En su última novela, Purgatorio, Tomás Eloy Martínez emprendió un viaje al corazón de la dictadura: entre la fantasía y la historia, el delirio y el terror, logra plasmar una visión de múltiples planos de lectura y vuelve a lo más alto de su propia narrativa.
› Por Angel Berlanga
Purgatorio
Tomás Eloy Martínez
Editorial Alfaguara
291 páginas
Tengo que aclarar el punto con Emilia, saber dónde empieza ella y dónde termino yo. El malentendido me desasosiega.”
La frase aparece en la penúltima parte de Purgatorio y ese yo pertenece a un escritor argentino que vive en Nueva Jersey y está a punto de contar el origen de la novela que está escribiendo, cómo un sueño personal encarnó en el personaje de Emilia, la protagonista, una cartógrafa argentina también radicada allá, hija de un pope ideólogo de la dictadura y viuda de un desaparecido, también cartógrafo. Antes de seguir: se trata de una ficción, claro, pero hay innumerables elementos y pistas que indican que ese escritor es Tomás Eloy Martínez. El sueño: una mujer mayor, en el reservado de un bar, descubre entre los comensales a su marido, al que creía muerto tres décadas atrás; el hombre sigue jovencito, como si no le hubiera pasado el tiempo. “Empecé a escribir sin saber dónde me llevaría la búsqueda –señala el narrador–. Esos treinta años de separación repiten de algún modo el vacío de los treinta años que pasé fuera de mi país y al que esperé encontrar, cuando volviera, tal como lo había dejado. Sé que se trata de una ilusión, ingenua como todas las ilusiones, y tal vez fue eso lo que me atrajo, porque los años perdidos nunca dejaron de atormentarme y si los cuento, si imagino la vida de cada día que no viví, quizá pueda exorcizarlos.”
Sueño, ilusión, imaginar lo no vivido, exorcismo, novela: cuánto de fantasmagórico. Y quién anda o anduvo ajeno a esas percepciones del mundo, de los tiempos, de la vida propia. Buena parte de la potencia, o belleza, o atractivo, de estos elementos, depende de su carácter equívoco: un recorrido entre las nieblas. Que no sea fácil descartar la pertinencia respecto de lo real, de la existencia, o que incluso sea imposible, o, también, que la estructura del artificio atraiga por encima de la verosimilitud. ¿Alucina Emilia al encontrar a Simón con el mismo aspecto con el que lo vio por última vez, la mañana en que los secuestró el Ejército en Tucumán en mayo de 1976, mientras iban a hacer un relevamiento por encargo del Automóvil Club Argentino? Todo hace pensar que sí, pero ahí está el caso de Cortázar, que en los ‘60 parecía tan joven como en los ‘40. Entrelazada con la ensoñación de Emilia “hecha realidad” en el presente, la narración va una y otra vez a su pasado, a reconstruir su historia.
En la raíz de esta ensoñación está la dictadura, “los años perdidos” vividos en el exilio por el narrador. Para contar la época le es central el doctor Orestes Dupuy, el padre de Emilia, uno de esos cráneos rancios y chupacirios, vinculados a medios, gobiernos y negocios, en el que TEM concentra el trajinado repertorio de sucesos aberrantes y rasgos patéticos del régimen. A un mes del golpe van a cenar a su casa el mismísimo Videla y un obispo, y allí comentan la reunión con escritores en Casa Rosada, el beneplácito de Borges, la impertinencia del padre Castellani al pedir por Conti, preso y agonizante por las torturas, la intervención del profesor Addolorato -–un apenas disimulado Sábato– para que “no distrajera al presidente con nimiedades”. Simón no se aguanta, dice que la tortura no es una nimiedad, y eso lo condena, porque enseguida lo secuestran junto a Emilia. Dos días después intercede por ella el padre, que le dice que su marido fue puesto en libertad y desapareció. Al año una mujer en el cine
le dice, furtiva, que a Simón lo mataron; más adelante, en los juicios a los militares, tres personas señalan que lo vieron muerto. ¿La niebla? Emilia sigue creyendo que él, su gran amor, vive. Así que, tras algunos indicios inciertos, lo busca por Río de Janeiro, Caracas, México. En Nueva Jersey se apresta a esperarlo.
Al recorrido por los emblemas esperpénticos de la dictadura –campaña antiargentina, afano de la recaudación solidaria por Malvinas, bicicleta financiera, manipulación de prensa, peleas entre capos de las fuerzas armadas, robo de bebés, crímenes y torturas–, TEM le suma algunos episodios delirantes a tono con el afiebrado imaginario del Proceso: un científico alemán con antecedentes en Auschwitz que en el Gran Buenos Aires cura el cáncer con una maquinaria con línea directa a Ganímedes, o el intento de Dupuy por convencer a Orson Welles (un tramo fabuloso del libro) para que haga un documental glorificador del régimen (no pudo ser, pero ahí está La fiesta de todos). Esta vertiente de la novela es un grotesco de la tríada “dios, patria y hogar” durante la época; el aluvión de sucesos y ese carácter contrastan, por diferencia de registro, con la otra, el trazado de la relación entre el narrador y la protagonista, que con el correr de las páginas gana intensidad y va configurando, también fantasmagóricamente, su visión del país a través del prisma del exilio y, luego, desde los ‘90, de su emigración. Emilia parece cifrar, para el escritor, la Argentina. El carácter autobiográfico se filtra, además, en el particular momento específico de la escritura: el narrador lidia con una de esas enfermedades que arriman al borde del mapa. “Empezaba a encontrarla parecida a mí –anota–. Ambos peleábamos contra la muerte a nuestra manera y no aceptábamos que nos venciera.”
Por la multiplicidad de planos de lectura y por su intensidad, por las figuras –arriesgadas, algunas– que compone, Purgatorio está entre lo mejor de la ficción de TEM, un escritor y periodista –¿es una obviedad anotarlo?– enorme, una figura clave para la literatura en el último medio siglo. De vuelta al comienzo: ¿qué malentendido desasosiega al narrador? El mismo escribe, en esta novela: “Nada es tan terrible como desear lo que se tiene creyendo que nunca se lo podrá tener”.
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