Carlos Gorostiza sorprende con una novela en cuyo centro se instala un dilema entre acción y razón: ya lejos de los ’70, la historia del presente no se viene encima del hombre, sino que hay que ir a buscarla.
› Por Ezequiel Acuña
La tierra Inquieta
Carlos Gorostiza
Capital Intelectual
208 páginas
Pienso (que pienso), por ejemplo, en el amor. Por ejemplo: que el amor más intenso es el amor no correspondido. Es verdad, no hay nada peor, nada más insoportable. Es un acto de sabiduría. Porque amar a quien corresponde, eso es narcisismo. Amar a quien no ama, eso es amor.” En Digestión lenta hay una mujer que se esfumó, un viaje siempre de vuelta y un colectivo varado en la ruta sin aire acondicionado. Hay recuerdos, escenas presentes en los que Andy, la mujer que ama, aún no ha desaparecido. También hay reflexiones sobre el amor pero más aún sobre el vacío. Es un relato fragmentado, de textos cortos que son como miradas hacia adentro, los momentos en que la conciencia escribe sin orden cronológico mientras el cuerpo se entrega al letargo de digerir la ausencia, de una mujer o de un sentido final de las cosas.
La desaparición de Andy es el eje de un relato que, sin embargo, no abunda en detalles. Los datos son más bien periféricos, de otro orden, y la narración toma por momentos un ritmo agónico como si se tratara de un policial sin muerto ni detective. A la ausencia física de Andy se le contrapone la brutalidad del cuerpo, enfermo o doliente, las escenas de sexo del pasado y un cuerpo vacío por dentro que vomita endurecido frente al inodoro. Se trata de un libro frío, no por falta de pasión sino por ese tipo de transpiración que acompaña a la náusea, la abstinencia o la resaca. La poesía irrumpe para cargar el texto de una precisión notable o, justamente, para poner en evidencia que ni una escritura tan irreprochable como la de Chacón puede lograr desandar los caminos de la soledad y la agonía interior.
Digestión lenta resulta un libro difícil de clasificar y tal vez incómodo, con sus cambios de ritmo y el orden de los acontecimientos librado al azar, a la voluntad de un narrador que se esconde constantemente detrás de las palabras. Pero si logra escapar a las categorías para habitar esa zona suburbana de la literatura es porque Pablo Chacón construye con un lenguaje espeso y muy propio, entre el lunfardo, el corte seco y la poesía, donde la importancia parece caer sobre cómo narrar el vacío. Es una escritura en busca de lo impersonal, ese estado poético en el que el lenguaje habla solo, por sí mismo, y que, sin embargo, se mantiene dentro de la prosa para confirmar que hay detrás una conciencia que busca ordenar las cosas, darles un sentido. “El pelotazo del pasado rompió el vidrio del presente, y la escritura empieza a desviarse, a sobreimprimirse en lugar de confundirse con el mundo. Y nada resulta impersonal como quisiera.”
Si Digestión lenta no se ahoga en su propia marea existencial es porque Chacón maneja bien las intensidades, los cambios de ritmo y la música interior del relato. Hay una musicalidad que parece dominarlo todo, no como una lírica agradable por sus tonos mayores sino algo más bien comparable con una estética hipnótica e indescifrable, es una música potente y dolorosa como el fraseo de Robert Plant en No Quarter y su letanía apocalíptica. La novela de Chacón –y cuesta afirmar que se trate de una novela, encasillarlo, aunque no haya duda al respecto– es como un pequeño caos controlado en el que, al fin, es fácil hundirse, extraviarse. Porque como dice Fabián Casas, “Chacón es un astronauta paranoico, un buda de Rivotril, un escritor de puta madre”.
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