Domingo, 19 de abril de 2009 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Las dos de la mañana. Truman Capote, neurótico desenfrenado, en un ataque de insomnio, da vueltas y se resiste al alcohol y las pastillas que lo perderán. Se masturba pensando que se dormirá, pero no. El insomnio lo exaspera. Con la esperanza de vencer el insomnio, se pone a escribir un autorreportaje. Sin compasión se acosa a sí mismo y construye un diálogo donde no se perdona un defecto, paradigma de la literatura del doppelgänger. “¿Qué te asusta?”, le pregunta el Otro. “Los sapos reales en jardines imaginarios”, contesta el escritor. A esta altura, a su edad, con una fisonomía de batracio amanerado, con esa voz que es un croar, Capote, luchando contra su propio patetismo, consciente del mismo, dice algo que vale la pena desentrañar. En su respuesta revela una búsqueda: la poesía. Si recurre a una imagen poética no debe ser casual: se apela a la poesía en estado de emergencia. La respuesta, “los sapos reales en jardines imaginarios”, ese ingenio poético, pertenece a Marianne Moore. Quizás esta madrugada Moore podría haberle dicho al escritor de A sangre fría: “¿Qué es nuestra inocencia, / qué nuestra culpa? Todos estamos/ desnudos, nadie a salvo. ¿Y de dónde/ el coraje: pregunta sin respuesta, /firme duda/ –mudo llamar, sordo escuchar– que/ en la desgracia, hasta en la muerte/ abisma a los demás/ y, en su derrota, incita/ a los demás a ser fuerte?”.
Como Capote (1924-1984), aunque casi cuarenta años mayor que él, Moore (1887-1972) entra en la categoría de los poetas y narradores procedentes del interior de Estados Unidos que transformaron su literatura. Muchos nacidos antes del siglo XX, estaban destinados a encontrarse con un modelo cultural chato y aletargado. No obstante todos escucharon la consigna de Ezra Pound: “Make it new”. Con esta consigna se lanzaron a renovar un canon cuyo único artista admisible era el pionero Walt Whitman. Para renovar esta literatura se necesitaba más que voluntad. Había que tener algo que decir. Tener un nervio. Lo que inquieta en un primer acercamiento a la poesía de Moore justamente es su nervio. O, si se lo prefiere, su pathos. De entrada, sus poemas desafían: el suyo es un imaginario en el que se alternan con profusión criaturas de un onirismo pertinente a una literatura infantil, una reminiscencia que no alcanza a ser gótica pero que está ahí, un saltar de una situación tan plástica como enervante a otra, y siempre con una arrogancia caprichosa. Su universo parece extraído de una lectura esquizofrénica de la ciencia, el imaginario zoológico de una mente entomóloga extravagante que colecciona y disecciona alegremente en una morgue literaria jerbos, pangolines, serpientes, guepardos, unicornios, medusas, cisnes, dragones, chinchillas, erizos, nutrias, camellos, luciérnagas, avestruces, cardenales, basiliscos y pelícanos. Volviendo a Capote, ¿es casual que ese libro de relatos donde su subjetividad salta a primer plano se titule Música para camaleones? Una digresión ahora: ¿por qué no leer a Moore, chica del interior que, después de trabajar también de bibliotecaria, conquista Nueva York con su simpatía, leerla, digo, como una heroína camaleónica de Capote? Es más, ¿por qué no leerla desde Capote, a quien de chico lo picó una víbora de agua? También de su propia infancia Capote recuerda: “Lo bueno y lo malo. Las hormigas, los mosquitos y las víboras de cascabel, cada hoja, el sol en el cielo, la vieja luna y la luna nueva, los días de lluvia”.
Pero Moore, más elusiva que Capote, se resiste a proporcionar explicaciones, aunque cada tanto, después de un torrente de alegorías, puede condescender: “La complejidad no es un crimen, pero llevadla/ a un cierto grado de penumbra/ y nada es comprensible. La complejidad,/ además, que se ha confinado a la oscuridad, en lugar de/ admitirse como la pestilencia que es, se mueve de acá/ para allá intentando confundirnos con la deprimente/ falacia de que la insistencia/ es la medida del logro y de que toda verdad/ debe ser oscura. Ante todo gutural, la sofisticación está/ donde siempre ha estado: en las antípodas de las grandes/ verdades originarias”.
Su biografía, no más feliz que la de su lector Capote, ofrece indicios, insinúa las razones de su escritura. Poco antes de su nacimiento el padre sufre una crisis nerviosa sin retorno. Se cría en un barrio marginal de Saint Louis. “El mundo es un orfanato”, escribirá algún día. “¿No tendremos jamás paz sin dolor?” La madre se traslada con ella y su hermano a la casa de su padre, el abuelo de Marianne, un ministro presbiteriano de Kirkwood, donde fuera también pastor un abuelo de T. S. Eliot. Más tarde la familia se muda a Carlisle, Pensilvania. En su etapa de estudiante, uno de los cursos que más la atraen es “Imitative Writing”. Estudia los ritmos de la Biblia, la retórica clásica y las asociaciones ejemplificadoras de la prosa del sermón. Moore tiene una educación bíblica, pero a diferencia de Capote, no perderá la fe. Aunque se entusiasma con la literatura, sus profesores la desaconsejan en sus intentos. Uno de sus profesores se irrita: “Por favor, un poco de transparencia. Su oscuridad es cada vez mayor”. Por un tiempo la joven Moore parece hacer caso y desiste. Se inclina hacia la pintura, pero sigue de largo. Después estudia biología. Y la ciencia será una marca en su escritura: “¿Que si el trabajo en el laboratorio influyó en mi poesía? –le respondió a Donald Hall en una entrevista de The Paris Review–. Estoy segura de que sí. Los cursos de biología me resultaron estimulantes. De hecho pensé en estudiar medicina. Creo que la precisión, la economía de la frase, la lógica usada con fines desinteresados, el dibujo y la clasificación liberan la imaginación o, por lo menos, ayudan.”
Moore tarda en ingresar en el ambiente intelectual y, en especial, con poetas. Sin embargo envía poemas a algunas revistas. Trabaja de profesora. En 1911 viaja con su madre a Inglaterra y Francia. Pero su cambio se produce cuando hace un viaje corto a Nueva York en 1915. Empieza a conectarse y publica en The Egoist, Poetry y Others. Tres años después, siempre con su madre, se instalan en Greenwich Village. The Dial Press publica sus poemas. Se interesan por su escritura Ezra Pound y T. S. Eliot. En poco tiempo se convierte en directora de la revista. Se hace amiga de Wallace Stevens y William Carlos Williams. En su autobiografía Williams la recuerda como un centro, la figura convocante que atiende las nuevas voces poéticas. “El sentimiento más profundo se revela siempre en silencio; no en el silencio sino en la contención”, escribe. De ella emana una fuerza especial que, a Williams, le hace recordar su pelo rojo y su sonrisa suave. Aunque su poesía conquista la admiración de sus pares, la Moore no se envanece: “¿No debería reemplazar la vanidad por la honestidad, como recomienda Robert Frost?”, se pregunta. Y en un poema escribe: “La literatura es una fase de la vida. Si la temes, la situación es irremediable, si te aproximas con familiaridad/ lo que se diga de ella no vale la pena”. En otro poema anota: “Hay una gran cantidad de poesía de inconsciente/ meticulosidad. Algunos productos Ming,/ alfombras imperiales en carrozas de ruedas/ amarillas están bastante bien a su manera, pero he visto algo/ que me gusta más: el/ simple intento infantil de poner en pie/ un animal imperfectamente lastrado,/ y una decisión similar para obligar a un cachorro/ a comer su alimento del plato”.
La dificultad que puede presentar de entrada su poesía la analiza con perspicacia W. H. Auden. Aunque la entendiera, al principio Auden la juzgó “sin pies ni cabeza”. No se trataba sólo del tratamiento del verso libre. Le costaba seguir el hilo del discurso. Rimbaud, para Auden, era un juego comparado con Moore. Quien se acerque por primera vez a la poesía de Moore compartirá la misma dificultad. ¿De qué nos habla esta mujer? Sus poemas pasan arbitrariamente de un bicho a un tuteo que increpa al lector. Descoloca y exige. Porque en esa arbitrariedad se advierte, caprichoso, un hilo narrativo. Finalmente Auden pudo entrarles a sus poemas cuando tuvo una intuición: Moore era una Alicia en estado puro. Ah, era eso, dice uno. Pensarla como la heroína de Lewis Carroll lo impulsó a escribir: “Marianne Moore tiene todas las cualidades de Alicia: la aversión al ruido y al exceso”. La meticulosidad, el amor por el orden y la precisión, más una irónica y punzante agudeza la definen. A Auden no se le escapa la relación de esta poesía con su bestiario. Y de qué manera este empleo de lo animal se presta, además de a la alegoría, a la tentación de la fábula. Pero Moore no se conforma con una bajada moral. “Sus poemas sobre animales son claramente los de una naturalista. Selecciona los animales que le gustan, con excepción de la cobra; la clave del poema es que nosotros, y no la cobra, somos culpables de nuestro propio miedo y repulsión. Casi todos sus animales son exóticos, de esos que sólo se ven en zoológicos o en las fotografías de los exploradores. Sólo uno de sus poemas tiene como protagonista a un animal doméstico.” ¿Es disparatado asociar la serpiente que Auden señala en Moore con la que pica a Capote en su infancia? Una misma infancia religiosa, una misma representación de la mordida del pecado, la pérdida de la inocencia y el intento de recobrarla en la búsqueda de la belleza en el lenguaje norteamericano, búsqueda que, según Moore, consistía ni más ni menos que en el hecho de arriesgarse: “Y si uno no puede arriesgarse, entonces ¿cuál es el sentido de todo esto?”.
Al mismo tiempo su poesía abunda en citas: Plinio, Emerson, Tolstoi, entre muchos. Moore puede incluir entrecomillado en su poesía algo que dijo un articulista o que escuchó en la calle. No le preocupa apelar a lo que dijeron otros y apropiárselo en tanto contribuye a reforzar una idea. “Algunos lectores sugieren que las citas interrumpen la agradable continuidad de la lectura y otros, que son una pedantería o evidencian una tarea insuficientemente realizada”, reflexiona en “Una nota a las notas” de sus Collected Poems. Y sigue: “En todo lo que he escrito hay versos cuyo interés principal lo he tomado prestado y aun no he logrado pasar de este método híbrido de composición, los reconocimientos me parecen un gesto honesto. Tal vez a esos a quienes molestan las condiciones, paradas y posdatas se les pueda persuadir de que confíen en mi honestidad y pasen por alto las notas”.
En muchas de sus fotos Moore transmite la impresión de ser una señorita recatada a lo Louise May Alcott. Hay en ella una elegancia algo remilgada, pudorosa. Tiene un humor fino, punzante, inesperado en una mujer que finge una reprimida, pero no. Nunca se casó. Y cuando le preguntaron sobre el tema dijo: “Creo que cualquiera que tenga el propósito de casarse puede hacerlo. En lo personal, yo no soy matrimonialmente ambiciosa”. A través de esas fotos se intuye a una joven formal, antítesis de su poesía. La feminista Adrienne Rich le reprocha que su poesía no va a fondo, crítica que parece más focalizada en una Moore pública. Considerando los tiempos en que vivió y con quiénes se juntaba, opina Rich, su aspecto recatado suena un tanto snob. Pero también es verdad que, a su manera, Moore, contradictoria con el sombrero tricornio que la distinguirá, prefiere no figurar: “El heroísmo es agotador, pero / se opone a la gula imprudente que no perdonó/ al inofensivo solitario”. No obstante era sincera en su pasión por los deportes y el fanatismo por el béisbol. Alguna vez la Ford llegó a encargarle el nombre de un modelo nuevo, encargo que no vaciló en cumplir pensando que, después de todo, bautizar un auto podía ser una forma de poetizar la realidad. Ayudó a Hart Crane, lo corrigió y se ganó su antipatía. Hay quienes sostienen que conoció a Allen Ginsberg y fue algo así como su madrina literaria. Su máxima excentricidad pudo ser, como se dijo, lucirse a menudo con un sombrero tricornio. A propósito de sombreros: en una foto con Marc Chagall, Marta Graham y Alexander Calder se la ve riendo a carcajadas con un sombrero enorme, ridículamente decorado. Cabría pensar si esta forma de llamar la atención con un sombrero no le garantizaba que, mientras todos se concentraban en su sombrero, nadie reparaba en los jerbos que le roían el cerebro. A Capote seguro le encantaba la pose de Moore. A esta altura, otra digresión: ¿por qué no pensar a Moore, más que a Willa Carther, como una tía de Capote? De ser así, como en su hipotético sobrino, el excéntrico supremo, las apariencias engañan. Ni Capote era el bufón que muchos pensaron ni Moore una excéntrica. Porque las fotos no parecen corresponderse con la mujer que escribe: “Si me dices por qué el pantano/ parece infranqueable, entonces te/ diré por qué pienso que/ puedo atravesarlo si lo intento”. Entonces resulta justísima la apreciación sentenciosa de Auden: “Los poemas de Moore son un ejemplo de un arte que no abunda tanto como debiera. Nos fascinan porque no sólo son inteligentes, apasionados, maravillosamente escritos, sino también porque convencen al lector de que han sido escritos por una persona profundamente buena”. Capote, su lector, también lo era. Y el efecto de los poemas de Moore es precisamente ése: recordar, una madrugada, que tal vez valga la ilusión de ser algún día mejores de lo que somos. Pero antes debemos reconocernos como reptiles.
Pangolines, unicornios
y otros poemas
Marianne Moore
Edición bilingüe de Olivia de Miguel
El Acantilado, 312 páginas
Si bien los intentos de traducir a Marianne Moore no son una tarea fácil, puede accederse a su obra también a través de la edición de Hiperión (Barcelona, 1996) a cargo de Lidia Taillifer de Haya. Procurando dejar a un lado todo chauvinismo, hasta el presente no ha sido superada la traducción de sus poemas que hicieran en una cuidadísima y representativa antología Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti para la colección fascicular de “Poesía norteamericana” del Centro Editor de América Latina a fines de los ‘80. Un ejemplo:
Si “la comprensión es la primera gracia del estilo”,
tú la tienes. La contractilidad es una virtud
como es una virtud la modestia.
No es la adquisición de cualquier cosa
capaz de adornar.
O la cualidad incidental que se da
como concomitancia de algo bien dicho
lo que valoramos en el estilo,
sino el principio oculto:
en ausencia de pies, “un método de conclusiones”;
“un conocimiento de principios”
en el curioso fenómeno de tu cuerpo occipital.
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