Domingo, 12 de abril de 2009 | Hoy
La historiadora Arlette Farge abordó el Siglo de las Luces desde la perspectiva del campo popular. Las pasiones, alegrías y penurias de un pueblo que empezó a ser objeto del control social se expresan en testimonios tan insólitos como originales.
Por Mariana Enriquez
Efusión y tormento: el relato de los cuerpos
Historia del pueblo en el siglo XVIII
Arlette Farge
Katz Editores
235 páginas
Desde el título, el libro de Arlette Farge, historiadora especializada en derecho, parece proponer un relato de enorme ambición. Pero sus intenciones resultan más modestas y sin embargo importantes. Si el Siglo de las Luces se destacó por su desarrollo en la filosofía y las artes, también lo hizo por sus intentos de control social sobre los sectores populares, esa población más numerosa y extremadamente pobre, la gran mayoría del pueblo francés. Ese afán por evitar la insurrección llevó a un registro continuo. En estos archivos se sumerge Farge: “Me permitieron tomar conocimiento de múltiples relatos provenientes de los más pobres frente a la fuerza que los estaba interrogando o escuchando... Al estudiarlos quise poner en escena el importante componente gestual y sensorial de una sociedad que vivía entre tormentos y efusiones, oponiéndose con su cuerpo y su palabra a los poderes y los acontecimientos”.
El contenido de las fuentes de Farge es apasionante: las memorias del teniente general de la Policía parisina Jean-Charles-Pierre Lenoir son duras, no es un hombre que se enternezca frente al pueblo, al que llama “populacho”, pero sin embargo se conmueve cuando se siente responsable de la muerte de un recién nacido abandonado, llevado de París al interior por “transportadores de niños” tan negligentes que le dieron vino en vez de agua. Mucho menos severas son las observaciones del librero Siméon-Prosper Hardy, hombre que registró sucesos callejeros con auténtica obsesión durante doce años. Pero quizá las más apasionantes sean las de L-S Mercier con su Tableau de Paris 1782-1789, porque se meten en ambientes sórdidos, atroces, desde las emanaciones del Cementerio de los Inocentes hasta los barrios de carnicerías, donde “la sangre corre por las calles, se coagula bajo los pies y los zapatos se tiñen de rojo”. Con la ayuda de estos tres observadores, y de otros registros, Farge compone a ese París vivaz y terrible: sus ruidos, sus barrios, la desesperación de los guardianes del orden por contener a las multitudes, las epidemias, el mundo del trabajo, el de los locos, los violentos y los abandonados. También, claro, el París del intercambio y la alegría, de la efusión ante el instante de vida que sólo por ser vivida puede ser disfrutada: “Esa filosofía del instante que caracteriza a una población acorralada, sin dulzura en su porvenir”. Y es impresionante cómo aquel pueblo de hace cuatro siglos puede encontrarse, diferente pero tan parecido, en tantas sociedades del siglo XXI. Escribe Farge, y sus palabras parecen referirse al aquí y ahora: “La preocupación por los pobres es constante. Se teme su desorden. El pobre, el loco, el marginal desarticulan la sociedad y el deber de asistirlos también es una manera de mantener el orden público. Aún más, socorrer a los pobres no tiene como corolario ni como objetivo suprimir la división de la sociedad entre ricos y pobres, sino atenuar las diferencias demasiado profundas entre las clases, que se vuelven peligrosas”.
Para Farge –dueña de un estilo en ocasiones cercano al lirismo, pero siempre claro y reposado– las emociones y las pasiones deben tomarse en serio e inscribirse en el campo histórico: es allí, explica, en esa emoción que constituye la escritura del cuerpo, que el pueblo hace política y resiste. En un siglo que, a pesar de ser el “de la filosofía”, sigue siendo fundamentalmente oral, los pobres tienen a sus cuerpos como los bienes más preciados: no tienen la palabra escrita –ni su poder– pero es a partir de su corporalidad y su gestualidad que se inscriben en la historia.
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