Domingo, 22 de noviembre de 2009 | Hoy
Enrique Wernicke encarnó como pocos la figura del escritor desterrado de la literatura profesional, de los ambientes institucionales, de la ciudad misma. Fue a vivir cerca del río donde escribió La Ribera, una novela ahora recobrada, en la que el tono existencial va ganando el espacio de la literatura realista hasta convertirla en un diario íntimo lleno de matices.
Por Luciana De Mello
No es sólo la lógica de la corriente: todo viene de vuelta con el río. Los cuerpos, los nombres, los restos de la creciente. A diferencia de la tierra, el agua en su vaivén descompone y eterniza. El Río de la Plata es un gran espejo que tenemos como frontera. Un espejo duro en el cual mirarse, un espejo que por más que intentemos, no podemos esquivar. Enrique Wernicke escribió este río muchas veces. Lo escribió en La Ribera y en El Agua. Lo volvió a escribir en lo que hay de él en Conti, en Briante, en la generación del sesenta. Wernicke lo escribió metiéndose hasta el cuello, viviendo en la contradicción de sus aguas. Por eso vuelve hoy en La Ribera, una novela que había estado desaparecida de las librerías durante mucho tiempo. Abelardo Castillo lo elige, repitiendo la actitud de reconocimiento de los escritores sesentistas frente a sus antecesores, para que forme parte de la colección Los Recobrados, un gesto importante para la literatura argentina que ya ha reeditado a Roberto Payró, a Sara Gallardo, a Eduardo Wilde y a Beatriz Guido, entre otros.
Fiel a su generación, Enrique Wernicke fue el tipo de escritor que escribió desde la valoración de la experiencia. “Para escribir hay que vivir” y el hombre se echó a andar. Así fue describiendo su propia geografía, física y literaria, en un país donde las fronteras fundantes se asentaron en la división hegemónica entre civilización y barbarie, más tarde trasladada a la tensión entre capital e interior. Esta camisa de fuerza de las dualidades es el punto de partida desde el que un escritor argentino sale a trazar su propio camino. Wernicke trazó un camino discontinuo, dibujando recorridos diferentes y que le abrieron la puerta a la posibilidad del margen. Porque en vez de pensar al escritor “rescatado” de los márgenes como a un olvidado, quizá lo que deba “rescatarse” sea ese camino orillero como elección. Wernicke se rehusó a frecuentar los círculos, a seguir una u otra vanguardia, en sus diarios escribió: “... en el fondo sigo convencido de que el mundo debe mantenerme en honor a mis libros. Como mantiene a Sabato o a Borges. Yo no fui capaz, o no quise venderme. Ahora lo pago. Además siempre fui un haragán y hace mucho que también soy un borracho. Es mi protesta contra un mundo absurdo. Protesta, pero para adentro, durmiendo mis siestas y cagándome en todos”.
Ese escritor tanto tiempo olvidado y rescatado que fue Arlt, sabía lo que hacía cuando escribió el prólogo de Los Lanzallamas. Ese prólogo no fue sólo una nota para sus contemporáneos. El margen como opción es una elección literaria y como tal, política. Luego el tiempo hace su trabajo, vuelve a traer, como el agua, lo que de alguna forma u otra sobrevive en las corrientes, y una obra se retoma una y otra vez en la escritura de los que la suceden. En su travesía de oficios y ocupaciones, Wernicke fue periodista, titiritero, militante y expulsado del partido comunista, agricultor, fabricante artesanal de soldaditos de plomo, topógrafo y escritor. Vivió en Europa, en el campo argentino –lugar que dará origen a su novela Chacareros, anterior a La Ribera– y ya hacia el final decide asentarse en la Ribera norte del Río de la Plata. Este itinerario que Enrique Wernicke elige para su vida, para su literatura, está condensado esencialmente en La Ribera y es allí donde se cifra la clave de su escritura. Eduardo, su protagonista, es un escritor que se retira a la ribera luego de haber vivido en el campo, en la ciudad de Buenos Aires y en Europa. Junto al río monta un pequeño taller de soldaditos de plomo. El escritor atribulado, que se escapa de la ciudad, de las discusiones intelectuales de café, buscando rescatar en su vida junto al río una experiencia vital que lo estimule a seguir escribiendo, es el mismo que se llama a sí mismo “un desclasado” cuando afirma que sólo un burgués puede darle importancia al hecho de ganarse el pan con el trabajo de sus manos. Ese ser desclasado es su elección frente a la fatalidad de la pertenencia de clase. Personaje y autor, Wernicke se desclasa como burgués como también se desclasa en tanto escritor realista. No es de Boedo ni es del Sur. En La Ribera Wernicke ya está marcando el alejamiento, la búsqueda empeñosa de una separación de la ciudad mientras afila al máximo sus dones de cuentista. Hay en la novela una equilibrada combinación de precisión, despojo y lirismo a la hora de narrar, que la vuelven difícil de clasificar en el contexto literario de su época. No se ajusta a las convenciones del realismo socialista, sin embargo su interés por lo social es lo que cincela la novela desde una perspectiva más existencialista. El hombre de los márgenes, sus trabajos, sus historias. Todo narrado al mismo tiempo con el cinismo y la nostalgia de quien ya no puede creer más que en la existencia inmediata.
Al morir, Wernicke dejó un diario de aproximadamente 1500 carillas dactilografiadas bajo el nombre de Melpómene. Hasta el presente, su divulgación ha sido tan escasa como fragmentaria, sin embargo hay mucho de Melpómene en La Ribera. Porque además de la conformación de un territorio y de un estilo, en la novela hay también una búsqueda alrededor de los límites del género literario. De ahí su riqueza narrativa: la exactitud del lenguaje que supo cultivar en sus cuentos más breves y las observaciones a modo de confesión que surgen de la escritura de su diario. Podría decirse que La Ribera es un vaivén entre la tierra y el agua, la exactitud de la narración austera para narrar la acción y un lirismo tan profundo como medido a la hora de observar el mundo que se está contando. El cuento contiene, es límite, cierra. El diario dilata, expande, desborda. Un diario es una confesión, y la novela, hacia el final, se confiesa diario.
La obra de Wernicke es, en definitiva, un relato de nuestras contradicciones. De la lucha imposible y maniqueísta que libramos a la hora de entender de qué lado de la frontera estamos. Narró varios paisajes pero sin duda su máquina se afincó en la ribera para transformar al río en uno de los personajes más importantes de su obra. Wernicke vio en el río su posibilidad de escape y vio también la desgracia de su cercanía. Vio la luz que proyecta a cierta hora de la tarde sin dejar de ver en el barro del fondo otra forma de espejo.
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