Dom 20.10.2002
libros

RESEñAS

Latinoamérica como mercancía

Hot line
Luis Sepúlveda

Ediciones B
Barcelona, 2002
94 págs.

por Diego Bentivegna
La historia es sencilla y reproduce una matriz que la literatura francesa de la época clásica (Las cartas persas de Montesquieu, El ingenuo de Voltaire) ha llevado hasta límites difícilmente superables: la descripción extrañada del mundo desde los ojos del extranjero o del salvaje. En el caso de Hot line, la última novela del escritor chileno Luis Sepúlveda, el extraño es un detective mapuche, George Washington Caucamán, que –luego de balear, por cuatrerismo, al hijo de un poderoso militar– debe abandonar su repartición en la Patagonia chilena e instalarse en una oficina de la policía en Santiago, que se encarga de investigar delitos sexuales. Ello conduce a Caucamán hasta extraños mensajes dejados en una línea erótica que reproducen los gritos de los torturados por la dictadura militar y que, curiosamente, llevan la narración a su punto de partida.
Es claro que esta novela de Sepúlveda, de la que ya se anuncia en solapa la versión cinematográfica, se produce sobre la base de una serie de elementos pensados para garantizar su venta en un sector del consumo literario articulado preferentemente alrededor de un puñado de figuras femeninas (Allende, Mastretta, Serrano) que corroboran con su narrativa algunos rasgos que serían típicos de la literatura latinoamericana, o, más directamente y sin mediaciones, de Latinoamérica, rasgos que han sido recientemente puntualizados por Alejandro Palermo en este mismo suplemento en ocasión del último libro de Isabel Allende.
Por un lado, hay en Hot line algo del orden de lo turístico, de lo que son ávidos los lectores septentrionales más groseros: todo comienza en la Patagonia, considerada como tierra salvaje y virgen y como límite del mundo; es decir, en los mismos términos en que es descripta, no sin un dejo de Chateaubriand, por las empresas de viajes. Por otro lado, el texto aparece plagado de elementos que remiten a lo que podemos llamar “cotillón político”, que suele venir en paquete cuando, desde el Norte, se piensa en estas latitudes.
Todo en Hot line parece afirmar la condición latinoamericana de la novela, condición que, como sospechaban los antropólogos estructuralistas, se organiza como un sistema básico de oposiciones: la oposición entre el policía mapuche y el herido blanco; entre el herido blanco que forma parte del grupo de los militares vencedores, y el grupo de los derrotados; la oposición entre los que se han exiliado y quienes han permanecido en Chile, etc. Lo que más repugna de la novela de Sepúlveda no es tanto la previsibilidad de la historia, sino más bien el vaciamiento de sentido de lo político, como si los ex represores, los ex detenidos, los exiliados o “las docenas de mujeres con los pañuelos blancos con los retratos de sus parientes desaparecidos levantados como estandartes” fueran tan sólo garantías de legibilidad para un público que terminará confirmando lo que ya sospechaba que debía contener una novela escrita por un chileno.
Hay un momento en que Hot line parece espejarse a sí misma: en el departamento de una vieja militante, Caucamán encuentra discos de Serrat, afiches de Víctor Jara, libros de Hermann Hesse. Más adelante, en otro departamento, esta vez de ex exiliados, encuentra, entre otros objetos reciclados, una reproducción del Guernica, como para que nadie dude, “que hablaba del tiempo vivido en España” (?). En un punto, estos fragmentos pueden ser leídos como una mirada sobre cierto momento de la relación entre arte y cultura, como la novela latinoamericana de exportación dentro de la novela latinoamericana de exportación misma: un espacio superfluo, pleno de lugares comunes cuyo espesor revolucionario hace ya mucho tiempo que se ha transformado en una categoría del consumo.

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