad inventiva y la formidable expresividad de su tono narrativo. El modo en que acomoda pieza por pieza cada uno de los bloques y capas de sentido con que construye sus libros y sus piezas periodísticas, hasta lograr que cada texto se convierta en una extraordinaria puesta en escena del misterio que hace de la lectura una actividad tan adictiva. No es casualidad que uno tenga la sensación, al leerlo, de que él mismo está leyendo el libro con nosotros, de que el propio GGM se está contando la historia a sí mismo al tiempo que nos la cuenta a nosotros, como si no la conociera. Es que resulta evidente que GGM disfruta tan inmoderadamente de un relato que le cuentan (en forma escrita u oral) como de uno que cuenta él mismo. Su concepción de la literatura no separa emisión de recepción; la vara es la misma porque son una misma cosa para él. Por eso escribe hasta cuando habla; por eso lee hasta cuando escucha o cuando mira distraídamente a su alrededor. Por eso difumina con tal impudor las fronteras entre periodismo y narrativa, así como entrelaza impunemente los relatos de hechos y emociones con los relatos de ideas, lo fantástico con lo real, lo político con lo mítico, hasta hacer invisible el zurcido que los unió. Y por eso, quizá, por la naturalidad con que lo hace, nunca se le reconoce su real valía como practicante magistral del mestizaje de géneros.
Creo que esa aparente y espectacular simplicidad con que GGM entiende y practica la literatura es precisamente lo que le permite que nada de lo humano le sea ajeno y que la forma literaria que le ha dado a esa visión del mundo no cese en su elocuencia, salvo cuando nos imponemos esa estúpida distancia que nos lleva a abstenernos de ciertas cosas porque gustan demasiado a demasiada gente. Leer a GGM es caer automáticamente bajo su influjo, en los sesenta y ahora, en Buenos Aires y en Timbuktú. El lector puramente hedónico se deja llevar por los libros de GGM y llega al final tan fascinado como atónito. El lector “impuro” (léase escritores, teóricos y estudiantes de literatura) no se conforma con esa lectura: al terminar el libro procede a desarmarlo como se desarma un reloj. Y lo que descubre, al rearmarlo, es que el artefacto sigue milagrosamente funcionando, con la misma precisión, le guste o no le guste a quien lo desarmó.
El mecanismo GGM sigue funcionando a esta altura simplemente porque no es un truco: es una estética, tan precisa como fulgurante, tan accesible como refinada. Y, en mi opinión, es uno de los puntos más altos a los que puede llegar la literatura: lograr que los lectores más disímiles lleguen, por diferentes caminos, al mismo punto. Hablar con similar elocuencia a todos esos lectores posibles, y a cada uno de manera distinta. Convertir el rito solitario de la lectura (y de la escritura) en una patria multitudinaria y, a la vez, en la relación más íntima que cabe imaginar con otro ser humano.