Louise Welsh aprovecha el género noir para disparar sus tramas hacia territorios ignotos. En El truco de la bala incursiona en los misterios de la psiquis de un mago y se convierte, ella misma, en una ilusionista.
› Por Fernando Bogado
El truco de la bala
Louise Welsh
Anagrama
384 páginas
Nada por aquí, nada por allá”: frases introductorias de cualquier acto de magia que se precie, que juegue con el género del hacer desaparecer, reaparecer o desmembrar, ese que –como cualquier sesión con el psicoanalista– tiene un objetivo final determinante: volver a unir, mostrar completo, dejar en suspenso al espectador hasta el próximo encuentro. Y si es de nuestro gusto establecer una comparación de la performance de un mago con la literatura –y, por supuesto, con esa cosa todavía en vigencia que se llama policial–, sabemos de antemano que el vínculo entre estas dos prácticas va por el lado de la palabra: despistar con algunas oraciones, párrafos o capítulos, y después el sorpresivo final. Louise Welsh construye en su reciente novela, El truco de la bala, una gran obra que se enmarca en el policial noir para salir rápidamente de él a fuerza de estilo y personajes muy bien construidos.
William Wilson, un mago escocés cuya (inicialmente) prometedora carrera se ve limitada por la escasa respuesta del público, acepta un trabajo un tanto extraño conseguido por su agente londinense: entretener a una multitud de policías en la fiesta de despedida de uno de los miembros más importantes del destacamento recientemente jubilado, el inspector James “El mago” Montgomery. La celebración tiene lugar en un club privado del Soho, y William no la tiene fácil: un montón de hombres molestos que esperan el acto siguiente, el strip-tease simultáneo de la pareja de señoritas conocidas con el nombre de Las Divinas. ¿Dónde está el misterio? En el sobre que ese mismo día Montgomery tiene en su saco, uno cuyo contenido compromete al dueño del bar, o para ser más exactos, a su padre fallecido, portador del mismo nombre: Bill Noon.
Hagamos cuentas: Wilson no tiene dinero debido a su carrera casi fracasada y a su resistencia a abandonar ciertos vicios (alcohol, mujeres, apuestas); Bill quiere desesperadamente ese sobre que compromete a su familia y que Montgomery lleva consigo como si fuera el tesoro más preciado de la Tierra; el lugar está hasta la médula de policías de las más variadas categorías: ¿quién mejor que un mago para apropiarse del sobre por unos cuantos billetes? Las cosas van mal, claro: Wilson termina quedándose con el dichoso sobre a su pesar, y Montgomery (entrenado en todo tipo de desapariciones, no solamente las ilusorias) no duda un segundo en encargarse él mismo de capturar al mago en fuga, quien visita con desespero modernista ciudades como la propia Londres, Berlín y Glasgow.
El texto de Welsh recurre a una estructura bastante clásica del noir como un molde en donde puede desarrollar los conflictos personales, las angustias, la personalidad misma de William Wilson (nombre que le guiña un ojo a Poe). Los mejores momentos de la novela son aquellos en donde el lector pierde de vista que el personaje está siendo perseguido, demorándose –por ejemplo– en el ambiente de los bares berlineses en donde Wilson intenta obtener algo de la gloria que prometía al comenzar su oficio. La aparición de Sylvie, una chica norteamericana de boca carmesí, dientes perfectos y oficio enigmático, devenida luego en la hermosa ayudante del mago (sí: la femme fatale), está llevada con el tiempo justo, con la descripción exacta como para concentrarnos más en lo que pasa entre ellos en lugar de tratar de revelar cuál es el misterio que el inspector quiere mantener sin revelar.
Louise Welsh, de nacionalidad escocesa y proveniente del negocio de las ventas de libros de saldo, cuenta con dos novelas anteriores que también incurren en el policial o el suspenso para llevarlo a otro lugar: The cutting room (2002, publicada también por Anagrama como El cuarto oscuro) y acreedora a numerosos premios, y Tamburlaine must die (2004). En El truco de la bala, Welsh se convierte ella misma en una ilusionista que sabe mantener entretenido al público mientras debajo de la capa mueve sus dedos con la pericia del mago que lleva varias presentaciones en sus espaldas. “Nada por aquí, nada por allá”, dice, y quita con velocidad el manto rojo para descubrir la identidad de la misteriosa silueta: estemos seguros, muchas veces conviene no averiguarla jamás.
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