Domingo, 14 de marzo de 2010 | Hoy
Con una cita al clásico británico El jardín secreto, de Frances Burnett, la escritora escocesa Maggie O’Farrell logra armar una implacable trama de suspenso, donde los secretos familiares son la base de los misterios de la condición humana.
Por Mariana Enriquez
Desde su título, la cuarta novela de Maggie O’Farrell (escocesa por adopción, nacida en Irlanda del Norte) cita a un clásico de la literatura británica: El jardín secreto, de Frances Hogdson Burnett, publicado en 1911, cuya protagonista se llama Mary Lennox. Además del apellido, ambas niñas son hijas del raj, británicas nacidas en la colonia de la India, que en mitad de la infancia son arrancadas de ese mundo cálido y colorido para volver a la isla originaria. Y las dos vuelven a Gran Bretaña escapando de mortales enfermedades asiáticas: Mary queda huérfana después de que toda su familia muere víctima del cólera; Esmé pierde a su ayah y a su hermanito por el tifus. Cuando vuelven a su frío país de origen, ambas son niñas peculiares, traumatizadas, rebeldes –una rebeldía que sus entornos interpretarán como un salvajismo contagiado en la colonia, más difícil de curar que las enfermedades infecciosas–.
Maggie O’Farrell instala así su novela en la tradición de la literatura popular británica, pero elige para su protagonista un camino distinto del que recorre la niña de El jardín secreto, que con el tiempo logra, casi literalmente, convertirse en una flor inglesa (aunque rara, eso sí). Esmé Lennox no logra adecuarse a los prejuicios de la época, a las pretensiones de su ultraconservadora familia y a la comparación con su hiperadaptada hermana mayor, Kitty. Cuando su rareza, reforzada por el trauma de la infancia –el hermanito murió en sus brazos, y ella se aferró al cadáver durante tres días, hasta que los padres volvieron para comprobar si quedaba alguien vivo en la casa infectada– parece servirle de algo, resultar atractiva para alguien en ese mundo monocromo de la Escocia de entreguerras, estalla la primera y brutal traición, de la que nada se puede revelar porque sería arruinar la experiencia de lectura de esta hipnótica novela, construida con un suspense implacable. Lo cierto es que después de esa cruel traición, Esmé recibe un injusto, desproporcionado castigo: es recluida en un hospital psiquiátrico, a los 16 años: la familia espera que el disciplinamiento del tratamiento la cure de la excentricidad y el desarraigo. Pero otra vuelta de tuerca cambia los planes de la familia, que toma una decisión espeluznante: dejarla allí de por vida y borrarla de la memoria familiar, hasta el punto que queda prohibido nombrarla.
Es por eso que, sesenta años después, cuando el hospital cierra sus puertas, la única pariente viva de Esmé, su sobrina nieta Iris, ignora por completo la existencia de esta mujer. Sin embargo, la joven Iris decide hacerse cargo de la anciana una vez que la conoce: la impresiona su dignidad, su inteligencia y la aplastante evidencia de que, aunque ciertamente es rara, no está loca en lo más mínimo.
Una vez que Esmé recupera su libertad, O’Farrell construye su intriga con verdadera maestría. Su material contiene elementos góticos, drama familiar, secretos inconfesables, pero lo más atractivo es el contrapunto entre los recuerdos de Esmé –que sólo el lector conoce, porque se los guarda, se los cuenta a sí misma como una forma de retener la cordura– y los de su hermana Kitty, que también está recluida, pero en un geriátrico, con el cerebro arrasado por el Alzheimer. Entre los retazos de lucidez de Kitty y la memoria lúcida pero dolorosa de Esmé se va revelando el misterio de una novela terriblemente entretenida que aunque es fiel al género nunca renuncia a la hondura humana ni al parentesco con la mejor tradición de la literatura popular británica.
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