Domingo, 5 de octubre de 2008 | Hoy
El colombiano Andrés Caicedo fue sinónimo de muerte joven. Vivió aceleradamente pero, a diferencia de otros mitos, dejó obra. Ahora llega a la Argentina su novela ¡Que viva la música!, donde punk y salsa son una sola contraseña.
Por Martín Pérez
¡Que viva la música!
Andrés Caicedo
Editorial Norma
206 páginas
Chico-conoce-chica es como se resume el disparador narrativo más clásico que se puede ver en un cine. Cinéfilo hasta la muerte, la historia que el colombiano Andrés Caicedo cuenta en su única novela publicada en vida podría resumirse como: Chica-no-conoce-a-ningún-chico. O, en realidad, Chica-no-deja-de-conocer-chicos. O, mejor dicho: Chica-conoce-música. Y más música. Y aún más. Porque la historia que el mítico colombiano Andrés Caicedo narra en ¡Que viva la música! es la de una adolescente pasión desmedida por la vida y por el momento, y qué mejor que la música para resumir algo semejante. Su protagonista es una niña bien, una peladita, o sea, una pibita, según el argot local. “Soy rubia. Rubísima”, son las primeras palabras de un viaje hasta el fin de la noche –de muchos días y muchas noches– que María del Carmen Huerta realiza del norte acomodado de Cali hacia el sur más humilde, y del rock de los privilegiados hacia la salsa de todos. Una especie de urbanísimo En el camino que, en realidad, no va hacia ningún lado, no atraviesa nada salvo la conciencia y la memoria, un road libro que apenas si se mueve en el mapa, pero en el que su voz narrativa en primera persona realiza todas las piruetas posibles, llevando hasta el límite eso llamado vida, y también eso otro llamado escritura, apasionándose en su extraña cotidianidad de una manera que poco se ha leído en castellano. Y mucho menos treinta años atrás, que es de cuando data ¡Que viva la música!, cuya edición argentina acaba de llegar a las librerías locales.
“Vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bien parecido...” es el lema del rock más trágico y romántico, y Caicedo lo siguió a rajatabla, suicidándose a los 25 años, apenas editada la historia de su María del Carmen. Tartamudo y cinéfilo, más que vida rápida lo suyo fue el consumo rápido de la cultura popular y masiva, todo películas y rock and roll, fundando la Cinemateca de Cali, escribiendo muchas páginas sobre cine, novelas, relatos y obras de teatro, y actuando en películas que codirigió y guionó. Según explica un entusiasta Fabián Casas desde el prólogo, Andrés reescribió aquel lema rocker como “Muere joven y deja obra”, y es así que desde aquel 1977 suicida hasta ahora se han ido editando toda clase de escritos póstumos, que sus familiares y amigos encontraron en un baúl luego de su muerte. “La literatura fue un sucedáneo de la contracultura en lugares donde no había una escena musical”, aclara Juan Villoro desde la contraportada de ¡Que viva la música!, explicando de alguna manera cómo es que Colombia no tenga sus bandas de rock y sí un escritor rocker desde hace tres décadas, y que un país como el nuestro, que tiene rock desde hace cuarenta años, no pueda acreditar no ya un contemporáneo a Caicedo, sino siquiera un heredero. Lo más que se acerca a su literatura desde estas costas y esos tiempos es el relato de los náufragos del primer rock nacional, inmortalizados por Miguel Grinberg en el fundacional Cómo vino la mano. O el relato coral de la época recogido por Víctor Pintos en su profusa biografía de Tanguito.
“Caicedo nunca llegó a transformarse en mi ídolo, porque lo conocí demasiado tarde”, confiesa en su libro Apuntes autistas el chileno Alberto Fuguet, que acaba de poner a punto una suerte de autobiografía del colombiano a partir de sus diarios, cartas y otras fuentes. Y agrega: “De adolescente, me hubiera parecido un héroe. Ya más grande, más armado, Caicedo me pareció intensamente adolescente. En el mejor, y el peor, de los sentidos”. Algo parecido sucede con ¡Que viva la música!, un libro urgente que al mismo tiempo parece congelado en un limbo sin tiempo, profundamente fechado pero que termina resultando muy actual en su búsqueda vital. Por momentos agotador, en otros inspirador y siempre lírico, pero sin pretender ser más poético que –como bien señala Casas en el prólogo– el habla popular cuando se libera del cliché de la comunicación diaria, lo más sorprendente del camino de sexo, droga y rock’n’roll de la primera y única novela publicada en vida por Caicedo es cómo su protagonista va más allá de Los Rolling Stones, pero no en un arrebato nacionalista, sino en búsqueda de una vitalidad e inmediatez que el rock supo encontrar, en aquel mismo momento y en su centro, en el punk. Así es como Caicedo descubre (o inventa) su punk, que se llama salsa. Y su efímero Johnny Rotten desafiante, gay y cocainómano se llama Bobby Cruz, en realidad casi un Elvis en su decadencia, pero terminal, salsero y bien punk.
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