Domingo, 30 de mayo de 2010 | Hoy
Homenajes > El 25 de mayo de 1925 nacía Haroldo Conti. Por estos días, no faltaron diversos homenajes que quedaron entrelazados con los diferentes recordatorios y celebraciones del Bicentenario. Mario Goloboff traza aquí la evolución de una escritura que –intuye– mucho se pareció al hombre que la produjo.
Por Mario Goloboff
Nacido en los suburbios del pueblo pampeano bonaerense de Chacabuco, a los doce años Haroldo Conti ingresó al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y a los catorce al Seminario de los padres salesianos, del cual se fue y reingresó dos veces. En 1944 pasó al Seminario Metropolitano Conciliar y empezó a escribir una novela misional, Luz en Oriente, se formó en filosofía y comenzó a leer al padre Leonardo Castellani. Terminó sus estudios en 1954 en la UBA y desde 1956 ejerció como profesor de escuela secundaria en Santos Lugares. Sobre un suelo místico y existencialista, fueron asentándose en él lecturas de Stevenson, Melville, Conrad, Gorki y, en otra vertiente, Faulkner, Pavese, Dylan Thomas, muy probablemente los personajes de Horacio Quiroga y los del uruguayo Juan José Morosoli.
La obra literaria de Haroldo Conti, que reconoce esas fuentes y otras más, tiene sin embargo una gran originalidad y una gran fuerza, y es de gran importancia para la literatura argentina y latinoamericana. Desde una de las mejores novelas que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), pasando por los cuentos de Con otra gente (1972), la novelas Alrededor de la jaula (1967) y En vida (que recibió el premio Barral, fallado por primera vez, en mayo de 1971), los relatos de La balada del Alamo Carolina (1975), hasta la novela Mascaró el cazador americano, Premio Casa de las Américas en 1975, ella se caracteriza por su homogeneidad y su considerable densidad.
Lamentablemente, no tuve relaciones personales con Haroldo Conti. Fue, sí, jurado, junto a Humberto Costantini, en un concurso de cuentos de la revista Microcrítica, en el que participé cuando era bastante joven, y donde me concedieron una mención, según recuerdo. Es posible que, luego, me haya cruzado con él en alguna librería o café de los comúnmente frecuentados, pero nada más. Ni siquiera llegué a tratarlo luego de publicar un largo trabajo sobre su obra literaria en la revista Nuevos Aires (“Haroldo Conti y el padecimiento de la máscara”), y cuyo anticipo apareció en La Opinión a fines de 1972, puesto que poco después me fui. Supe de su secuestro estando en Francia, nos preocupamos y conversamos mucho de él con Augusto Roa Bastos, mi ocasional compañero en Toulouse, y con otros exiliados, haciendo lo que se podía para denunciar el atropello y reclamar su libertad.
No obstante esa falta de trato personal, por su lectura, por lo que sé de su vida, por lo que cuentan quienes lo conocieron de cerca, me parece que, de las escrituras con las que tuve contacto, la suya es una de las más parecidas al hombre que la hizo. No suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario) y, por eso, desde que lo percibí, me llamó y sigue llamándome la atención. El río, las islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso casi imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud que rodea y contiene la vida, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no surca, que no avanza, pero que deja huellas. Desde Sudeste, su primera novela, siempre sería así en los relatos de Haroldo Conti.
El moroso desenvolvimiento de sus narraciones, la humildad del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias que, como destaca En vida, “no significan un carajo para nadie, (son) un montoncito de verdadera tristeza”, muestran un modo muy especial de aproximación a la materia narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de héroes cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni típicas, ni siquiera importantes: hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado; gente que “va y viene en un tiempo que jamás se consume”.
Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria. Ella mana el presente: “Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio” (Alrededor de la jaula). La falta de certidumbre lleva a la memoria errátil, como a un campo de producción de una escritura prerepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Origen inapresable, presente sin datos, futuro contingente: se hace necesario recobrar un tiempo también incontaminado en un espacio restituyente.
Es esta narrativa esencialista la que siempre me conmovió, esa monotonía, esa persecución de lo fundamental, del ser y no del tener: los seres despojados de todo (el Oreste de En vida; igualmente, Milo y el viejo, en Alrededor de la jaula), personas que están frente a la naturaleza y al mundo y a las cosas y a los otros seres como desnudos, como desapropiados. Una escritura sin duda también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar sólo lo sustantivo, lo inmanente.
Siendo que “el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del representante mismo”, cabe preguntarse con Derrida cuál sería el agua, cuál el barro y cuál la noche, de estos signos.
No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizá cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías, la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento de recuperación, aquel por el que la palabra sería de todos.
A esa extraordinaria coherencia entre escritura y vida, entre acción y pensamiento, creo que alude el título de esta nota.
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