Domingo, 30 de mayo de 2010 | Hoy
Un conjunto de cuentos para tiempos en los que la vida, al calor de los géneros televisivos, parece guionada.
Por Luciano Piazza
Cuando los surrealistas planearon un batacazo al límite entre arte y vida probablemente no se imaginaban a una clase media entretenida a la que le costara distinguir lo que les pasa a sus héroes de la tele de lo que les ocurre en sus propias vidas. O tal vez sí, y entonces el movimiento conocido como Surrealismo Pop es la concreción más certera de aquel atentado original. Berta Marsé, en su segundo libro de cuentos, presenta siete relatos que detallan el declive de estereotipos burgueses cuya percepción de realidad y ficción está siempre cubierta por un manto de confusión. Las figuras que empiezan como marionetas abandonadas, o personajes mal dibujados que están incómodos en la página, a golpes de cinismo incrustados en diálogos realistas, van haciendo estallar las miserias como un decadente festejo del tedio y la soledad.
Los cuentos de Fantasías animadas pueden pensarse como viñetas de la era del entretenimiento, cuyos protagonistas han dejado de distinguir dónde termina el escenario, como Rosa, convencida de que un embarazo trae un ser endemoniado después de haber visto El bebé de Rosemary. El patetismo que se desprende del contraste entre la vida de Rosa y la realidad de la película de Polanski es generoso, al igual que en el resto de los relatos, pero todo giro sorpresivo parece innecesario, dada la redundancia de la sensibilidad del estilo.
Lo que aun resiste cuando la trama está muy evidenciada es un morbo lento y penetrante. Cuando el melodrama anuncia su llegada desde todos los rincones la apuesta está en disfrutar de la caída, los modos en que el personaje experimente las variantes de su desmoronamiento. Lo que suele aumentar el patetismo de las situaciones es que la caída suele ser un desvelamiento de alguna de las capas del letargo de los aburguesados. Una vez alcanzado el morbo le gusta dar un paso más, para llegar al humor negro más propio del género de cine masivo. Como si a los hermanos Farrelly les hubieran dado vía libre a sus libros para que derrapen hacia una tragicomedia escatológica, en la que el público ya no está seguro de saber de qué se está riendo.
Si a Berta Marsé se la suele encasillar no muy lejos de Carmen Martin Gaite, teniendo en cuenta los relatos, debe ser por la capacidad para seguir el proceso de los oscuros descubrimientos que hacen los personajes acerca de ellos mismos. Y en la forma en que se desarrolla el descubrimiento probablemente su maestra haya sido Dorothy Parker. Si bien los relatos siempre terminan con gusto a agua, cuando se habían anunciado como doble medida de whisky, tiene detalles de escenas de un impresionismo urbano notable. En “Los amigos perdidos” logra capturar el huidizo momento del reencuentro entre mujeres cuya amistad arrastra muchos años. Con una cadencia lenta, acelerada por diálogos punzantes, la cena se va transformando en una cuereada de la amiga que no logra llegar a la cena. El cuento va intercalando los platos que comen y la ansiedad por renovar el stock de chismes, hasta que explotan de placer con el profiterol que les chorrea por la boca mientras saborean las peores miserias de la amiga ausente.
Esta presentación de Marsé, hija de Juan Marsé, aparentemente descarta la idea de una clase anestesiada por la medios; más bien se trata de individuos desconcertados por el exceso de identificación con la ficción, cuyas consecuencias siempre rayan con la alucinación.
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