Domingo, 25 de enero de 2009 | Hoy
REAPARICIONES
Ya desde hace algún tiempo, el mundo de las letras habla unánimemente de Philip Roth. Pero si las cosas hubiesen sido diferentes, bien podrían estar hablando de Bruce Jay Friedman. Con un libro de cuentos en el que reaparece su legendario personaje Harry Towns, el autor de Stern (el libro favorito de John Kennedy Toole) vuelve a publicar tras un largo silencio.
Por Rodrigo Fresán
Three Balconies
Bruce Jay Friedman
Biblioasis, 2008
203 páginas
Días atrás leí en Internet un ensayo donde se comparaban los orígenes y destinos de Philip Roth y Bruce Jay Friedman. Vidas paralelas, sí, pero corriendo por caminos muy diferentes.
El primero de ellos –se sabe, lo saben todos– es considerado uno de los astros reinantes de la literatura norteamericana al que se espera, si hay justicia, cualquier octubre de estos le caerá un Nobel encima.
El segundo fue alguna vez alguien que parecía salido de la serie Mad Men (un impecable y peligrosísimo tiburón de metrópoli) y es hoy exquisita contraseña para iniciados. Pero alguna vez, como Marlon Brando en On the Waterfront, pudo haber sido un contender a la hora de la Gran Novela Americana. El “problema” es que, de hecho, Friedman (Bronx, 1930) debutó con una de las tantas Grandes Novelas Americanas que andan sueltas por ahí: la magnífica Stern (1962), con sus blues de suburbio manicomial. Stern era el libro favorito de John Kennedy Toole, fue publicada entre nosotros hace tiempo por la editorial de las librerías Fausto, y dice bien la escritora norteamericana Heidi Julavits cuando afirma que, con ella, “Friedman fue un innovador que abrió la puerta a tantos que llegaron después”. Stern “inventó” literariamente la figura del judío neurótico y antihéroe. El problema es que, cuando se abre una puerta, por educación, hay que sostenerla para que pasen los que vienen detrás. Philip Roth, entre ellos. Y para cuando entraste a la fiesta, bueno, resulta que los innovadores no son los que abrieron la puerta de entrada sino que fueron los que pasaron primero a la sala y se pusieron a jugar.
Stern se convirtió en uno de esos libros que admiran los escritores, vendió 6 mil copias (“Pero las 6 mil copias correctas”, especificó el agente de Friedman) y la joven promesa más o menos realizada continuó lo suyo con Besos de madre (de 1964, la Gran Novela Americana Sobre la Madre Judía) y publicando cuentos perfectos y divertidos como los reunidos en Los ángeles negros (ambos libros publicados en su momento por Lumen).
Y en 1967, Roth lanzaba El lamento de Portnoy: best seller gigantesco que le debe tanto a lo de Friedman y que, si mal no recuerdo, hasta menciona explícitamente en sus páginas al autor de Stern. Al poco tiempo, Roth creó al metaficcional Nathan Zuckerman y Friedman creó a su alter ego Harry Towns: mujeriego, drogadicto intercontinental (“Lady” probablemente sea el relato definitivo sobre el “consumidor recreacional”), padre maravillosamente malo, esposo serial magníficamente fallido y orgulloso poseedor en su currículum de los guiones de “Two Big Movies” (que, se presume, son las firmadas por Friedman, Splash con Tom Hanks y Daryl Hannah y Stir Crazy con Gene Wilder y Richard Pryor). Las hazañas de Towns fueron recopiladas primero en el magistral About Harry Towns de 1974, luego en su secuela The Current Climate (1989) y después en varios relatos sueltos reunidos para el canonizador The Collected Short Fiction of Bruce Jay Friedman (1995).
Ahora, en Three Balconies –el primer libro de ficciones breves de Bruce Jay Friedman en más de dos décadas–, Harry Towns vuelve.
Y está igual de muy bien/muy mal que siempre.
KRAZY KAT
Y en Three Balconies hay un relato que, acaso, lo explica todo. Se titula “Neck and Neck” y allí se cuenta la historia de dos escritores judíos que arrancan al mismo tiempo. Uno de ellos acaba convertido en gran figura literaria publicando libros sobre las Grandes Cuestiones, mientras que el otro, sencillamente, se limita a pasarla bien y, claro, sentir bastante envidia por los logros de su colega que, intuye, podrían ser los suyos de haberse esforzado apenas un poco más. No importa que los nombres no coincidan o que las situaciones estén forzadas para buscar y encontrar una comicidad amarga. Sabemos de qué y de quién habla Friedman; pero lo más importante es que parece hablar más de sí mismo que de Roth. De lo bien que la pasó y de lo que le pasó. De cómo fue que la Joven Gran Promesa cumplió pero, aun así, no estuvo a la altura. De cómo es ser admirado por colegas como David Gates y Gordon Lish y Dan Wakefield y la joven estrella y descendiente directo Joshua Ferris, entre muchos otros. De haber editado buena parte del mejor y primer “periodismo de revista para hombres” de su país, donde descubrió a gente como Mario Puzo. De haber firmado la influyente antología Black Humor (1965), donde figuraron Pynchon y Nabokov y Donleavy y Southern y su amigo Heller. De haber conseguido que uno de sus cuentos haya dado lugar al clásico cinematográfico The Heartbreak Kid de Elaine May, recientemente revisitado por Ben Stiller. De haber sido autor respetado del off Broadway de los ‘70 (Steambath y Scuba Duba) y ser considerado un personaje ilustre de Nueva York (Friedman tuvo mesa en Elaine’s mucho antes que George Plimpton) y cameo prestigiante en películas de Woody Allen o en Tienes un e-mail. De haber patentado best sellers con esos bizarros libros de autoayuda para machos solitarios. De ser Bruce Jay Friedman y de cómo, tal vez, todo eso no sea suficiente. De eso se trata y habla Three Balconies, en el que también aparece Isaac Bashevis Singer, un apenas velado Peter Sellers, y Harry Towns retorna en tres postales como extra de película, víctima de arrebatos suicidas o reencontrándose con un amor de su adolescencia. Y más allá de las obsesiones recurrentes de Friedman –el boxeo, las esposas más jóvenes, la policía, los psicoanalistas, las súbitas peleas a golpes, las infidelidades y lo que posiblemente sea Su Tema: la disección de ese segundo de fuego y hielo en que alguien es humillado en público y descubre que ya no tiene nada que perder y se convierte en kamikaze sin retorno–, lo que aquí se impone es un cierto aire de despedida y atardecer. El reposo de un guerrero que, en realidad, no está muy cómodo reposando y que sólo espera las explosiones que anuncian el fin de la tregua.
BIG BOY
“Como una cruza entre Dimensión desconocida y Charles Chaplin”, se lo definió alguna vez. Pero no es exactamente así. Mejor, como algunos episodios de la serie de Rod Serling cruzados con los personajes de Bernard Malamud y J.D. Salinger agitados por las anfetaminas y la cocaína en un curso de redentora autodestrucción fitzgeraldiana. Friedman –quien dice preferir a Pat Hobby antes que a Jay Gatsby– es fan confeso de Evelyn Waugh y Anthony Powell, y descubrió que podía escribir luego de leer El guardián entre el centeno, y nos reserva lo mejor de Three Balconies. Allí, en la casi nouvelle “The Great Beau Le Vyne”, se nos ofrece la proeza de una novela comprimida al máximo en el estudio-de–personaje del hombre que podría haber sido Friedman si no hubiera sido Friedman. O Roth. La desopilante y melancólica historia de un excelente bueno para nada. Uno de esos “locos lindos” amados, temidos y finalmente esquivados por aquellos que alguna vez lo consideraron un mito.
Afortunadamente, en lo que hace a Friedman, no fue así. Friedman fue y es Friedman y sobrevivió para contar el cuento como sólo él sabe contarlo; como Roth jamás podría ni sabría hacerlo.
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