Domingo, 9 de noviembre de 2008 | Hoy
Neal Stephenson, el gurú más prometedor de la ciencia ficción y autor del célebre Cryptonomicón (1999), finalmente publica su esperada nueva novela: Anathem, en la que vuelve a crear un mundo propio muy parecido a éste. Pero más de uno lo visitará sólo para salir defraudado.
Por Rodrigo Fresán
Anathem
Neal Stephenson
Morrow, 2008
937 páginas
Philip K. Dick lo explicó con brillantez en una de sus sombrías conferencias: “Conseguir un planeta que no exista. Ese es el primer paso”.
El segundo paso es –una vez conseguido ese planeta– hacer que exista.
Y exactamente de eso tratan las muy difíciles de resumir 937 páginas de Anathem, palabra que combina los significados de anatema e himno y título de la octava novela de Neal Stephenson (Maryland, 1959) que semanas atrás debutó en el primer puesto en la lista de best-sellers de The New York Times.
Porque en Anathem Stephenson se consigue un planeta llamado Arbre –de historia y cultura y costumbres más o menos parecidos a los de la Tierra– y lo narra y lo hace existir hasta el más mínimo detalle. Así, cerrado el libro, aprendimos tanto sobre Arbre (y sus idiomas y músicas y creencias y cíclicos flujos históricos) como alguna vez aprendimos sobre la entonces incipiente doble vida on line y la mitología sumeria y la entrega de pizzas a domicilio o sobre la perfecta composición de la granola y la codificación secreta de la Segunda Guerra Mundial proyectándose sobre los albores de una era superpoblada por crypto-hackers en las consagratorias Snow Crash (1992) y Cryptonomicon (1999). Obras ambas con las que Stephenson dejó de ser un simple escritor de género y una joven promesa cyberpunk para convertirse, consiguiendo un raro crossover, en una suerte de gurú milenarista y un visionario del futuro inmediato. De la última de ellas –todavía considerada el punto más alto en la obra de Stephenson– un crítico apuntó, ligera y profundamente al mismo tiempo, que con su 918 páginas, Stephenson proponía un magnum opus de la categoría y peso de Mason y Dixon de Pynchon, Submundo de DeLillo o La broma infinita de Wallace; pero que, además, y a diferencia de las anteriores, Cryptonomicon “era divertida”. El comentario aparentemente simple e infantil tenía su complejidad porque –aunque uno pueda argumentar que Pynchon y DeLillo y Wallace son, cada uno a su manera, muy divertidos– lo que proponía Stephenson con Cryptonomicon era una novela de ideas pero, sí, de ideas divertidas. Un feliz y cáustico comentario de ese nuevo mundo que se abría el 31 de diciembre de 1999 con numerosas conexiones ópticas y digitales al pasado y al futuro.
Las tres novelas siguientes de Stephenson componiendo las casi 3000 páginas de El ciclo barroco –publicadas entre el 2003 y el 2004– funcionaron como una suerte de prequel de Cryptonomicon a la vez que conseguían una nueva proeza: combinar la novela histórica hiperculta à la Umberto Eco con el duro tractat científico circa siglo XVII sin por eso privarse de las piruetas de aquellas películas de Errol Flynn con héroe desenvainando espada en escaleras y mástiles. Lectura ardua pero, aún así, otra vez, muy divertida.
El problema es que Anathem –obsesiva y meticuloso paseo por pasillos y claustros de una orden de clausura compuesta por científicos y matemáticos y filósofos de habla orthiana que de tanto en tanto se aventuran en un corrupto mundo exterior de shopping centers y casinos– es asombrosa y admirable, pero no es divertida.
El otro problema de Anathem –acaso el más grave– es que en ella, por primera vez, Stephenson no es original. Y que sus influencias se volverán muy claras para el lector más o menos curtido en este tipo de fantasías. A saber: la lírica planetaria de las novelas hainishianas de Ursula K. Le Guin, la space opera entendida como fresco proustiano de Gene Wolfe, las preocupaciones religiosas de Walter M. Miller Jr. en Cántico por Leibowitz, y el modo en que motivos clásicos de la literatura viajan a las estrellas en las sagas interplanetarias de Dan Simmons. Y a diferencia de todos los ejemplos de más arriba, Anathem no predica con prosa funcionalmente exquisita y peca de solemnidad, lentitud, cripticismo (aquí, otra vez, el desciframiento de códigos como leitmotiv recurrente y stephensoniano vuelve a sostener buena parte de la catedral de la trama) y mesiánica confusión. En Anathem Stephenson parece haber sucumbido a la peor de las tentaciones: el haberse creído su rol como portavoz apocalíptico y médico brujo de la Era Informática.
Así, las numerosas interrupciones de la acción para discutir semánticos puntos metafilosóficos y cosmogónicos (Stephenson advierte en una nota final al lector, acaso demasiado tarde, que Anathem se leerá y comprenderá mejor si se lo considera un vehículo ficticio para explorar las ideas reales de “Tales, Pitágoras, Platón, San Agustín, Leibniz, Kant, Mach, Gödel y Husserl”) acaban produciendo unas por momentos irrefrenables ganas de colgar los hábitos o de, directamente, colgarse.
Así, la salida del joven Fraa Erasmas del Concent de Saunt Edhar durante su primer período de Apert –una semana de puertas abiertas en la que sabios de educación humanística se mezclan con los adictos a la tecnología conocidos como los “extras” habitantes del Extramuros–, coincidiendo con el misterio de lo que tal vez sea una nave espacial alienígena y la llegada de una catástrofe global es el núcleo dramático del asunto.
Pero lo cierto es que en ningún momento Stephenson –el final, están advertidos, incluye diagramas– consigue que nos preocupemos por todo esto más de lo que Bush se preocupa por el calentamiento global.
Lo que no quita que Anathem –que será adorada por los seguidores a muerte y los fieles de por vida de Stephenson– sea un producto respetable y hasta admirable aunque en ocasiones, ya desde su clerical portada, recuerde a esos discos sacro-kitsch de Enigma o aquellos otros de monjes cantarines y corales.
Algo muy parecido a esto comenta un casi desconsolado Michael Dirda en The Washington Post relacionando el efecto que produce Anathem con el que alguna vez produjo El alma fugitiva de Harold Brodkey: había tanta expectativa previa, el autor había hablado tanto del portento, que resultó imposible no sentirse frustrado y desilusionado. La diferencia, claro, es que Brodkey trabajaba consigo mismo, con su propia materia y material con maneras de microscopio. En cambio el telescópico Stephenson –para colmo trabajando aquí sobre la panorámica e inasible naturaleza del milagro, y siendo la sci-fi un territorio donde la originalidad y lo novedoso muy a menudo es más importante que el estilo– no parece aportar nada demasiado sorprendente. Y, además, no llega a superar a sus antecesores en un planeta que, finalmente, puede que sea suyo, sí. Pero que, también, se parece demasiado a tantos otros planetas mejores.
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