La segunda edición en castellano de Infancia, de Graciliano Ramos –la primera había sido traducida del portugués por Bernardo Kordon en 1948–, permite volver a uno de los clásicos de la literatura brasileña, una obra autobiográfica que narra una niñez atroz en el cruel nordeste de Brasil. Y también invita a conocer la obra de Ramos, narrador enorme nacido en 1892 que supo diferenciarse del regionalismo y el modernismo para llevar su literatura hacia la profundidad de lo humano.
› Por Luciana De Mello
La antipatía de Graciliano Ramos respecto del movimiento modernista era bien conocida, tanto que en una entrevista dejó clara su oposición al grupo de Sao Paulo, cuando al preguntarle cuál era su impresión sobre el modernismo, contestó: “Mi impresión es muy mala. Siempre pensé que fue un engaño deshonesto. Con muy pocas excepciones, los modernistas brasileños eran unos exhibicionistas. Mientras que otros trataron de estudiar algo, ver, sentir, ellos sólo importaban Marinetti”. ¿Quiere decir que no se considera modernista?, insistió el entrevistador. “¡Qué idea! Mientras los muchachos del ’22 promovían su ‘movimientito’, yo estaba en Palmeira dos Indios, en pleno sertón de Alagoas, vendiendo lienzo detrás de un mostrador.”
A pesar de que los buenos muchachos modernistas se empeñaran en rescatarlo como a uno de sus mejores exponentes nordestinos, y que luego los comunistas lo afiliaran y lo leyeran en clave de denuncia –gracias a los dos años de cárcel que padeció sin ninguna explicación en manos del gobierno de Getúlio Vargas– Graciliano permaneció fiel a su gesto de escepticismo sobre el mundo y de insatisfacción sobre sí mismo, afirmando que su literatura Nao vale nada; a rigor até já desapareceu. Afortunadamente eso no pasó, su literatura no sólo no desapareció sino que Ramos, deudor de Dostoievski, Kafka y Flaubert, se convirtió en un clásico de la literatura brasileña y gracias al patrocinio de la embajada de Brasil en Buenos Aires llega una segunda edición de Infancia –la primera fue traducida por Bernardo Kordon en 1948–, que junto con Memorias do Cárcere se inscribe dentro de sus obras más autobiográficas.
Ni modernista ni regionalista, ya en Caetés, su primera novela, Graciliano Ramos ataca tanto los excesos del regionalismo como los presupuestos básicos de la antropofagia. Porque si bien la semana de arte moderno de 1922 representó un marco en el arte contemporáneo de Brasil –y por más maravilloso que haya sido el manifiesto antropófago de Oswald de Andrade– esta vanguardia cayó en la misma tentación que todas las demás: creyó descubrir la pólvora y se proclamó móvil y origen de todo lo “modernista” que anduviera dando vueltas por ahí. En cuanto a las letras, eso significaba un trabajo con el lenguaje que rescatara el portugués “da rua”, que se cerrara sobre sí mismo hasta hacerlo explotar de sentido –como fue el caso de la segunda novela de Oswald: Serafím Ponte Grande que, siendo sin duda su mejor expresión de la antropofagia, fue censurada por el gobierno fascista de Getúlio Vargas arrastrando a su autor a la militancia de una escritura panfletaria de denuncia socialista–. Así perdió Oswald todo su encanto modernizador. Pero si Sao Paulo representaba el país dinámico y moderno de la bonanza económica, el nordeste era –y todavía lo es– el Brasil que la nueva industrialización estaba dejando de lado, esa tierra de sequías y coroneles, un mundo patriarcal heredero de los grandes terratenientes de fazendas y esclavos. En este tren de paralelos, Graciliano Ramos fue tan marginal en su puesto de empleado público en una región perdida del Brasil, como el Nordeste mismo es marginal al Brasil moderno. Por eso es que trascendiendo al regionalismo, escribió su obra con la marca del origen puesta sin duda en la percepción de su tierra nordestina, pero observando de manera constante la región de lo humano desde diferentes perspectivas. Con la profundidad aléfica de un clásico, en la obra de Ramos es posible leer a todos los hombres en cuatro o cinco personajes bien narrados.
“Se debe escribir del mismo modo que las lavanderas de Alagoas realizan su labor, la palabra no fue hecha para adornar o brillar como un oro falso, la palabra fue hecha para decir.” Tal era su postura estética sobre la escritura: Ramos escribía de manera compulsiva para después corregir una y otra vez –su primera obra, Caetés, fue publicada diez años después de iniciada, cuando el autor ya tenía 42 años–, sacar todo lo que fuera innecesario hasta obtener una prosa limpia y concisa. Después del éxito que obtuvo con Vidas Secas, novela que también se ubica geográficamente en el Sertón nordestino, sus libros más importantes serán explícitamente autobiográficos: Infancia y Memorias da Cárcere. En Infancia, Ramos combina la escritura precisa con un lirismo difícil de encontrar en sus demás textos. Esa lucha que emprendió con la palabra desde temprana edad, cuando la alfabetización se marcaba en el cuerpo –el autor padeció una ceguera juvenil–, parece alcanzar un punto de equilibrio.
La narración de estas memorias de infancia es simplemente atroz. Graciliano nace en el seno de una familia de sórdidos sertanejos, abrumada por la escasez económica, el pasado terrateniente y coronelista, sumada la sequía que termina de esterilizar todo rastro de vida a su alrededor. Humillado por el abuso de la autoridad paterna y el odio de una madre abrumada por la maternidad, el niño Graciliano recrea la violencia física y emocional de su mundo íntimo y social. El miedo, incluso el terror, es su experiencia más constante, el lugar donde se esconderá de las palizas de su padre para observar a los hombres y mujeres que lo rodean. Cada capítulo de Infancia podría funcionar como un cuento independiente que al unirse al que le sigue abre y cierra la lectura, como si se estuviera pasando por habitaciones contiguas. Así se van encadenado las visiones del narrador sobre el poder, centrada principalmente en la figura del padre y de los maestros; la religión y el infierno, traducida de manera magistral en el pasaje a “Un Incendio”. En este capítulo, el narrador llega a un caserío de gente pobre que está siendo devorado por el fuego, luego de haberse ligado una paliza por descreer del infierno tan temido por su madre. Se queda aterrado frente al cadáver achicharrado de una niña “moleque” que muere tratando de salvar del incendio su imagen de la virgen de Nossa Senhora.
El modernismo de Graciliano habrá aparecido entonces durante esos primeros intentos de alfabetización en Alagoas –padecido primero de la mano de su padre y luego de diferentes escuelas y maestros– que lo obligaron a pronunciar frases inexistentes dentro de su mundo alejado del orden y del progreso. Allí todos adivinan, se pierden en el sentido y en el sonido de las palabras, porque hasta los profesores ignoran cómo conjugarlos. Sin embargo, el alivio del lenguaje surge cuando, en el clímax del desamparo y en medio de la oscuridad de su ceguera, el narrador se despierta gracias a las canciones de cuna folklóricas que escucha cantar a su madre durante las tareas domésticas. Ya no le importa que ella lo denigre llamándolo “gallito ciego”, en la oscuridad encuentra el verdadero crujido de las palabras: “Me movía penosamente por los rincones, infeliz y gallito ciego, contentándome con migajas de sonidos, harapos de imágenes, dolorosos”. Otros sonidos de los que se alimentará la voz narrativa es el de los animales e insectos que la acompañan, cuando en las madrugadas escucha en el croar de los sapos las mismas opresiones que él mismo vivencia en su tosca infancia.
Leer Infancia es no sólo reconocer a muchos de los personajes de sus tres primeros libros revelando anécdotas y paralelismos. Es, sobre todo, descubrir cuáles son los nervios desde los que nace y se tensa la mirada de un escritor que se preocupó, en primera instancia, por trabajar el material del que está hecha la literatura: la palabra. Y para llegar a la palabra tuvo que llegar a ver el cuadro completo de sí mismo: “Sólo puedo escribir lo que soy. Y si los personajes se comportan de modos diferentes, es porque no soy uno solo. En determinadas condiciones, procedería como éste o aquél de mis personajes...” En Infancia entonces se lo puede ver, ya no importa el nombre del movimiento al que pertenezca. Está observando y moja la ropa sucia a la orilla de la laguna o de un riachuelo, estruja las telas, las vuelve a mojar. Enjabona y estruja una o dos veces más. Después enjuaga y sólo después de hacer todo eso, tiende en la soga la ropa lavada. Como las lavanderas de Alagoas, Mestre Graça –como lo llamaban sus discípulos– mira el nordeste que lo rodea, y sólo consigue verse a sí mismo, en todos los hombres.
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