Dom 08.11.2009
libros

Apocalypse Love

Seis años después de Jardines de Kensington, se publica la nueva novela de Rodrigo Fresán, El fondo del cielo. Bajo la trama de dos amigos amantes de la ciencia ficción enamorados de una misma chica que toman caminos diferentes en la vida –uno la ciencia, el otro la ficción–, el libro despliega un universo deslumbrante en el que gravitan nuestra idea del futuro, la desesperanza por la fuerza destructora del mal, la esperanza en la fuerza del amor y la lucha colosal por intentar restituir el bien en el mundo. Marcelo Figueras explora la cautivante relación de Fresán con sus lectores, la particular relación con la crítica argentina, la inevitable relación con la tradición y explica por qué se trata, finalmente, de la novela en la que el autor se muestra al dominio de todas sus fuerzas.

› Por Marcelo Figueras

En el texto que cierra El fondo del cielo, Rodrigo Fresán tiene el tino de aclarar: “Esta no es una novela de ciencia-ficción. Esta es una novela con ciencia-ficción”. La salvedad viene a cuento dado que el relato utiliza como personajes centrales a dos que fueron fanáticos del género en su época de oro; que permitieron que esa pasión moldease sus vidas –uno optando por la ciencia, el otro por la ficción–; y que, en consecuencia, nunca dejaron de concebir sus vidas como lo que en efecto son, al igual que las nuestras: un viaje en el espaciotiempo.

La novela también está llena de homenajes a grandes del género (o, para ser precisos, a sus alter egos de universos tan paralelos como próximos) en cualquiera de sus soportes, desde Philip K. Dick, Kurt Vonnegut y Howard Philip Lovecraft a Stanley Kubrick; y de guiños a Rod Serling, Star Trek, Amazing Stories, El eternauta (ah, esa nieve que la tragedia convirtió en perjurio), Adolfo Bioy Casares y un largo listado de lo que en Fresán-speak sería apropiado denominar Greatest Hits del asunto.

Pero todo esto, en cualquier caso, es lo previsible. Lo que resulta imprevisible es la naturaleza del relato. Que inspira la tentación de ser definido como Jules et Jim reescrito por Ray Bradbury. (Sí, por Bradbury y no por Dick ni por Ballard: como suelen hacer los grandes escritores, Fresán subraya algunas influencias para disimular la única que cuenta. Después de todo, ¿quién es el maestro indiscutido de los melancólicos atardeceres marcianos?) Tentación que resistiré, porque sería conformarse con menos de lo que El fondo del cielo sugiere, y por lo tanto se merece.

Cualquier intento de glosar su anécdota sería reduccionista. Si dijese que la novela cuenta la historia de Isaac Goldman (aquel que optó por seguir escribiendo ficción) y de Ezra Leventhal (aquel que renunció al género para elegir la ciencia, reescribiendo la historia del mundo desde el Manhattan Project en adelante), cometería una injusticia, porque el asunto de los chicos americanos y judíos que idolatran y finalmente practican un género considerado ‘menor’ remite a Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay de Michael Chabon (otra influencia que Fresán conjura en los agradecimientos), cuando su novela toma una dirección por completo distinta. (Además, su contexto mismo lo altera todo: en USA es posible escribir una novela sobre autores de historietas y ganar un Pulitzer. En Hispanoamérica los custodios de la cultura creen que los géneros ‘menores’ no deben contaminar la literatura, y suelen castigar con la indiferencia a los que desconocen ese dictum. O sea: lo que Chabon hace de manera natural, Fresán lo hace a sabiendas de que practica una osadía.)

Pero las osadías no son nuevas para Fresán, que lleva ya casi veinte años revolviendo avisperos. La edición original de Historia argentina data de 1991, e irrumpió en la narrativa local como una explosión cuya onda expansiva dista de haberse extinguido. “El aprendiz de brujo” sigue siendo un gran cuento, full stop. Javier Moreno dijo hace no tanto que Historia argentina contenía in nuce todo aquello que desde entonces Fresán ha ido y seguirá desarrollando, del mismo modo en que The Beatles (es decir, el álbum blanco) contiene todo lo que la música pop y aledaños han venido desarrollando desde 1968. Pero quizás sea necesario ser todavía más preciso y decir que, de todos sus relatos, “El aprendiz de brujo”, con su relectura de Malvinas a mitad de camino entre Salinger y los Monty Python y su apelación el episodio de Fantasía en que Mickey desata fuerzas que no puede controlar, sigue siendo sin duda alguna el Big Bang (Moreno dixit, nuevamente) del Fresanuniverso.

(¿Será este el lugar más adecuado para sugerir que El fondo del cielo es la novela en que Fresán controla, por fin, las tormentas que desató aquel riff inicial? Seguramente no. Así que volveré sobre el asunto más adelante.)

Desde entonces Fresán no hizo otra cosa que irritar al establishment literario local al tiempo que generaba, en sus lectores, una adoración que sólo suelen despertar las estrellas de rock. (Salvando la distancia, claro, en materia de ganancias y de disponibilidad de groupies.)

Admito que a menudo sus viajes me dejaron girando como un trompo. Recuerdo llegar al final de, por ejemplo, Vidas de santos, y preguntarme de inmediato qué era eso –qué clase de criatura literaria acababa de rugir, o de balar, o de bramar (¡o todo a la vez!) ante mis ojos–.

Pero ni siquiera cuando me quedé afuera (y Fresán plantea el juego literario sin grises: o entrás, o te lo perdés) dejé de creer que estaba en presencia de un autor en cuya huella debía perseverar. Porque Fresán poseía dos elementos que sólo tienen los grandes.

En primer lugar, una visión. En algún sitio definió lo suyo como irrealismo lógico, en contraposición a ya-saben-qué. Suena ocurrente, como tantas cosas que dice o escribe, pero de adoptar la etiqueta estaría enfrentándome nuevamente al riesgo del reduccionismo. Ni siquiera sirve decir que Fresán podría ser el hijo rocker de Kurt Vonnegut, a cuenta de la iconoclastia, del millaje acumulado como frequent flyer de múltiples géneros, del sentido del humor y de la voz “monologante y confesional” que invita a la fiesta de su locura. No: contentémonos con decir que Fresán es un original. En estos tiempos marketineados hasta la exasperación, es casi lo máximo que se puede pretender de un escritor.

En segundo lugar, Fresán ha sido fiel a esa visión. Aun cuando esa fidelidad amenazaba con convertirlo en un paria, en alguien que escribía cosas que no se parecían a nada de lo que se estaba publicando, y peor todavía: a nada de lo que tenía éxito.

Alguien dirá: seguramente no pudo hacer otra cosa. Tal vez. Pero en un medio que está lleno de armiños que juegan a ser perros (y viceversa), Fresán es consciente de que nació quimera, y quimera morirá.

Desde Historia argentina en adelante han ocurrido dos cosas. Por una parte, Fresán siguió construyendo una de las obras más singulares de la narrativa hispanoamericana. (No le pongo fecha a esa obra para no cometer el error de anclarla en el siglo XX. A veces pienso que la insistente señalización de Fresán hacia el desvío de la ciencia ficción es su forma de sugerir que, en realidad, deberíamos considerarlo un escritor del siglo XXI.)

Y al mismo tiempo la corporación literaria de la Argentina, a la que le resulta tan natural comportarse como un Gulag, decidió someterlo a un tratamiento de silencio. La mayor parte de los ensayos y trabajos críticos sobre la obra de Fresán provienen de sitios que no son la Argentina. Y esto no puede atribuirse al hecho de que Fresán viva en Barcelona desde hace años. Ya ocurría cuando Fresán vivía aún en Buenos Aires, y sólo se potenció en su (aparente) ausencia. De no ser por la labor de tantos críticos formalmente extranjeros (no se pierdan el ensayo de Ignacio Echevarría, en la reedición de Historia argentina que Anagrama lanzó al cumplir 40 años), las señales que el satélite Fresán emite desde 1991 le habrían pasado por completo desapercibidas a miles de lectores de todas partes.

Pero (bip) por fortuna (bip bip), eso no ocurrió.

¿Cuál sería el pecado por el que estaría pagando semejante precio? Se me ocurren dos. El primero es, precisamente, el de haber hurtado el cuerpo al pecado que Borges definió, en un poema tristemente célebre, como el peor de todos: Fresán es feliz. Pocas escrituras trasuntan más goce, en la narrativa contemporánea, que la de este dichoso hombre. En Fresán, la literatura es lo más parecido al orgasmatrón de Woody Allen que el ser humano pudo concebir desde que lanzó un hueso al aire: una fuente de placer que no falla jamás –siempre y cuando, claro, el cilindro en el que uno elige entrar sea el adecuado y funcione como debe–.

En un medio donde tantos escritores pretenden encontrar un nicho dentro del canon literario local aun antes de haber escrito una sola línea; donde se concibe la escritura como un mecanismo de sobrecompensación ante inseguridades y carencias variopintas (de las cuales, imagino, las sexuales no deben ser las peores); y donde terminan produciéndose, de manera inevitable, más operativos intelectuales y de marketing que verdaderas novelas, lo de Fresán no puede resultar sino una afrenta.

El segundo pecado de Fresán es haber obtenido con naturalidad aquello que el común de los escritores no suele lograr, ni siquiera trabajando a destajo: una voz propia. Ignacio Echevarría también subraya aquello que intenté decir al principio: que con el libro Historia argentina, y en particular con el cuento “El aprendiz de brujo”, Fresán debuta “ya acuñado, resuelto”.

PORTADAS DE REVISTAS DE CIENCIA FICCION DEL SIGLO XX, INCLUIDAS EN SCIENCE FICTION OF THE 20TH CENTURY: AN ILLUSTRATED HISTORY, DE FRANK M. ROBINSON (COLLECTORS PRESS, 1999).

Para colmo Fresán llega a escena con otras marcas imperdonables. Empezando por la impronta biográfica. La mayoría de los grandes escritores viene, o se ha forjado (Borges es el ejemplo típico) una experiencia y/o prosapia que informan su prosa casi a la manera de un preámbulo. Y Fresán ya viene de fábrica con ingredientes dignos de nota. Un secuestro a tierna edad, el exilio al que lo arrastraron, contacto con los grandes escritores de su tiempo (Rodolfo Walsh, García Márquez) a una altura de la vida en que los demás no bebíamos nada más fuerte que el Nesquik, y last but not least, una doble herencia por vía sanguínea que forma un combo que te la voglio dire: el arte y el (dolor que conlleva el) divorcio.

Desde el comienzo mismo, además, Fresán hace suyo ese desplazamiento que es característico de los grandes escritores argentinos, y que también es lícito entender como excentricidad, en tanto supone correrse de lo que se considera el centro –lo axial, lo canónico–. “Ser argentino es una fatalidad”, dice Borges en El escritor argentino y la tradición. Y por eso nuestras figuras insignes no se preocuparon ni un segundo por su propia argentinidad: eso era lo ya dado, lo inevitable. Lo no dado, la libre elección, pasaba en todo caso por lo que querían ser y todavía no eran, o bien (aquí radica buena parte de la gracia) no podrían ser nunca. Sarmiento quería ser francés. Arlt quería ser Dostoievski. Borges se sentía más cerca de las sagas nórdicas que de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Cortázar estaba llamado a perderse en París desde que empezó a hablar con esa erre para nosotros defectuosa, pero tan bien cortada para los veinte arrondissements.

Empujado a la excentricidad por el preámbulo de su historia, Fresán esquivó sin esfuerzo las tentaciones que acechan al grueso de los escritores locales (querer ser Arlt, Borges, Cortázar o bien conformarse con la categoría de discípulos aplicados) y en vez de emular su prosa, emuló sus procedimientos. Eligió los modelos que le quedaban mejor de sisa (del mar de influencias citables, quedémonos ahora con aquellas que horadan El fondo del cielo: John Cheever y Kurt Vonnegut, que además aparecen en “La vocación literaria”, el cuento de Historia argentina donde, ja, narra aquel secuestro que sufrió cuando niño) y se re-imaginó a sí mismo a su imagen y semejanza, sin importarle un pito que ni Cheever y Vonnegut figurasen en la lista de Modelos Recomenda-bles para El Joven Escritor Argentino Políticamente Correcto y Funcional a la Tradición.

En todo caso Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica, y además practica, el establishment local. Lo suyo es más bien la tradición a la manera del citado ensayo, donde Borges sostenía que nuestro campo de juego debía ser “toda la cultura occidental” (ahí se quedó corto, en estos tiempos también abrimos ventanas a otras culturas) y llamaba a “ensayar todos los temas”.

Pero hay otra frase del mismo ensayo por donde pasa, creo, el quid de la cuestión. “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”, dice Borges. (Las cursivas son mías.) Y si hay algo que resulta indudable en Fresán es que hace lo que hace con felicidad. Lo cual, si hay que creerle a Borges, bastaría para colocarlo en el corazón de la tradición argentina, por más que haya tantos que trabajen para mantenerlo en el ostracismo.

¿Y qué es lo que hace de El fondo del cielo algo tan especial, más allá del hecho de tratarse de la primera novela de Fresán en seis años? (Jardines de Kensington data de 2003.)

En muchos sentidos El fondo del cielo es Fresán en estado puro. Allí están todos los matices de la voz conocida. Empezando por el aluvión de referencias pop, trasplantadas desde la médula misma de la cultura (masiva y de la otra): lo que va de 2001: Odisea del espacio a la cientología, y de Dante Alighieri a Leonard Cohen, dos cronistas del infierno pero ante todo (o inevitablemente, habría que decir, ya que no hay forma de obtener las mieles sin sufrir las picaduras) del amor. Las novelas de Fresán deberían venir con un track de comentarios en simultáneo, como los buenos DVDs. O con una conexión a la Play, para que uno gane vidas a medida que va identificando citas y referencias. De alguna manera los agradecimientos que incluye rigurosamente al final funcionan siempre así; nadie, imagino, los disfruta más que aquellos que solemos quedarnos hasta el final de los créditos en las películas o buceamos en los extras de cada DVD.

También están las menciones al resto de la galaxia Fresán: lo que va de Urkh 24 a la enésima encarnación del sitio llamado Canciones Tristes. Y esa manera de narrar tan personal, a menudo exasperante e interesante siempre. Tuve que leer la novela dos veces, lo cual incluye los agradecimientos, para darle verdadera dimensión a la cita de John Cheever que Fresán incluye allí: “Yo no trabajo con tramas. Yo trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos”, dijo Cheever alguna vez a alguien de The Paris Review. La definición se aplica a la prosa de Fresán, por supuesto –está puesta allí con total alevosía–.

Yo no soy Cheever, por supuesto, pero diría algo más. La voz monologante y confesional que narra las novelas de Fresán es, en algún sentido, la de alguien que acaba de leer un relato (o de ver una película, o de escuchar una canción) que de momento está más allá de nuestro alcance. (Fresán confiesa, en este caso, que existió originalmente una versión de El fondo del cielo más “histórica y enciclopédica” –más convencional, se podría decir.) Lo que el lector recibe, pues, no es lo que ocurrió en verdad –la trama, por decirlo de otro modo–, sino lo que la historia original, ese texto primigenio y secreto que nunca conoceremos, le produjo y produce al narrador.

Todos hemos contado películas o novelas ante una oreja bien dispuesta, y nunca –pero nunca– las contamos tal cuál son. Narramos ante todo cuánto y cómo nos han marcado, más el efecto que la causa. Damos por sentadas cosas que no deberíamos dar por sentadas y subrayamos cosas que ya han quedado claras. Y por supuesto nos desviamos del asunto, y nos perdemos en elucubraciones, y nos preguntamos al fin dónde habíamos quedado, pero también –sobre todo– nos preguntamos si alguien comprende lo que estamos tratando de decir.

El mismo procedimiento de Marlow, ese personaje conradiano que sabía que no conviene narrar en caliente, sino bebiendo un clarete en buena compañía. Tratándose de Fresán, no me refiero al Marlow que narra Juventud ni tampoco el de Lord Jim, sino más bien aquel de El corazón de las tinieblas –esto es, aquel que no está seguro de haber regresado del todo de su viaje.

En un pasaje de El fondo del cielo, Fresán no habla de escritores, sino de escrinautas. Sus narradores son Marlows que, en vez de lanzarse a los mares reales, han navegado por las aguas insondables de la cultura occidental, naufragando de manera tan ocasional como memorable sobre las playas de alguna isla humana.

Ya anuncié que todos los elementos reconocibles de la narrativa de Fresán estaban presentes en El fondo del cielo. (Aquí va otro que no mencioné antes, y que también puede ser predicado de esta nueva novela: cada relato de Fresán representa, a su manera, una puesta al día de las clásicas preguntas sobre por qué escribimos, y por qué leemos.)

Lo que no dije, o por lo menos no con todas las letras, es que al mismo tiempo El fondo del cielo es otra cosa. Algo distinto, lo cual no necesariamente significa opuesto, ni mucho menos contradictorio. Lo clásico y lo novedoso en Fresán se amalgaman aquí con naturalidad, del mismo modo en que, desde hace ya décadas, palabras en apariencia opuestas como ciencia –con su predilección por lo comprobable– y ficción –con su predilección por lo inefable– se combinaron para crear un género nuevo y abrir puertas en la mente donde antes había sólo muros.

El fondo del cielo es una novela que responde no a una lógica cartesiana, sino cuántica. (No es casual que entre los agradecimientos exista uno dedicado a una de las figuras de la física moderna: el científico Hugh Everett.) Así como la física cuántica sostiene que una llave de luz puede estar encendida y apagada en simultáneo, El fondo del cielo sugiere a la vez un Fresán puro y un nuevo Fresán.

Sin embargo Fresán no recurre a la física cuántica para explicar esta paradoja, sino a una de las maneras más primitivas concebidas por el hombre para explicar el universo y su rol en ese océano: el misticismo. Dado que dos de los tres protagonistas se apellidan Goldman y Leventhal, la nociones cabalísticas se tornan inescapables.

Una de esas nociones se denomina Tzimtzum, y es definida como una constricción de sí mismo que Dios produce voluntariamente. Una libre renuncia a la infinitud divina, que el Todopoderoso pone en práctica por una razón tan simple como inapelable: para hacer posible la existencia del Otro. En todos los años que llevo abocado a estos asuntos, he encontrado pocas definiciones que sirvan mejor de norte a cualquier narrador: se trata de saber restringirse, de renunciar a querer llenar todos los espacios, para hacer posible la existencia de ese Otro que es el Lector.

El segundo concepto se llama Tikkun Ra, o “la reparación del mundo”, según el cabalista español Abraham Abulafia. La Luz Divina de Dios habría estado contenida originalmente en una o más vasijas que terminaron rajándose por obra del mal, y derramando su tesoro. Al caer sobre el mundo, esas astillas divinas invirtieron su carga y se transformaron “en todo lo terrible y monstruoso que ha sucedido desde entonces”. “Los místicos –prosigue Fresán a través de Isaac Goldman– sostienen entonces que la tarea de los hombres consiste en reunir esos malignos fragmentos mediante buenas acciones. Reconvertirlos en materia benéfica e ir ensamblándolos como si se tratara de una estatua rota hasta recuperar el todo original. El bien perfecto”.

En El fondo del cielo Fresán encontró algo que le permitió reunir todas las piezas de su narrativa y ensamblarlos en una novela sin fisuras.

Es que El fondo del cielo es, más allá de la parafernalia, una historia de amor.

Por supuesto, no esperen encontrarse con un amor de características convencionales. ¡Estamos hablando de Fresán! Lo más parecido al romance que encontramos en la novela es puro Jules et Jim, un triángulo entre dos muchachos y una mujer innominada, ménage à trois que, en este caso, permanece inconsumado. (Por lo menos en los universos de los que la novela habla...)

Más bien se trata del otro amor: el amor místico, esa fuerza capaz de reunir los fragmentos malignos y restaurar el bien original. Las religiones del mundo fracasaron de la manera más estrepitosa a la hora de defender su existencia y predicar su necesidad; a esta altura de la Historia, lo más probable es que la ciencia termine saliendo en su rescate. Después de todo el mal es digital, binario: sólo puede romper lo que está sano y corromper lo que es puro. Pero el amor, esta clase de amor, es cuántico, porque puede hacer que aquellos que están rotos y se saben impuros accedan a otro estado del alma, aun cuando sus pies sigan hundidos en el barro.

Además de la ciencia, de Abulafia y demás cabalistas, el amor místico no ha tenido mejor aliado a lo largo de la Historia que el arte en general y la narrativa en particular. ¿Cuántas novelas maravillosas han sido concebidas en este estado de exaltación? Pienso en David Copperfield, en Las aventuras de Augie March, en Oración por Owen, en El paciente inglés. Y a partir de ahora, claro, pensaré además en El fondo del cielo. Al poner en el centro de su historia un instante tan fugaz como íntimo (dos muchachos jugando en la nieve, una chica que los mira desde la ventana), y pretender que ese instante alcanza para contrarrestar todos los apocalipsis, Fresán nada a contracorriente del pesimismo imperante y responde en simultáneo a la pregunta del por qué escribimos, por qué leemos –y quizás por primera vez, por qué vivimos–.

Hacemos todo eso para crear momentos de belleza que, como las estrellas, seguirán brillando cuando ya no estemos.

El fondo del cielo
Rodrigo Fresán

Mondadori
272 páginas

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