Domingo, 9 de noviembre de 2008 | Hoy
A los 80 años, Carlos Fuentes sorprende con una torrentosa novela de iniciación. La camaradería, las tragedias familiares y, siempre inevitables, la historia y la política, desfilan en una narración que conjuga la épica y el culebrón latinoamericano.
Por Juan Pablo Bertazza
La voluntad y la fortuna
Carlos Fuentes
Alfaguara
552 páginas
La moda es, en su sentido más banal, el cómodo ente regulador del (buen) gusto. La moda literaria, en cambio, es compleja, incierta, fantasmagórica. Tanto que, a menudo, lo que está de moda en la literatura es lo que ya no se escribe o lo que todavía nadie escribió. Pero nunca jamás lo que todos están escribiendo.
En La voluntad y la fortuna –flamante novela de un Carlos Fuentes, de flamantes 80 años– todo parece indicar que no se trata de un libro de todos los días. No sólo en lo que hace a su autor –una prosa brillante y poéticamente obsesiva, una erudición que franquea todo límite– sino también en lo que concierne al lector: sus más de quinientas páginas constituyen una especie de fortaleza inabordable en tiempos en que, paradójicamente, los únicos libros que se leen suelen tener esa misma extensión pero pertenecen a la categoría de un género best-seller en franca decadencia.
La voluntad y la fortuna –y esto es lo importante y lo extraño–, pese a ubicarse en los antípodas del best-seller, da toda la sensación de estar a la cabeza de la moda, aun cuando ya casi nadie pueda escribir como Carlos Fuentes. Tal vez porque no abunden los escritores capaces de hacer honor a eso que distingue a la moda literaria de esas modas convencionales que no hacen más que hacer coincidir lo avanzado con lo insignificante. Y, entre las innumerables razones por las que Carlos Fuentes es hoy un escritor como pocos, pueden destacarse dos: por un lado, volvió real aquella ironía del título de su primera novela –La región más transparente (1958) que autocita en este nuevo libro– porque, de tanto estudiarlo y escribirlo, el tan inexpugnable como contaminado DF (sinécdoque quizás de todo el país) se volvió para él tan conocido y entrañable como la palma ya arrugada de su mano. Por otro lado, y ahora en el plano de la experiencia, Carlos Fuentes atravesó dos veces un dolor irrepetible: la muerte de un hijo. Y esto último, que podría ser un dato amarillista, morboso y compensatorio no lo es en tanto impregna de lleno este libro, no sólo en la dedicatoria, sino también en el tema. Como esos viejos cantautores que, luego de haber hablado casi de todo, se concentran obsesivamente en una parcela temática, Carlos Fuentes repite dos grandes motivos de su anterior libro Todas las familias felices: la tragedia y la familia. Claro que acá, por momentos, la tragedia está disfrazada de culebrón latinoamericano y la familia se disimula en una ilimitada camaradería.
Josué empieza a contar su historia una vez que lo decapitan, continuando una tradición de literatura hecha por gente muerta. Es en la escuela donde Josué conoce a Jericó, que además de salvarlo de los ataques de sus compañeros, se convierte a partir de ese momento en un cofrade, un hermano, su doble. Juntos, Josué y Jericó –que están hermanados en su orfandad y en la extraña coincidencia de recibir cada mes una suma de dinero sin remitente– sellarán para siempre una unión que los verá abrirse a la vida y al destino a partir de un debut sexual conjunto con una enigmática prostituta y, sobre todo, de una voraz búsqueda intelectual que les deparará lecturas tan disímiles como Nietzsche y San Agustín. Pero como suele suceder con las alianzas totales, se les vuelve realidad la pesadilla de no haberlos unido el complemento sino la oposición, y entonces se revelan sus profundas diferencias: uno se dedica al estudio, otro a la vida; uno es epígono, el otro parricida; uno heterosexual, el otro homosexual; uno viaja a la ciudad de la libertad, el otro complementa sus estudios de abogacía con frecuentes visitas a la profundidad lúgubre de una prisión donde, entre otras cosas, ahogan a menores para controlar la población carcelaria; es decir: uno encarna la voluntad, el otro la fortuna.
Entre el amor y el odio, entre el conocimiento esencial y la ignorancia cotidiana del otro y también de un secreto que los aúna, ellos dos serán el centro de muchos otros dobles que van configurando, ficción mediante –y cuándo no en la obra de Carlos Fuentes–, la más pura realidad mexicana: Valentín Pedro Correa, el pusilánime presidente de la República, y Max Monroy, un enigmático magnate de la industria de la información, además de sus incondicionales asistentes: María del Rosario Galván y Asunta Jordán.
Desde los telares de la antigüedad –pasando por el Medioevo, el Renacimiento, las dictaduras y revoluciones– hasta los reality show y los emos, Carlos Fuentes hilvanó una novela entre metafísica y realista, entre policial y (educativamente) sentimental. Una novela, en definitiva, que sin estar ajena a esa naturaleza insondable de la moda literaria, lleva el sello inconfundible de un modo literario, el de Carlos Fuentes.
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