Domingo, 28 de marzo de 2010 | Hoy
César Vallejo fue sin dudas el gran emblema e impulsor de la vanguardia poética de Perú. Entre las décadas del ’20 y del ’30 se convirtió en cifra de todo un movimiento que a la distancia se puede apreciar como una gran fuente de riqueza poética y renovación. A partir de Poesía vanguardista peruana, excelente edición de la Universidad Católica de Perú, se puede reconstruir una historia de enfrentamientos, alianzas y búsquedas que convergieron en una de las más sólidas presencias literarias de América latina.
Por Juan Pablo Bertazza
“Yo dedico este libro a mis enemigos, los perros que me han ladrado i me siguen ladrando en mi camino de gloria y Porvenir, enemigos para los cuales guardo siempre un Colt en el bolsillo de la cartera.”
“Ya no tengamos pena. Vamos viendo los barcos ¡el mío es más bonito de todos! con los cuales jugamos todo el santo día, sin pelearnos, como debe de ser: han quedado en el pozo de agua, listos, fletados de dulces para mañana.”
Lo primero es la bravucona dedicatoria que Alberto Hidalgo –junto a José María Eguren, uno de los poetas de Lima, Arequipa y Trujillo que dieron el puntapié inicial a la poesía peruana de vanguardia– eligió para arrancar a todo trapo su libro Arenga lírica al emperador de Alemania (1916). Lo segundo es una estrofa del poema III de Trilce (1939) de César Vallejo, considerado unánimemente el cenit y zenit de la poesía de vanguardia de ese país.
Mientras el tono altanero, jactancioso, sin ambages, bélico y metálico de la dedicatoria hacen recordar directamente a los postulados del futurismo de Marinetti, la estrofa de Vallejo se muestra mucho menos altisonante y soberbia, tal vez más pacífica, íntima; en busca de una libertad contraria a cualquier dogma. Las distancias de tono, estilo, contenido y voz dan cuenta, por lo tanto, de las múltiples diferencias que caracterizaron la poesía de vanguardia peruana –seguramente de las más destacadas en Latinoamérica junto a las de Brasil y Chile– que, en cierta forma, nació tímidamente luego de la Primera Guerra Mundial, todavía como eco de la literatura europea y cuyo final está menos claro: no sólo porque mientras algunos proponen que 1930 es el año final del vanguardismo poético de Perú, otros señalan que a ese período de auge le sigue otro de persistencia; sino también porque, como sucede con todos los grandes eventos literarios, el fenómeno todavía tiene su eco, su permanencia en el presente. En el medio, esa poesía de vanguardia pasaría por una transformación que la hizo tremendamente propia aunque no sea fácil navegar entre sus múltiples facetas y puertos. Si bien las lecturas críticas, académicas, bohemias, poéticas y prosaicas sobre esta poesía tardaron varios años en aparecer, y seguramente terminaron de conformarse gracias a la consagración mundial de César Vallejo, hoy sigue constituyendo un tema apasionante y, en algún punto, poco transitado incluso en Perú, donde acaba de editarse una obra excepcional de la Pontificia Universidad Católica del Perú a cargo de Luis Fernando Chueca que recupera, en dos tomos, ediciones facsimilares de los libros más emblemáticos –Trilce, de César Vallejo; El perfil de frente, de Juan Luis Velázquez; Ande, de Alejandro Peralta; Una esperanza i el mar, de Magda Portal; 5 metros de Poemas, de Carlos Oquendo de Amat; Descripción del cielo, de Alberto Hidalgo; Poemas vanguardistas, de Martín Adán; Hollywood, de Xavier Abril; Cinema de los sentidos puros, de Enrique Peña Barrenechea; Abolición de la muerte, de Emilio Adolfo Westphalen, y La tortuga ecuestre, de César Moro– junto a una reseña crítica que clarifica un poco los tantos. Al menos, son dos grandes tendencias las que podrían empezar a identificarse en la poesía peruana de vanguardia, aunque habría que tener en cuenta que su definición choca aun con más complejidad, dimisiones, intersecciones, puntos de contacto y líneas de fuga de lo que sucede con nuestras vanguardias de Florida y Boedo: la primera, que estaría representada por esta primera etapa de Hidalgo (el mismo Hidalgo, sin ir más lejos, luego daría un brusco volantazo a su obra), se caracteriza por un marcado entusiasmo hacia las técnicas nuevas, las máquinas, las armas, aunque sin un cambio de sensibilidad que metabolice esos hallazgos: “Yo soi un bardo nuevo de concepto y de forma,/ Yo soi un visionario de veinte años de edad,/ Yo traigo en el cerebro la luz la luz inmensa y pura/ Que alumbrará la senda por donde se ha de andar,/ Yo soi un empresario vidente del futuro,/ Y por eso os hablo, poetas, escuchad”.
Esa falta de humanismo y de nueva sensibilidad es lo que le criticaron los vanguardistas de la otra tendencia, justamente los que eran liderados, sin querer queriendo, por Vallejo, quien buscó la libertad poética yendo hasta el límite no sólo del lenguaje sino de su propia individualidad, a partir de una búsqueda existencial que hacía caso omiso a las líneas de renovación que venían de Europa. Sí, seguramente había leído Un golpe de dados de Mallarmé pero casi todas las semblanzas sobre el gran poeta coinciden en que tuvieron mucho mayor peso a la hora de hacer este libro la muerte de su madre, sus complejas relaciones amorosas y la reclusión en la cárcel de Trujillo, “una angustia existencial en carne viva”; algo que lo ubicó de manera definitiva en la búsqueda de la libertad y autenticidad absolutas. Si la primera postura era estruendosa y algo contradictoria, la segunda (abanderada en la poesía de Vallejo) consistía en un estruendo mudo –es decir, no propugnaba tanto el gesto vanguardista ni proponía pautas formales– pero, paradójicamente, mucho más elocuente. En Trilce aparece de verdad lo nuevo, algo que, de tan novedoso resultaba imposible transmitir de manera unívoca y panfletaria porque no podía sino ser incierto. La gran virtud de Vallejo fue, entonces, patear el tablero –con piezas, cartas, fichas, dados y todo lo demás– sin desentenderse de su propia patada, es decir, incorporando, al mismo tiempo, un cáliz humano que brillaba por su ausencia en la poesía anterior
Por este camino, un camino de vanguardia que no pretendía, por lo tanto, el parricidio ni la ruptura de todo lo anterior sino la posibilidad de conciliar voluntariamente la novedad con la tradición, transitarán otros grandes poetas vanguardistas como Velázquez, Oquendo, los hermanos Peralta y César Moro.
Claro que, a pesar de esa extrema individualidad, la renovación gradual del contexto social peruano había generado el humus para que se diera un milagro como el de Trilce: tanto el proletariado urbano como algunos sectores más progresistas de las clases medias limeñas manifestaban el ansia de cambio y la búsqueda de un proyecto de modernidad distinto al propuesto desde 1919 por el gobierno de Augusto Leguía y su discurso de la Patria Nueva que no había respetado demasiado ese programa que consistía, básicamente, en democratizar el régimen político nacional a través del voto plebiscitario, en oposición a la ya extinta República Aristocrática.
Una especie de comodín y padrino absoluto de esta línea vallejiana de vanguardia fue José Carlos Mariátegui, quien, al regresar en 1923 de Europa, expresó el entusiasmo que le generaban algunas de estas obras en una serie de artículos que fueron apareciendo al año siguiente, tratando de mostrar que el descubrimiento de un nuevo arte podía coincidir con la búsqueda de una nueva sociedad.
Del lado de enfrente podría nombrarse a la revista Flechas, que nació en 1924 dirigida por Magda Portal y Federico Bolaños. Si bien contribuyó a la consolidación de la vanguardia, tal como aquel libro de Hidalgo, también padece cierto exceso programático: “queremos que desaparezca tanta farsa, tanta chotez literaria, tanto fantoche de papel, tanta vejez conservadora, tanto roña mental”, decían en su primer número aunque luego no se sonrojaran ni un poco al rendir homenajes a destacados representantes de la generación del 900 como Ventura García Calderón, o al arremeter en una reseña de El perfil de frente de Juan Luis Velázquez (el tercer libro emblemático de la vanguardia peruana) contra “ciertos malabares en la forma y la expresión y cierta influencia vallejiana”.
El año 1925 marca uno de los triunfos de la segunda tendencia, la de Vallejo, a partir de revistas como Hélice, dirigida en Huancayo por Julián Petrovick y un nuevo poemario que aparece en Argentina de Alberto Hidalgo, en el que teoriza y pone en práctica su propio ismo –la abundancia de la metáfora con la menor cantidad posible de palabras, las pausas y el despojo retórico–, acercándose mucho al ultraísmo que Borges había importado de España pocos años atrás.
Pero, sin lugar a dudas, es el período que va desde 1926 hasta 1930 el de mayor actividad en la poesía vanguardista peruana: se instalan con muchísima fuerza las revistas Amauta de Mariátegui en Lima, el Boletín Titikaka de los hermanos Peralta en Puno y Trampolín-rascacielos-timonel, una publicación cuyo nombre cambiaba de entrega a entrega, conducida por Magda Portal, Serafín Delmar y Julián Petrovick. En París, mientras tanto, Vallejo coeditó con Juan Larrea Favorables-París-Poema (cuyos más importantes colaboradores eran, nada menos, que Tzara, Huidobro, Gerardo Diego y Pablo Neruda) y también apareció el Indice de la nueva poesía hispanoamericana firmado por Borges, Huidobro e Hidalgo, una antología también publicada en Buenos Aires que reflejaba la activa participación peruana en el momento vanguardista continental.
Pero es en el tercer número de Amauta (noviembre de 1926) donde Mariátegui inaugura explícitamente una polémica que aún hoy tiene consecuencias, al meter el dedo en la distinción entre las dos supuestas líneas de vanguardia: “No todo el arte nuevo es revolucionario ni tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia. Sólo la presencia de la primera confiere a un poema o a un cuadro valor de arte nuevo. No podemos aceptar como nuevo un arte que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales”. Como si quedara algún tipo de dudas, en el mismo número, Vallejo enfatizaba lo apuntado por Mariátegui en un artículo titulado “Poesía nueva”: “La poesía nueva a base de palabras o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería de novedad y, en consecuencia, por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y a primera vista se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna”. Meses más tarde en “Contra el secreto profesional”, Vallejo ahondaba su idea de una manera más violenta: “Acuso, pues, a mi generación de continuar los mismos métodos de plagio y de retórica de las pasadas generaciones, de las que ella reniega. Ese Jorge Luis Borges, verbigracia, ejercita un fervor bonaerense tan falso y epidérmico, como lo es el latinoamericanismo de Gabriela Mistral y el cosmopolitismo a la moda de todos los muchachos americanos de última hora. Hay un timbre humano, un latido vital y sincero, al cual debe propender el artista, a través de no importa qué disciplinas, teorías o procesos creadores. La autoctonía no consiste en decir que se es autóctono, sino en serlo efectivamente, aun cuando no se diga”.
El crítico Mirko Lauer, por su parte, se posiciona del lado de enfrente al criticar las objeciones de Vallejo y Mariátegui en La polémica del vanguardismo: “Mariátegui, Vallejo, Huidobro y los demás críticos están intentando moderar lo que perciben como una euforia irreflexiva de los vanguardistas. Su principal objetivo es advertir contra lo que piensan que no es posible hacer, es decir, contra el intento vanguardista de inducir la modernidad a partir de los engañosos hechos que son las máquinas y las palabras”. Por su parte, Magda Portal –primera mujer vanguardista y autora del excepcional Una esperanza i el mar que, junto a Descripción del cielo, de Alberto Hidalgo, 5 metros de poemas, de Carlos Oquendo de Amat, y La casa de cartón, de Martín Adán, constituyen la primera línea en la producción vanguardista del segundo lustro de los 20– en el número cinco de la misma Amauta pareció poner punto final al debate con su defensa de la línea vanguardista de Vallejo: “El pasado lleno de taras es un cadáver en putrefacción que debemos incinerar cada momento para no contagiarnos”.
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