Domingo, 9 de noviembre de 2008 | Hoy
Por Claudio Zeiger
En muchos de sus tramos la Historia es lisa y llanamente horrorosa. Pero nunca es indecible. Los relatos de los campos de concentración, los relatos de los sobrevivientes del horror, las historias de los fusilados que viven, de las víctimas, de los prisioneros, de los torturados pueden ser horrorosas pero no indecibles. Y si hay algo que llama la atención desde el comienzo en estas Memorias del calabozo, es que hasta la más extremadamente solitaria experiencia de cautiverio, siempre, de alguna forma, se puede contar. El “experimento” testimonial de este libro consiste, justamente, en armar el núcleo de la conversación a partir del aislamiento, el silencio, la incomunicación. Entre otras cosas, Memorias del calabozo, de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, es la historia de la invención de un lenguaje. Lenguaje de golpeteos a través de las paredes. Lenguaje de gestos mínimos, cargados de sentido. Y también, es otra versión de una posible Historia de la locura, a partir del declarado objetivo de militares uruguayos, de volver locos a los prisioneros, según se enteraría Rosencof por un periodista de la BBC.
Los hechos: “Una noche de septiembre de 1973, nueve militantes del MLN fuimos sacados, por sorpresa, de cada una de nuestras celdas en el Penal de Libertad. En la soledad de la helada madrugada de ese invierno creciente, hasta el motor de los camiones que nos aguardaban parecía querer hablar en voz baja para que los demás presos (miles) no oyeran. Para que nadie se enterara de lo que allí comenzaba a hacerse. Era, lo fue desde un principio, un traslado vergonzante. Ese largo viaje de los nueve rehenes de la tiranía duró, exactamente, once años, seis meses y siete días. Hubo, en la historia de la humanidad, vastamente torturada, muchísimos antecedentes. (...) Adolfo Wasem, Raúl Sendic, Jorge Manera, Julio Marenales, José Mujica, Jorge Zabalza, Henry Engler, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández fuimos los nueve señalados por la pezuña de la tiranía. Muchos de nosotros, presos y torturados varias veces en la década del sesenta. Todos presos y torturados en el año 1972. Algunos, torturados nuevamente en 1973 antes del secuestro que nos transformará, refinamiento nuevo, en rehenes”.
Categoría, rehén: cualquier cosa que hicieran los tupamaros “afuera” podría ser contestada adentro de los calabozos con castigos o muerte de los nueve prisioneros selectos. Eran trasladados de a tres de cuartel en cuartel, aislados, encerrados en calabozos minúsculos, sin baño, sin luz, apenas alimentados, sin poder hablar o intercambiar nada con nadie. Para matarlos de a poco o enloquecerlos.
Es difícil transmitir las experiencias que desgranan Rosencof-Huidobro a lo largo de 500 páginas porque en cierta medida glosarlas es calificarlas, atenuarlas. Y también es quitarles el tono de quienes lo han vivido. El humor, el sarcasmo o la ironía es legítima en ellos, en sus palabras. Lo que sí nos permitimos discrepar es cuando afirman “decidimos no hacer literatura con la grabación”. Sólo dan testimonio y lo vuelcan en una larga conversación apenas retocada. Y no es porque uno vaya a decir no, no, muchachos, lo de ustedes es literatura, no vayan a creer, sino porque Memorias del calabozo recrea la experiencia profundamente literaria del aleph: un mundo se mira desde el minúsculo agujerito de un sótano, desde un recoveco. Y más: como ese paisaje del universo va perdiendo sus contornos hay que acomodarlo, reinventarlo, reponerlo, imaginarlo. Se dispone de muy pocos elementos, una minúscula y disparatada caja de herramientas, pero cuando éstas se potencian, es posible “inventar” el mundo hasta forzar sus límites.
La experiencia de los rehenes efectivamente roza la locura todo el tiempo, pero es una locura increíblemente autoconsciente. Entre el afuera y el mundo imaginario está la situación. Lo que ocurre es que la situación en sí es insoportable. El calabozo, la mazmorra, se convierten en habitáculo de la fantasía, trance, viaje que transporta a un más allá. Esos relatos también forman parte de estas memorias.
Que alguien te quiera volver loco no significa que a su vez no esté loco. Memorias del calabozo es un tratado sobre la racionalidad y la irracionalidad de unos y otros. Por eso resulta interesante la visión de la vida de los cuarteles que tienen los prisioneros. A lo largo de los años, “deducen” un verdadero tratado cuartelero, radiografiando el alma militar desde los soldados a los comandantes.
Curiosamente, este libro fue uno de los motivos por el que estos hombres insólitos sobrevivieron a lo casi imposible, a lo casi indecible. Es el famoso vivir para contarla, no para vanagloriarse sino para dar testimonio en el más riguroso sentido del término, como motivo de vida. Rosencof y Fernández Huidobro se juramentaron: quien sobrevive, lo cuenta. Y sobrevivieron los dos.
“Esto es un testimonio de vida. Aquí no hay rencor, no hay deseo de venganza, no hay deseo de adjetivar desmanes que jefes, oficiales y clases hicieron con nosotros, sino que antes que todo es un canto a la vida, una reafirmación vital.”
FH: Allí, en Santa Clara, iniciamos nuestras comunicaciones a través de la pared.
MR: Golpe a golpe nos abrimos una ventanita clandestina a la vida.
FH: Llegamos el 8 de septiembre de 1973 y vamos a vivir nuestras primeras fiestas, Nochebuena, Navidad, en el cuartel. Yo había vivido unas cuantas en distintas cárceles y en otros cuarteles, pero no en estas condiciones. Me acuerdo de que la Nochebuena fue un día especialmente angustiante, para mí, por lo menos. Hasta ese momento no teníamos comunicación ninguna. Cada cual vivía en su calabozo, metido en el marco de sus propias especulaciones. Todavía seguíamos esperando ser trasladados de vuelta a la cárcel de Libertad, cuando cumpliéramos la sanción que entendíamos estábamos cumpliendo. En Nochebuena le dieron licencia al personal, más o menos alrededor de las 2 de la tarde. Hubo un asado, para todos, a mediodía. Cuando aquella “licencia” se fue, el cuartel quedó vacío. Quedamos en él la guardia estricta y nosotros. Se hizo un silencio sepulcral, que a mí, por la fecha, me oprimió el alma. Y por la sensación grande de soledad. Porque uno al final se acostumbra a los ruidos del cuartel y, cuando el cuartel se vacía, siente más la soledad. Ese día hacía calor. Mucho calor.
MR: Esa noche hubo un sonido que acentuó aun más la sensación que describías, y que compartimos, y es que empezamos a oír a lo lejos una batucada, que duró horas.
FH: A lo lejos. Un festejo, sí, a lo lejos, oí también un acordeón. Me había hecho el propósito de no desmoralizarme. Son esos momentos de depresión que vienen en ciertas circunstancias. Quise fijarme la idea de que ése era un día como cualquier otro. Pero esa noche la batucada nos golpeó emotivamente de la misma manera a los dos, y llegué a la amarga conclusión de que no, de que, a pesar de todas mis fuerzas y mis propósitos, no era una noche más, era una noche especial, era Nochebuena. Comimos temprano.
MR: Esa noche, yo aguardaba ansioso e impaciente que entregaran comida: había cordero. Me consta que era cordero porque reconocí los huesos. Comimos peor que otros días.
FH: Nos entregaron los huesos. Los restos de la comida de la guardia. De manera que nos acostamos a dormir temprano. (Con los años, nos acostumbramos, porque pasamos tantas fiestas en los cuarteles...). Ya llevábamos varias horas de sueño cuando nos despertaron los cohetes...
MR: ¿Vos te das cuenta de lo que dijiste? Pasamos tantas “fiestas” en los cuarteles...
FH: ¡Pasamos tantas nochebuenas y navidades y años nuevos en los cuarteles!
MR: Un año oímos menos cohetes que en otras oportunidades y barajamos que se había venido la crisis, que la cosa no daba ni para cohetes. No dejaba de ser un mensaje popular, aquél...
FH: Por aquel entonces los días para nosotros eran tan inhóspitos (por todas las agresiones que vivíamos), que empecé a desear que llegara el momento de poder dormir. Para evadirme, por la vía del sueño, del mundo en el cual estaba viviendo. Es una experiencia que me asombró mucho, en el calabozo, porque pensé que nunca podía ser posible algo así, durante años. Que un ser humano deseara desaparecer para no vivir la crudeza de lo que estaba viviendo. Cada mañana, cada despertar, era un nudo tenaz en la boca del estómago.
MR: El sueño era reintegrarse a la vida y el despertar, la pesadilla.
FH: Cada amanecer era esperar y calcular qué cosas nefastas nos iban a pasar ese día.
MR: Los sueños son tan cretinos, que a veces ni en sueños –a mí por lo menos– me aflojaban; soñaba que la puerta se abría, que entraban, me embolsaban. Restos diurnos, Ñato.
FH: Lo cierto es que al otro día nos levantamos y era Navidad. El cuartel permanecía quieto, inalterable. Hubo que luchar mucho para poder ir al baño. Se repitió la anécdota de la comida. Había comida especial, ese día, como la hay en todos los cuarteles en Navidad y Nochebuena, y nosotros recibimos los restos. En la tardecita, ya avanzada bastante en soledad, se me ocurrió, por primera vez, tratar de comunicarme contigo.
MR: Era un asunto que me danzaba en la cabeza, porque teníamos un régimen escaso de comunicación, con sólo dos tipos de señal. Ta, ta, tara, ta, ta, ta, que significaba “estoy bien”. Y el golpe seco, que quería decir “alarma” o “peligro”.
FH: Hasta ese momento teníamos nada más que esas dos señales. Una: estoy bien. Y otra: peligro. No necesitábamos más, porque cada uno especulaba que iba a volver a una cárcel. Por lo tanto no sentimos, durante meses (aunque estábamos bastante agredidos por el mundo externo), la necesidad de comunicarnos. Por un lado la soledad y la fecha, y por otro el pasaje del tiempo (ya llevábamos más de tres meses en esas condiciones), fueron los motivos para tratar de golpear la pared. Esta vez no para dar una señal de “bien” o de “peligro”, sino para tratar de comunicar una palabra.
MR: Había que inventar un idioma, no teníamos claves previas.
FH: Partí de la base de que, si comprendías que te estaba trasladando una palabra y, si la comprendías, ibas a desentrañar el código. Por eso la primera que se me ocurrió trasmitirte, dado que era Navidad, fue la palabra obvia. Pensé: si no me entiende, va a deducir que lo que cualquiera dice en Navidad a otra persona es eso. Entonces, el primer código que se me ocurrió inventar fue simplemente tomar el alfabeto, contar las letras y: a la “a” un golpe, a la “b” dos golpes, a la “c” tres golpes.
MR: ¡La “t” 17!
FH: Cuando me sentaba en el rincón que daba a tu calabozo, sentía el roce de tu cuerpo. Entonces comencé a rascar con la uña la pared. Vos comprendiste inmediatamente y comenzaste a rascar desde el otro lado como diciendo: “Acá estoy”.
MR: Me senté contra tu ruido, espalda contra espalda, muro por medio, con mi perfil izquierdo hacia la mirilla, porque teníamos centinela a la vista. Con la mirada perdida hacia el rincón opuesto, doblaba mi brazo derecho tras la espalda, primero con las uñas, como tú recordarás y después con el nudillo del dedo medio.
FH: Donde desarrollamos un callo,
MR: Que te trajo aquella complicación el día de la visita.
FH: Porque mi hija se dio cuenta y me preguntó por qué lo tenía.
MR: Lo que nos produjo una alarma enorme, porque el oficial que asistía a la visita podía deducir lo que estabas haciendo.
FH: Luego, durante más de una década, hablamos así. No teníamos otro sistema y llegamos a desarrollar una gran velocidad. Pero aquella primera vez la cosa fue lenta y trabajosa. Me acuerdo de que te trasmití de la siguiente manera: 6 - 5 - 10 - 8 - 3 - 8 - 4 - 1 - 4 y luego te hice la señal de “bien”: 1 - 4 - 2.
MR: Alfabeto que después logramos simplificar.
FH: Pero éste fue el primero. Muy lento, además, en el ritmo. Tu respuesta fue un profundo silencio. Me quedó la duda. Cuando comencé a golpear de nuevo, por si no habías entendido, vos me hiciste entender un “Callate la boca”; golpeando desordenadamente pero de un modo muy elocuente. “No me interrumpas”, me querías decir.
MR: Aún no asociaba las letras a los golpes, así que arranqué un pedazo de revoque y, como si estuviera jugando, a un costado, marcaba en el piso el número de golpes, para después traducirlo a letras.
FH: Entonces, de pronto, después de un rato de angustioso silencio, me contestaste de una manera muy nerviosa: “bien”. ¡Habías entendido! Luego me comenzaste a trasmitir, también lentamente, la misma palabra, con los mismos golpes. Y yo te contesté, de la misma manera, que estaba todo “bien”, que también había entendido 6 - 5 - 10 - 8 - 3 - 8 - 4 - 1 - 4: felicidad.
MR: La aparición del dedo de Dios se expresó en Santa Clara, 1976, a través de los dientes de un ratón que, en un rincón del calabozo, horadó una salida a su red subterránea. Al principio no comprendí ese mensaje divino y quedé medio preocupado por tener que cohabitar con roedores que durante la noche me caminaban por arriba. Hasta que me di cuenta de que aquello servía de mingitorio y pasé a tener calabozo con baño privado. Podía orinar ahí, a discreción, ante el desconcierto de los roedores, que veían caer sobre sí chaparrones bajo techo.
FH: El Pepe no tuvo la misma suerte y comenzó una lucha denodada por la obtención de un servicio o de algún recipiente. De nada vale pelear para que te lleven al baño, sabiendo que no te van a llevar: lo mejor es tener un recipiente en la celda. Exigía que le entregaran una pelela que su familia había traído y que estaba autorizada; pero no le daban bolilla.
MR: Pepe tenía un grado de incontinencia mayor que nosotros.
FH: Lo tiene aún ahora, él estaba reventado de la vejiga.
MR: Lo que hacía que juntara pañuelos y trapitos que llamaba “pañales” y se los colocaba en la ingle. Todas las mañanas tenía que sacárselos y orearlos. Era una situación desesperante.
FH: A raíz de las heridas que Pepe había tenido en el tiroteo, padecía diarrea crónica. Todo este proceso al cual vamos a ser sometidos en estos años termina reventándole la vejiga, y después a nosotros. Su familia había hecho una gestión a nivel del Comando de la División para que lo autorizaran a tener una escupidera, y el señor comandante en jefe de la División de Ejército Nº 4, con su firma de puño y letra, autorizó, pero, como de costumbre, la orden “a favor” no era cumplida.
MR: Te das cuenta de que en un rapto de humanidad, el futuro presidente de la república certifica con su firma la autorización para que un recluso reciba una escupidera... y ni aun así se la entregaban.
FH: Entonces Pepe hizo una cosa genial; luego de arduas batallas, todas perdidas, un día en el que había una gran fiesta en el cuartel, en la cual eran invitados civiles, notables de la localidad, Pepe, con toda alevosía, esperó que la plaza de armas estuviera llena de tan preclaras presencias. Me lo imagino: señoras esposas de oficiales, señoras esposas de los “notables” del pueblo... Entonces comenzó a gritar por la ventana desaforadamente, que se estaba meando y que por favor... El señor mayor de la unidad que nunca venía al oír nuestros gritos y nuestros llamados, vino a la carrera a pesar de su falta de entrenamiento, porque hacía muchos años que este hombre no debía hacer en absoluto, y bajo ningún concepto, gimnasia bélica.
MR: A los oficiales, en la medida en que ascendían de grado, les ascendía el vientre. Llegaban redondos a las más altas graduaciones; pero aquella vez oímos llegar al mayor con pasos vertiginosos. Dio la curva para entrar a los calabozos patinando con sus enormes botas de caballería y entonces oímos la voz meliflua: “¿Pero qué le pasa, Mujica, qué necesita?”. “La escupidera que está en el S2”. “Pero faltaba más, enseguida la va a tener, quédese tranquilo”.
A los pocos minutos abrieron el calabozo de Pepe y el sargento, rodeado de la debida custodia, le hizo entrega de una preciosa, flamante y plástica escupidera que, después supimos, era rosada; aún la tiene.
FH: Uno imaginaba el calabozo de Pepe con una escupidera luego de años...
MR: Nosotros nunca pasamos de latas de membrillo, y eso en los mejores momentos.
FH: Hasta ese día no habíamos llegado siquiera a la lata. Uno veía ahora que su sueño se había hecho realidad; que en uno de los calabozos, por lo menos, cohabitaba junto con un preso una escupidera, inerme, indefensa, que tenía capacidad como cuatro meadas por lo menos, lo cual era... Yo creo que debe de haber sido uno de los días felices de la vida de Mujica.
MR: Esa pelela va a tener una historia que la hace acreedora de una vitrina en el Museo de la Revolución, si algún día lo tenemos.
FH: Una noche en Santa Clara de Olimar, un cabo estuvo trabajando con una máquina de sumar de aquellas viejas, manuales. Me despertó con ese ruido, me volví a dormir, me volvía a despertar, estuve toda la noche escuchando aquel traqueteo que para mí era muy familiar, porque trabajé años en un banco. Me traía una cantidad de recuerdos y rememoraciones; me volvió a la época de oficina, cuando era muy joven, y me sucedió por primera vez un fenómeno muy extraño, que se me va a dar después de forma reiterada. Al otro día, cuando me levanté, no podía separar de mí el sonido de aquella máquina de sumar (ya no estaba trabajando más el cabo), pero, fundamentalmente, no podía separar de mi cabeza los recuerdos del banco. Entonces me “transporté”; es muy difícil describir lo que sucedió, lo califico como un proceso de autohipnosis; lo cierto es que, no habiendo sido nunca muy bueno en materia de contabilidad, me puse a reconstruir el funcionamiento de la agencia donde trabajaba; sobre la base de recuerdos y deducciones, logré reconstruirla y aprender contabilidad, cosa que nunca supe, ya dije, aparte de las nociones generales.
Inventé contabilidades; me hundí durante aproximadamente una semana en un mar de cifras, datos, deducciones, cálculos, asientos, balances, libros, con una intensidad y una profundidad tal que no pude dormir y –además– todo lo que sucedía a mi alrededor pasaba inadvertido. Perdía en absoluto la noción del tiempo, como si no estuviera en el cuartel. Yo había hablado antes con presos comunes que llevaban muchos años cuando estuve en Punta Carretas; algunos de ellos, la mayoría locos, me decían con total suficiencia que no estaban presos, porque cuando querían se evadían, salían por el muro, iban a los bailes, al barrio, andaban con la gente que querían y hasta tenían mujeres; estaban locos, evidentemente, y yo los escuchaba como a tales; no dudaba de que a ellos les sucediera mentalmente eso, pero yo nunca lo había experimentado en carne propia. Es una sensación agradable, la cabeza está ocupada “a full”, día y noche; lo más extraño es que uno puede estar cinco días sin dormir, aun tirado en la cama, haciendo los cálculos. Comenzaba a tener necesidad de apuntar en cualquier lado, apuntaba en el jabón, en papelitos, con pedacitos chiquititos de grafito que tenía, y vivía entusiasmado en eso, hasta me molestaba, incluso, que me llevaran al baño, que me trajeran la comida, a pesar del hambre.
De pronto, esa situación, que califico de autohipnosis, cesaba lentamente, se iba desvaneciendo; esos “retornos” me causaban lástima y dolor, porque era como volver al cuartel. Este fenómeno me va a suceder muy a menudo y va a tener, cada vez, una duración casi exacta de quince días; ni más ni menos.
A pesar de la sensación agradable que producía comencé a temer que se fuera un camino al desequilibrio; me detuve a pensar qué era lo que me había pasado. Deduje, analizándolo con tranquilidad y fríamente, que nos estábamos trastornando. Empecé a analizar otras actitudes que tenía en el calabozo y las que tenían Pepe y vos; los tres estábamos teniendo, no nos dábamos cuenta porque nos íbamos acostumbrando paulatinamente, síntomas evidentes y cada vez más agudos de desequilibrio. En mi caso, estas “evasiones”, que no dependían de mi voluntad sino que venían abruptamente, se llenaban de cálculos y de números, o de planes muy complicados que requerían una gran concentración mental. Pensé que, de pronto, el cerebro vacante durante meses se lanzaba a correr intensamente.
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