En línea con su trabajo como recopilador de una antología sobre los excesos del cuerpo, el venezolano Javier Guerrero ha escrito una novela de imágenes barrocas sobre la enfermedad.
› Por Fernando Bogado
La enfermedad puede ser una forma de experiencia corporal límite. Esa es apenas una de las muchas conclusiones que nos hemos habituado a escuchar o leer en diferentes espacios en donde se medita acerca del enfermo o, mejor, del cuerpo del enfermo, espacios que no solamente están enmarcados en el discurso de la ética o de la medicina sino que –incluso de manera más abierta, insistente, honesta– suelen estar relacionados con el campo de la literatura o de su crítica. La novela de Javier Guerrero, Balnearios de Etiopía, presenta en sus páginas una serie de fuertes imágenes engarzadas por el tópico de la enfermedad o, más exactamente, de las meditaciones de un enfermo en torno de lo que les sucede a sus miembros, aquellos despojos sangrientos y pestilentes que mal o bien lo conforman.
Decimos presentar y no narrar: la novela parece dedicarse exclusivamente a la narración en el primer capítulo, en donde se introduce a los protagonistas de la novela, sale de su casa, le ocurren algunos acontecimientos hasta que contrae, de la noche a la mañana –literalmente–-, una extraña enfermedad de nombre y origen desconocidos. Y es que, en este primer capítulo, él no es el enfermo sino su pareja, Lázaro, quien como el personaje bíblico resucita milagrosamente en el mismo momento en que el innominado narrador pasa a ser el encerrado en la pieza, el prisionero de su propia habitación, su propia cama, que pierde el sentido de lo que sucede en el exterior al convertir esas cuatro paredes en su original, único país.
Claro que también aparecen otros personajes en este drama, como la enfermera de nombre Malayalam, con la cual se mantiene una compleja relación de amor/odio; y la perra que acompaña al enfermo, cuyo nombre cambia de momento a momento, inconstante sucesión que parece seguir la misma lógica con la cual se organizan las escenas presentadas en los capítulos posteriores. Los restantes personajes ya son propios del sueño o se deslizan hacia él: la madre del narrador y sus hermanas gemelas, por ejemplo, las cuales entran y salen del ano del narrador, convirtiéndose a la vez en hijas y hermanas del enfermo.
Javier Guerrero, nacido en Venezuela en 1977, presidente de la Cinemateca Nacional de Venezuela entre 2000 y 2004, propone en su primera novela una suerte de sucesión fotográfica, de postales de una enfermedad –herencia del aspecto “turístico” del título– que se dan rápidamente, como en una película. Quizá por eso, por esta fuerte apuesta visual, el trabajo de Guerrero puede conectarse perfectamente con el neobarroco latinoamericano, el cual siempre ha clamado por esta especie de escritura de joyería, en donde cada palabra está puesta para levantar un monumento, una figura suntuosa inmóvil que transforma la movilidad de la acción narrativa en aparente movilidad del objeto, como los complejos pliegues de la arquitectura barroca.
Balnearios de Etiopía podría considerarse, finalmente, como la descripción entre profética y espectral de las visiones de un enfermo, todas ellas presentadas en primera persona. El texto está posiblemente determinado desde afuera por las búsquedas teóricas de Guerrero, quien se encuentra en plena realización de una tesis titulada “Tecnologías del cuerpo. Sexuación, exhibicionismo y cultura visual en América latina”, sin contar el hecho de que dirigió junto a Natalie Bouzaglo la antología de cuentos centrados en la enfermedad titulada Excesos del cuerpo. Si bien varias imágenes, por su fuerza, pueden llegar a cautivar al lector, la novela en cuestión –pese a su brevedad– se convierte en una lectura pesada en donde casi nada sucede. Es que a veces el cuerpo puede también llegar a ser un envase fatigoso del cual queremos olvidarnos.
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