EL ESCRITOR FREAK
Por Rodrigo Fresán
A finales de los años sesenta, cuando todo joven escritor norteamericano soñaba con ser John Updike o Saul Bellow o Donald Barthelme o Philip Roth o Kurt Vonnegut, John Irving (New Hampshire, 1942) se sentía más europeo que otra cosa, y si con algo y alguien soñaba era con ser Charles Dickens. Freak desde el vamos, su idea era escribir los convulsionados setenta, pero como si lo hiciera desde el victoriano siglo XIX.
De este modo, la primera novela de Irving ya es una rareza atendible: Libertad para los osos (1969) no parece un debut sino, casi, una despedida; porque difícil pensar qué puede hacer después alguien que arranca su carrera con la saga muy europea de dos tipos empeñados en liberar a los animales del zoológico de Viena. Como era de esperar, no sucede gran cosa e Irving escribe dos novelas más, completando así su período de-formativo. La epopeya del bebedor de agua (1972) es otro asunto bizarro donde se narran los padecimientos de un tipo con una infección en las vías urinarias mientras intenta escribir una saga nórdica apócrifa para su tesis de posgrado y su matrimonio se derrumba. Doble pareja (1974) es una extraña relectura de El buen soldado de Ford Madox Ford y se presenta como casi una nouvelle que probablemente sea –más allá de su trasfondo vienés y sus pasajes de lucha libre, dos obsesiones, junto con los osos, inequívocamente irvingescas– la obra más contenida de Irving.
En 1978, con El mundo según Garp, John Irving da en el clavo y hace blanco a la hora de narrar las peripecias de un escritor enloquecido por la furia y la violencia y el horror y el amor de su entorno familiar. Es una novela que –como Herzog, Babbit, las sagas de Zuckerman y Rabbit– tiene un apellido en su portada y, como las recién citadas, acaba siendo una formidable radiografía del país del antihéroe a la vez que un prodigio de construcción y técnica literarias y, claro, todos lloramos cuando muere Walt. El hotel New Hampshire (1981) es una desopilante coda de la anterior y, sí, la salingeriana y marxiana novela que quería escribir T.S. Garp antes de que lo asesinaran.
Llegado este punto, Irving es famoso, ha ganado mucho dinero y se propone, sí, cumplir su sueño: convertirse en el gran escritor decimonónico de finales del siglo XX. Lo consigue con dos inequívocas obras maestras en las que, además de Dickens, se hacen presentes las sombras tutelares de dos buenos amigos y excelentes colegas amigos de la novela larga: el alemán Günther Grass y el canadiense Robertson Davies. Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra (1985) y Oración por Owen (1989) son dos prodigios que uno nunca llegará a agradecerle lo suficiente: novelas largas, profundas, divertidas, emocionantes, que -Irving dixit– “tratan de los efectos del paso del tiempo: ése es mi tema”. Ambas gozan y hacen gozar a partir de dos héroes inequívocamente dickensianos: un huérfano adoptado por un médico abortista y un pequeño mesías hechizado por el espíritu de las navidades. Alcanza y sobra con estos dos libros para justificar la existencia de este escritor y de los miles de lectores que esperan cada una de sus historias como si se tratara de milagros.
Consagrado y satisfecho, Irving sorprendió con una inesperada metamorfosis: a partir de un eterno guión cinematográfico que nunca termina de quedarle bien, en Un hijo del circo (1994) jugó a transformarse en Salman Rushdie, el otro gran maximalista de nuestros tiempos. El resultado no fue perfecto, pero sí es más que atendible. En cualquier caso, son respetables sus ganas de arriesgarse a algo nuevo y esta especie de thriller demencial con asesino serial incluido gana más en una segunda lectura que en la inevitablemente desconcertada primera aproximación. Igualmente descolocante es lo que ocurre con Una mujer difícil (1998),pero por motivos muy diferentes: sus primeras doscientas páginas son tan pero tan perfectas como imposibles de seguir sosteniendo, y las cuatrocientas restantes –que vuelven a incluir a un innecesario asesino serial– se debilitan por la autoindulgencia de una heroína escritora y vociferante que no es otra cosa que John Irving con pollera bajando línea y denunciando a críticos y colegas.
Lo más piadoso que se puede decir de la banal y grosera y apresurada La cuarta mano (2001) es que –si como afirma Irving, se trató de “un experimento”– fue un experimento que salió muy pero muy mal.
Los ensayos y relatos de La novia imaginaria (1998) y el diario/memoir de escritura y filmación Mis líos con el cine (1999) –donde narra la génesis y el desarrollo del proyecto que lo llevaría a ganar un Oscar por su guión para Las leyes de la casa de la sidra, título original de Príncipes de Maine...– son interesantes, pero un poquito incómodamente
narcisistas.
El que Irving se haya puesto a escribir otra novela larga y grande y freak es una excelente noticia. En cualquier caso, el bajón-hueco dejado por Irving en los últimos cuatro años ha sabido ser aprovechado por los que vienen: Michael Chabon publicó la laureada Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay; Jeffrey Eugenides por fin ha estrenado –casi una década después de su debut con la formidable Las vírgenes suicidas– su formidable novela con hermafrodita Middlesex; Donna Tartt se dispone a revelar el gótico sureño-familiero de su tanto tiempo esperada The Little Friend; y Richard Powers ya tiene lista la magistral The Time of Our Singing, una de las mejores y más ambiciosas novelas de los últimos tiempos escritas en un país donde –de golpe y no tanto– se ha puesto de moda escribir largo y tendido entre los nuevos y buenos escritores que, pareciera, no quieren ser Updike o Bellow o Barthelme o Roth o Vonnegut sino Irving. Y a ver qué hace Irving ahora, esta vez, en su próxima novela. Aquí lo esperamos, como siempre, sus lectores freaks con los ojos abiertos y con ganas de meternos ahí adentro para no salir hasta la última página. Igual que pasa con Dickens.