Martín Kohan vuelve a la confrontación de mundos culturales a través de la historia de un viejo y áspero inquilino y el escritor dueño de su departamento.
› Por Angel Berlanga
La cosa empieza por Giménez, los sentidos aplicados a seguirlo de cerca. Ochenta años, tacaño y seco, impotente, torpe, especulador, pro nazi, misógino, miedoso, un tipo que está solo en el mundo, un macho viejo y rancio. No liga con las mujeres: las que no le repugnan le son esquivas, y esta ley ida y vuelta incluye esposa, suegra, hija, prostitutas. Una vocación perversa en marcha muerta: si en su cabeza profana algo esboza una excitación, la impotencia es un cáncer muy avanzado por sus pensamientos. Los hombres con los que trata, el coronel turbio que le encarga alguna changa, el portero, el encargado del bar de la esquina, le mandan diversas formas de desprecio. Y está el Dueño, al que le debe cuatro meses de alquiler: paranoico anda Giménez ante la posibilidad de cruzárselo, de que venga a tocarle el timbre. Basura de vida: como si el narrador, esa tercera persona que le maneja los hilos, quisiera mantenerlo en un infierno de lentitud y desamor, poniéndole lupa sobre la decadencia del cuerpo, exacerbándole lo escatológico.
El retrato, que incluye simpatía del protagonista por Pinochet y el recuerdo agradecido al coronel Vilanova por haberle entregado en adopción a Inesita veinte años atrás, está trazado con prosa de rienda corta, con pinceladas contundentes y precisas, que componen la mecánica y el paisaje de un cotidiano de grisura repugnante, un clase media venido a menos que va para peor, de frustración en frustración, mortificado en su intimidad. Hasta que un día suena el timbre en el departamento y clac, es el Dueño que viene a cobrar, nomás, y entonces aquella tercera persona cede su voz narrativa a la primera del mismísimo Dueño, trabajado su ánimo por ajustar cuentas pendientes. Y aquí comienza una segunda parte que bien podría llamarse la conversación, las excusas y los pedidos lastimeros de Giménez para postergar el pago, cierta pericia para intentar conseguir su humillante objetivo, asuntos subrayados en el relato por el oficio del acreedor, que resulta ser un “profesor de castellano”, un novelista que a veces va a hablar de sus libros a la televisión, que no se priva de restregarle todo lo que sabe y que, a su pedido, le explica de qué trata una novela suya: el enfrentamiento entre campos bien definidos, cultura popular versus alta cultura, con un crimen que plantea el suspenso, en su resolución, de ver a qué campo corresponde su autoría. “Y en la novela qué sucede: las dos culturas dialogan –anota Kohan–. Dialogan, sí, conversan. Un poco como estamos conversando ahora usted y yo. Conversan, sí, dialogan. Pero no se entienden. Es diálogo, sí. Pero es diálogo de sordos.”
El Dueño podría ser Kohan, pongamos, tranquilamente: su mirada sobre tipos como Giménez y sus ganas de confrontar uno y otro campo cultural plantaron huella –por lo dicho en entrevistas– con el recorrido que propone Cuentas pendientes. En la estructura contundente de la novela hay una correspondencia de cambios en la numeración de cada capítulo, de romanos a naturales en números y de ahí a naturales en letras, porque falta todavía aludir al clac final, que inicia con el dueño de regreso a casa, sus propias fricciones con la ciudad, el clima, los automovilistas, la desconfianza respecto de los pasos de su chica. Y es aquí cuando también podrían hacerse las cuentas de asimetrías y semejanzas formales y morales entre los protagonistas, entre personaje y narrador, entre “campos culturales”, cuando crecen las preguntas que exceden estas páginas, asunto deseable en esto de leer. Preguntarse, por ejemplo, por qué la lupa en las carnes decadentes del inquilino, por qué la asepsia del locatario, si eso no da algún changüí en la disputa. Por lo pronto ambos, en sus cavilaciones, son insomnes: se intuye, por la suma de miradas sobre las mujeres, que subyace ahí alguna clave de lo masculino, una clave que bien podría musicalizar aquello de que por las noches, la soledad, desespera.
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