Domingo, 21 de marzo de 2010 | Hoy
Una madre y una hija unidas por los ya frágiles ecos de cartas manuscritas, en una novela que enfoca las diferentes formas de la memoria, el olvido y el exilio.
Por Luciano Piazza
Se podría conjeturar que hoy en día todas las cartas manuscritas son cartas muertas pertenecientes al dominio de las cajas que amontonan objetos que posiblemente sirvan para reavivar alguna memoria. Las generaciones que crecemos sin cartas manuscritas apenas comprendemos ese estilo de comunicación menos pragmático, más reflexivo y tal vez más confesional. De eso trata, precisamente, Lengua Madre, novela mayormente construida por las cartas que Julieta encuentra en la caja de recuerdos que le dejó su madre antes de morir. Con cartas, fotos y algunas indagaciones entre los testigos de la vida de su madre, Julieta, protagonista de la novela, va descifrando fragmentos de la vida de una madre que no sabe si conoció. La narradora de Andruetto es una presencia que hilvana los retazos de una vida cruzada por la etapa más violenta de la Argentina; que puede leerse tanto como el contexto, o como un espacio de protagonismo ineludible. La memoria y el olvido, y un entrelazamiento indiscernible entre rencor y perdón, se convierten en los temas básicos de la búsqueda de la identidad y los juegos especulares entre una madre y una hija, vinculadas por una caja de cartas.
Julieta nació en 1978, en un sótano donde se habían refugiado del peligro que Julia, su madre, corría durante la última dictadura argentina. Julia envió a Julieta a vivir con sus padres, para que creciera en un ambiente más familiar y no se sometiera a la vida que ella, en algún punto, había elegido. Lengua Madre transcurre en el presente de Julieta, cuando ronda los treinta años, vive en Alemania trabajando en una tesis sobre Doris Lessing y regresa a Trelew por el motivo de la muerte de su madre. La reconstrucción que emprende es a través de las cartas que su madre mayormente recibió durante la época que estuvo viviendo clandestinamente en un sótano. También se le suman las cartas que recibe en la vuelta a la democracia, en las que se explica otro impedimento, una distancia que quedó instalada desde los años de peligro, y que ya no pueden sortear.
La lengua madre es insustituible; en el caso de Julia, la aprendió a través de su abuela. Si la voz de la madre representa una herencia insustituible, el legado es para ella un relato indirecto. La voz de la madre no se escucha salvo por los fragmentos que se pueden leer de las respuestas que recibió. El silencio irremediable, el de la voz silenciada inicialmente por una dictadura, luego por la distancia emocional y finalmente por la muerte, está en diálogo con lo que constituye el exilio de Julieta, más actual y contemporáneo, que no tiene tanto que ver con fronteras, naciones y gobiernos. A medida que Julieta contrasta su propia exclusión con la de su madre, se le hace más patente un desencanto mudo y constante que no va a ningún lado y no tiene adonde volver. Como los irreductibles versos de Diana Bellessi que Andruetto eligió para el epígrafe “adónde voy volviendo yo / que siempre quiero / irme a otra parte”
Hannah Arendt dijo, en una famosa entrevista, que desde el exilio pensaba en su país, en cómo volver a escribir, y en su lengua materna. Y entre sus cavilaciones se convencía de que “¡pese a todo no es la lengua alemana la que se volvió loca!”.
¿Cómo puede la lengua permanecer impoluta en la misma sociedad que creó una máquina asesina desquiciada? ¿Desde dónde hablar de lo ocurrido? ¿Cuáles son los términos correctos para referirse a lo ocurrido? ¿Y cuál es la lengua? Julieta sabe que “sería mejor no pensar en ciertas cosas, no abonar resentimientos”, y sin embargo no puede evitar una recorrida por el mapa de las contradicciones de su madre durante los años más oscuros del país. La lengua que se hereda, que se obtiene, o por circunstancias se encuentra, es parte de un trayecto inevitable de la experiencia colectiva que Andruetto canaliza en la delgada voz de Julieta.
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