Domingo, 14 de marzo de 2010 | Hoy
Dos seres que parecían tenerlo todo y se convierten en marginados sentimentales por una vuelta del destino protagonizan la nueva novela de Jaime Bayly, repleta de marcas ya probadas y un clima de narración que se ha vuelto muy mecánico.
Por Juan Pablo Bertazza
Jaime Bayly es mejor escritor de lo que cree y eso, paradójicamente, lo vuelve peor escritor de lo que es. Ya son muchos los libros en los que probó con creces que es un autor con don: don para contar una historia, don para saber llevar las tramas sin que se le retoben en exceso ni permanezcan demasiado dóciles, don para ser leído tanto por letrados como por gente que no lee tanto, el llamado lector común, don para transformarse en algo así como un adictivo escritor de libro por año. En definitiva, don para mostrar con sus característicos guiños literarios el gran ojo sin párpados de la vida. Sin embargo, lo que en su anterior novela, El canalla sentimental, parecía al servicio de eso que, a falta una expresión mejor, podría llamarse el nervio literario o el hueso del arte, en esta nueva entrega se despilfarra en poses superficiales, esas poses tan baylyianas que ya no le hacen falta para escribir pero que, indudablemente, le siguen aflorando de vez en cuando.
Si en El canalla sentimental Bayly hablaba hasta el hartazgo de sí mismo para volverse casi universal, en este libro se muestra mucho menos autorreferencial pero, increíblemente, termina cayendo de bruces contra sus propias obsesiones sin llevarlas necesariamente a buen puerto. Si en El canalla sentimental había la suficiente poesía y profundidad interior como para que un brevísimo chiste estallara con la fuerza de una granada en un ascensor hermético, en este libro, luego de cada intento de humor, da la sensación de que se escapa de la solapa la versión regordeta de Bayly 2010 para marcarnos, con un dedo y esa aséptica carcajada de los programas grabados de televisión, cuándo es que tenemos que largarnos a reír.
El cojo y el loco cuenta las vidas paralelas de dos seres marginales, desquiciados y pantagruélicos: Bobby y Pancho. El primero es un chico de buena familia y querido por sus padres al que, desde el momento en que una enfermedad le roe los huesos y queda cojo, se le empieza a deshilachar el destino. Entonces su familia lo oculta de fiestas, cumpleaños y amistades en una casucha interna, y luego lo envía muy lejos como pupilo. En ese trayecto, una vez que un grupo de marineros termina de sodomizarlo, él alcanza la lucidez con el siguiente razonamiento: “El mundo se divide entre quienes rompen el culo y quienes tienen el culo roto”, prometiéndose entonces pasar a formar parte del primer bando mediante un espartano entrenamiento en el gimnasio. El segundo, además de feo y bruto, es tartamudo. Pero no por trabarse durante mucho tiempo con una palabra sino por hablar de manera tan atropellada y vertiginosa que lo obliga a contraer toda una frase en un enorme vocablo ininteligible.
Ambos tienen en común, entonces, el mal de la interrupción, la parálisis extendida en el tiempo que destruye la idea de ritmo: el cojo a la hora de caminar y el loco o tartamudo a la hora de comunicarse; por lo que deberán hacerles frente a sus miserias y a las miserias de los otros a partir de su fortaleza, una fortaleza que radica, especialmente y aquí entra el elemento pantagruélico, en su miembro viril.
Si bien cuenta con pasajes muy logrados, muchas anécdotas y agregados de esta novela aparecen ya oxidados, obsoletos: los curas que mientras confiesan se deleitan con el aspecto rudo de un muchacho, la marihuana que elimina de un tirón la libido sexual de un semental y esas violaciones placenteras, casi autorizadas, que suele describir Bayly.
El problema no es, exactamente, que El cojo y el loco sea una mala novela. El problema no es, ni siquiera, leerla. El problema es que se suma a ese grupo de libros de Bayly que poco aportan a lo mejor de su obra.
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