Domingo, 27 de diciembre de 2009 | Hoy
SOBRE REVISTAS Y POLEMICAS
Por Alfredo Jaramillo
Cuando el poeta galés Dylan Thomas regresó de la White Horse Tavern, un 3 de noviembre de 1953, tambaleándose a lo largo de las veredas neoyorquinas y lanzó su confesión en el lobby del hotel Chelsea (“Me tomé 18 whiskies. Creo que es todo un record”), nadie imaginó que la fama de su frase cobraría un renovado impulso, en otro lugar y mucho tiempo después, en el título de una revista editada por un grupo de poetas porteños, casi cuarenta años después. El primer número de la revista 18 Whiskys (o la Whiskys, como se refieren a ella la mayoría de los que vivieron el verano poético de los ’90) salió en el año que inauguró la década, y pese a su corta duración (se editaron dos números, el segundo en 1992) significó la unificación en un mismo espacio de un coro de voces y pensamientos que hasta entonces se habían mantenido unidas mediante el hilo de una caravana que, según el día, las llevaba del living de la casa de Daniel Durand, en Mario Bravo al 900, al departamento de Laura Wittner en Villa Crespo, y que podía terminar sin sorpresas en una excursión a Sarandí, cerca del río, en busca de vino patero.
La casa de Durand fue uno de los lugares clave en donde se fraguó la primera oleada de lo que después la crítica terminaría de definir, a falta de un título mejor, como “poesía de los ’90” u “objetivismo argentino”. ¿Quiénes integraban ese florido ramo de jóvenes poetas que terminarían por armar la Whiskys? José Villa, Darío Rojo, Mario Varela, Laura Wittner, Ezequiel y Manuel Alemián, Eduardo Ainbinder, Sergio Raimondi, Rodolfo Edwards, Osvaldo Bossi, y otros tantos más.
El poeta platense Horacio Fiebelkorn —que casi diez años después formaría junto a Rodolfo Edwards, Washington Cucurto y Martín Carmona la revista La novia de Tyson— recuerda: “Los de 18 Whiskys eran más vitales, se drogaban en la calle. Te ibas a tomar una cerveza con los muchachos y la pasabas bien”. El primer número de 18 Whiskys anunciaba en tapa reportajes a Nicanor Parra, Jorge Aulicino y Arturo Carrera, junto a una selección de poemas de Beckett y un especial sobre Alberto Girri y el fotógrafo Henri Cartier-Bresson. El slogan que eligieron poner debajo del nombre era corto y directo: “Un buen record”.
Algunos de los protagonistas de la escena, al rememorar esos años de formación, explicitan de una manera más detallada el motor de algunas percepciones que luego terminarán codificadas en los versos de los ’90, al detallar que una droga llamada micropunto, por ejemplo, servía como patada de motocicleta para la comprensión de la época. Si uno mira hoy las páginas de La novia de Tyson se puede encontrar con otro tipo de lisergia, más cercana al humor satírico y los retratos apócrifos que hoy practica la revista Barcelona que al desborde de las drogas de diseño. Aunque quizá probablemente ambas hayan estado asociadas.
Sin embargo, no todo era la Whiskys en los ’90. Poetas como Alejandro Rubio y Martín Gambarotta reclamaban para sí una tradición que, desde el aspecto político, pedía distinguirse de la que pregonaba la banda que homenajeaba a Dylan Thomas. Y desde las páginas de la revista Nunca nunca quisiera irme a casa, Gabriela Bejerman (y un grupo integrado por Lola Arias, Carlos Elliff, Andi Nachón, Fernanda Laguna, Washington Cucurto y Cecilia Pavón) exhibía su fervor por el neobarroco y la poética de Néstor Perlongher.
Pero antes que una oposición abierta y confrontativa, la dinámica entre los poetas de los ’90, como lo recuerda Ezequiel Alemián, era de “incorporación, alimentación y procesamiento”, aunque la actitud hacia otros grupos mantuvo la gimnasia beligerante. Al decir de Casas: “Pensábamos que los escritores jóvenes de moda (los de editorial Planeta y los de la revista Babel) eran la vaca que tiraban para ser sacrificada por las pirañas, mientras nosotros cruzábamos el Paraná al biés”.
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