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Domingo, 10 de noviembre de 2002

Ismos del siglo XX

Por Emmanuel Levinas
La filosofía de Hitler es primaria. Pero las potencias primitivas que se consuman en ella hacen que la fraseología miserable se manifieste bajo el empuje de una fuerza elemental. Despiertan la nostalgia secreta del alma alemana. Más que un contagio o una locura, el hitlerismo es un despertar de sentimientos elementales.
Pero desde entonces, terriblemente peligroso, el hitlerismo se vuelve interesante en términos filosóficos. Pues los sentimientos elementales entrañan una filosofía. Expresan la actitud primera de un alma frente al conjunto de lo real y a su propio destino. Predeterminan o prefiguran el sentido de la aventura que el alma correrá en el mundo.
La filosofía del hitlerismo rebasa de este modo la filosofía de los hitlerianos. Pone en cuestión los principios mismos de toda una civilización. El conflicto no se dirime sólo entre el liberalismo y el hitlerismo. El propio cristianismo está amenazado, pese a los privilegios o concordatos de los que sacan provecho las iglesias cristianas con el advenimiento del régimen.
La libertad infinita con respecto a toda atadura –por la cual, en suma, ninguna atadura es definitiva– está en la base de la noción cristiana del alma. Al seguir siendo la realidad supremamente concreta, al expresar el fondo último del individuo, tiene la austera pureza de un hálito trascendente. A través de las vicisitudes de la historia real del mundo, el poder de renovación da al alma una naturaleza al abrigo de los ataques de un mundo donde entretanto el hombre concreto está instalado. La paradoja no es más que aparente. El desapego del alma no es una abstracción, sino un poder concreto y positivo de desligarse, de abstraerse. La dignidad igual de todas las almas, independientemente de la condición material o social de las personas, no deriva de una teoría que afirme, bajo las diferencias individuales, una analogía de “constitución psicológica”. Procede del poder dado al alma de liberarse de lo que ha sido, de todo lo que la ha ligado, de todo lo que la ha comprometido, para recuperar su virginidad primera.
Si el liberalismo de los últimos siglos escamotea el aspecto dramático de esta liberación, conserva de él un elemento esencial bajo la forma de la libertad soberana de la razón. Todo el pensamiento filosófico y político de los tiempos modernos tiende a colocar el espíritu humano en un plano superior al real, cava un abismo entre el hombre y el mundo. Al hacer imposible la aplicación de las categorías del mundo físico al mundo espiritual de la razón, coloca el fondo último del espíritu fuera del mundo brutal y de la historia implacable de la existencia concreta. Reemplaza el mundo ciego del sentido común con el mundo reconstruido por la filosofía idealista, bañado de razón y sometido a la razón. En vez de liberación por la gracia, hay autonomía, pero el leitmotiv judeocristiano de la libertad la penetra.
Los escritores franceses del siglo XVIII, precursores de la ideología democrática y de la Declaración de los Derechos del Hombre, han confesado, pese a su materialismo, el sentimiento de una razón que exorciza la materia física, psicológica y social. La luz de la razón basta para ahuyentar las sombras de lo irracional. ¿Qué queda del materialismo cuando la materia está totalmente penetrada de razón?
El hombre del mundo liberal no elige su destino bajo el peso de una historia. No conoce sus posibilidades como poderes inquietos que bullen en él y que lo orientan ya por una vía determinada. Éstas sólo son para él posibilidades lógicas que se ofrecen a una serena razón que elige guardando eternamente las distancias.

Antropología marxista
El marxismo, por primera vez en la historia occidental, impugna esta concepción del hombre.
El espíritu humano ya no se presenta para el marxismo como la pura libertad, como el alma que se eleva por encima de toda atadura; ya no es la pura razón que forma parte de un reino de los fines. El espíritu es presa de necesidades materiales. Pero a merced de una materia y de una sociedad que ya no obedece a la varita mágica de la razón, su existencia concreta y avasallada tiene más importancia, más peso que la impotente razón. La lucha que preexiste a la inteligencia le impone decisiones que ésta no había tomado en cuenta. “El ser determina la conciencia.” La ciencia, la moral, la estética, no son moral, ciencia ni estética en sí, sino que traducen a cada momento la oposición fundamental de las civilizaciones burguesa y proletaria.
El espíritu de la concepción tradicional pierde aquel poder de desatar todos los lazos, del que ha estado siempre tan seguro. Choca contra montañas que ninguna fe, por sí misma, puede mover. La libertad absoluta, aquella que realiza milagros, se halla desterrada, por primera vez, de la constitución del espíritu. De ahí que el marxismo se oponga no sólo al cristianismo, sino a todo el liberalismo idealista para que “el ser no determine la conciencia”, sino la conciencia o la razón determine el ser.
De ahí que el marxismo marche a contrapelo de la cultura europea o que, al menos, quiebre la curva armoniosa de su desarrollo.
El lugar del cuerpo
Sin embargo, esta ruptura con el liberalismo no es definitiva. El marxismo es consciente de continuar, en cierto sentido, las tradiciones de 1789, y el jacobinismo parece inspirar en gran medida a los revolucionarios marxistas. Pero, sobre todo, si la intuición fundamental del marxismo consiste en percibir el espíritu en una relación inevitable con una situación determinada, este encadenamiento no tiene nada de radical. La conciencia individual determinada por el ser no es tan impotente como para no conservar –en principio al menos– el poder de romper el encantamiento social que aparece desde entonces como extraño a su esencia. Tomar conciencia de la situación social es para el propio Marx liberarse del fatalismo que ésta comporta.
Una concepción verdaderamente opuesta a la noción europea del hombre sería posible sólo si la situación social a la cual éste se encuentra engarzado, más que un añadido, constituyera el fondo mismo de su ser. Exigencia paradójica que la experiencia de nuestro cuerpo parece realizar.
¿Qué es, según la interpretación tradicional, tener un cuerpo? Es soportarlo como un objeto del mundo exterior. A Sócrates le pesa como las cadenas que carga el filósofo en la prisión de Atenas; lo encierra como la tumba misma que lo aguarda. El cuerpo es el obstáculo. Quiebra el impulso libre del espíritu, lo trae de nuevo a las condiciones terrenas, pero, como un obstáculo, debe ser sobrellevado.
Es este sentimiento de la eterna extrañeza del cuerpo respecto de nosotros el que ha alimentado al cristianismo y al liberalismo moderno. Es este sentimiento el que ha persistido a través de todas las variantes de la ética y pese a la decadencia sufrida por el ideal ascético desde el Renacimiento. Si los materialistas confundían el yo con el cuerpo, era al precio de una negación pura y simple del espíritu. Situaban el cuerpo en la naturaleza, no le acordaban un rango excepcional en el Universo.
Ahora bien, el cuerpo no es sólo el eterno extranjero. La interpretación clásica relega a un nivel inferior y considera como una etapa que debe superarse el sentimiento de identidad entre nuestro cuerpo y nosotros mismos que ciertas circunstancias tornan particularmente agudo. El cuerpo no es sólo más próximo y más familiar que el resto del mundo, no ejerce sólo dominio sobre nuestra vida psicológica, nuestro humor y nuestra actividad. Más allá de estas constataciones banales, está el sentimiento de identidad. ¿No nos afirmamos en este calor único de nuestro cuerpo mucho antes del despliegue del yo que pretenderá diferenciarse de él? ¿No resisten a toda prueba aquellos lazos que, mucho antes de la eclosión de la inteligencia, la sangre establece? Al encarar un peligroso desafío deportivo, en un arriesgado ejercicio en que los gestos alcanzan una perfección casi abstracta bajo el aliento de la muerte, todo dualismo entre el yo y el cuerpo debe desaparecer. Y en la inclemencia del dolor físico, ¿no experimenta el enfermo la simplicidad indivisible de su ser cuando da vueltas en su lecho de convaleciente para encontrar una posición que lo alivie?
Se dirá que el análisis revela en el dolor la oposición del espíritu a ese dolor, una rebelión, un rechazo a que siga allí y, en consecuencia, una tentativa de superarlo: ¿pero acaso esta tentativa no es caracterizada desde ahora mismo como desesperada? ¿El espíritu que se rebela no permanece encerrado en el dolor, ineluctablemente? ¿Y no es esa desesperación la que constituye el fondo mismo del dolor?
Junto a la interpretación dada por el pensamiento tradicional de Occidente a esos hechos, que llama brutos y groseros y que sabe reducir, puede subsistir el sentimiento de su originalidad irreductible y el deseo de mantener su pureza. Habría en el dolor físico una posición absoluta.
El cuerpo no es sólo un accidente desgraciado o feliz que nos pone en relación con el mundo implacable de la materia: su adherencia al yo vale por sí misma. Es una adherencia de la cual no se escapa y que ninguna metáfora podría confundir con la presencia de un objeto exterior, es una unión a la cual nada podría alterarle el gusto trágico por lo definitivo.
Este sentimiento de identidad entre el yo y el cuerpo –que, por supuesto, no tiene nada en común con el materialismo popular– no permitirá pues jamás a aquellos que quieran partir de él encontrar, en el fondo de esa unidad, la dualidad de un espíritu libre que se debate contra el cuerpo al que habría sido engarzado. Para ellos, al contrario, toda la esencia del espíritu consiste en este encadenamiento. Separarlo de las formas concretas con las que desde ahora mismo se halla comprometido es traicionar la originalidad del sentimiento mismo del que conviene partir.

Antropología fascista
La importancia atribuida a este sentimiento del cuerpo, con el que el espíritu occidental nunca ha querido conformarse, está en la base de una nueva concepción del hombre. Lo biológico, con todo lo que comporta de fatalidad, se vuelve algo más que un objeto de la vida espiritual, se vuelve el corazón. Las misteriosas voces de la sangre, los llamados de la herencia y del pasado a los que el cuerpo sirve de enigmático vehículo, terminan perdiendo su naturaleza de problemas sometidos a la solución de un yo soberanamente libre. El yo no aporta más que las incógnitas para resolver estos problemas. Está constituido por ellos. La esencia del hombre no está en la libertad, sino en una especie de encadenamiento. Ser verdaderamente uno mismo no es echar a volar de nuevo por encima de las contingencias, extrañas siempre a la libertad del yo; es, al contrario, tomar conciencia del encadenamiento original ineluctable, único, a nuestro cuerpo, es, sobre todo, aceptar este encadenamiento.
Desde entonces, toda estructura social que anuncia una liberación con respecto al cuerpo y que no lo compromete se vuelve sospechosa como una deslealtad, como una traición. Las formas de la sociedad moderna fundadas sobre el acuerdo de voluntades libres no parecerán sólo frágiles e inconsistentes, sino falsas y mentirosas. La asimilación de los espíritus pierde la grandeza del triunfo del espíritu sobre el cuerpo. Se vuelve obra de falsarios. Una sociedad de base consanguínea resulta de esta concretización del espíritu. Y entonces, si la raza no existe, ¡hay que inventarla!

Pueblo y raza
Una sociedad que pierde el contacto vivo con su propio ideal de libertad para aceptar las formas degeneradas y que, al no ver lo que este ideal exige por esfuerzo, se regocija en lo que aporta de comodidad; una sociedad en semejante estado recibe el ideal germánico del hombre como una promesa de sinceridad y de autenticidad. El hombre ya no se encuentra ante un mundo de ideas en el que, mediante una decisión soberana de la razón libre, puede elegir su verdad para sí; de ahora en adelante, se halla ligado sólo a algunas de ellas, como se halla ligado por su nacimiento a todos aquellos que son de su sangre. No puede jugar con la idea porque, salida de su ser concreto, anclada en su carne y en su sangre, ésta conserva su seriedad.
Encadenado a su cuerpo, el hombre se ve rechazando el poder de escapar de sí mismo. La verdad ya no es para él la contemplación de un espectáculo extraño; ésta consiste en un drama en el que el hombre mismo es el actor. Es bajo el peso de toda su existencia –que comporta datos sobre los cuales ya no tenemos que volver– que el hombre dirá su sí o su no.
¿Pero a qué obliga esta sinceridad? Toda asimilación racional o comunión mística entre espíritus que no se apoya sobre una comunidad de sangre es sospechosa. Y, sin embargo, el nuevo tipo de verdad no puede renunciar a la naturaleza formal de la verdad ni dejar de ser universal. La verdad, por más que sea mi verdad en el sentido más fuerte de este posesivo, debe tender a la creación de un mundo nuevo. Zaratustra no se conforma con su transfiguración: baja de la montaña y aporta un evangelio. ¿De qué modo la universalidad es compatible con el racismo? Tiene que haber entonces –y está en la lógica de la inspiración primera del racismo– una modificación fundamental de la idea misma de universalidad. Debe hacer lugar a la idea de expansión, porque la expansión de una fuerza presenta una estructura totalmente distinta de la propagación de una idea.

Y las biopolíticas
Nos encontramos aquí con verdades muy conocidas. Hemos intentado relacionarlas con un principio fundamental. Tal vez hayamos conseguido mostrar que el racismo no se opone sólo a tal o cual punto particular de la cultura cristiana y liberal. No es tal o cual dogma de democracia, de parlamentarismo, de régimen dictatorial o de política religiosa lo que está en juego. Es la humanidad misma del hombre.

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