Semblanzas de ciudades del Mediterráneo en la pluma de Rafael Chirbes, el español que no se rinde frente a los efectos más indeseables de la modernidad.
› Por Angel Berlanga
Mediterráneos
Rafael Chirbes
Anagrama
161 páginas
”Con el paso del tiempo he llegado a muchos lugares y he tenido la impresión de que todos los viajes me servían para leer mejor el lugar originario”, anota Rafael Chirbes en Ecos y Espejos, el texto que introduce Mediterráneos, recopilación de crónicas viajeras que se publican por primera vez en la Argentina. Aparecidas inicialmente en la revista Sobremesa, estas piezas semblantean una docena de ciudades vinculadas con el Mediterráneo, la mayoría erigidas en sus orillas, un par de ellas (Lyon, Roma) con una fuerte impronta respecto de este mar inmenso y hermoso, escenario inicial y milenario de la historia de Occidente. Chirbes nació en 1949 en Tavernes de Valldigna, Valencia, y se crió ahí cerca, en Denia, sobre la costa. Un día, joven y hastiado, se fue; muchos años después, en El tamaño de las cosas, cuenta: “Regresaba en esta ocasión a los lugares de mi infancia, donde, tanto tiempo antes, se formó mi particular metro de platino e iridio con el que medir el tamaño y también la calidad de lo existente”. Algo cambió: bloques de departamentos en lugar de sembradíos, un hangar para contenedores donde había un puerto de pescadores. Algo persiste: colores, sabores, olores. Viento. La luz en el atardecer. Así, entonces, Chirbes retrata escenas luminosas de pesca, puertos, barcas, el oficio inmemorial y mítico del Mediterráneo.
“Había pasado un rato en el puerto pesquero de Chebba –cuenta en “Las frutas del olvido”, rumbo a la isla de Djerba–, donde había asistido al rito de la reparación de las redes, a toda esa complicada ceremonia que, de Algeciras a Estambul, repiten unos pescadores que guardan la misma memoria genética, como guardan el mismo color de la piel, la misma forma de mirar desde la escollera la tarde que se desploma sobre el agua.” Eso, dice, es lo que destaca y queda de una Alejandría antiquísima y arrasada. A Chirbes le gusta perderse en los laberintos de las ciudades viejas; pintar jardines naturales, arquitecturas, escenas de campo. Esos paraísos, a la vez, están invadidos por edificios, hotelería, turistas. El turismo y el hormigón casi siempre son el enemigo. “Como si un malvado y destructivo encantador se empeñase en sembrar de fealdad una comarca que había podido permitirse ser paradigma de armonía para mí y para tanta gente”, anota respecto de Denia. Su crónica sobre Benidorm es, a la vez, un paradigma sobre esta vertiente y la más humorística: Chirbes señala que a la National Geographic le falta el documental que cuente cómo, “en los meses de temporada baja, cientos de miles de ejemplares humanos de la tercera edad recalan en este rincón del Mediterráneo para su hibernación. La ciudad se convierte en un gigantesco taller en el que se reparan junto al mar las piezas gastadas o rotas de la gigantesca maquinaria del capitalismo europeo”.
Las crónicas están pobladas de sensaciones personales, filtradas apenas –-casi un efecto óptico– por el uso de la tercera persona: “el viajero”. Un yo sin estridencias, pero un yo. Esa primera persona aparece, fugaz y sin estridencias, en las crónicas que aluden a las tierras de su infancia. Ya avisó: lo del platino iridiado. Y su formación ideológica, estética, literaria, cabría agregar, que deriva en alusiones a textos e historias que leyó y oyó sobre este mar, sus ciudades, su gente. “Ecos y espejos cuyas imágenes multiplicadoras han acabado por devolverme siempre a mí mismo”, escribe. De eso trata este libro, dice: “De cómo viajar es leer mejor en unas páginas que ya se habían leído”.
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