Rescates > Entre 1950 y 1983, Cortázar le escribió de manera regular a su gran amigo, el poeta y pintor Eduardo Jonquières. Esas cartas aparecieron recién en 2006 y se acaban de publicar. Pero su verdadero valor no está sólo en lo que revelaban al ser leídas en voz alta por sus amigos, sino por todo lo que Cortázar trafica para sus lectores futuros.
› Por Juan Pablo Bertazza
“¿Dónde están las cartas perdidas? ¿En qué estante, desván, se van pudriendo poco a poco, envueltas en su tristeza de no haberse cumplido?”, escribe Julio Cortázar en una de las cartas a los Jonquières, la familia de su amigo Eduardo, poeta y pintor argentino que desde el año 1959 se radicó en París. Sin embargo, ninguna de estas cartas se perdió de ese destinatario ilegal que somos nosotros. La razón es que forman parte de esos papeles inesperados que, aparentemente, Cortázar había querido quemar y, el 23 de diciembre de 2006, Aurora Bernárdez descubrió de milagro en aquella cómoda bajo llave que había sido conservada por la madre del escritor. Resulta paradójico que algo en esta serie de cartas –más de ochenta, y escritas en un período que va de 1950 a 1983– justifica su publicación, acaso como no había sucedido con los relatos, poemas y capítulos inéditos que habían formado parte de Papeles inesperados. Si bien la lógica parece demostrar que la publicación de estas cartas sin el consentimiento de su autor iría aun más lejos que la publicación de sus inéditos que algunos criticaron por innecesaria, su lectura indica que, en cierta forma, pedían a gritos ser publicadas. En ese sentido, más que hacer una separación tajante entre la correspondencia tradicional y el e-mail, podría encontrarse al menos un vínculo directo en este caso. Es como si el e-mail hubiera vuelto real y explícita una función que aparece de manera latente en estas epístolas: las copias ocultas. Cortázar no parece hablarle sólo a Eduardo y a su familia sino también a otro destinatario que nunca nombra y que, sin embargo, parece tener muy en cuenta: a falta de un nombre mejor, podemos darle el nombre de posteridad. No es casual que en una de estas cartas escriba lo siguiente: “Advertirás que escribo todo esto con la secreta esperanza de que ese maldito acridio lea estos párrafos y se ponga verde”, en referencia a un amigo en común. O que se entusiasme ante el hecho de que los Jonquières lean las cartas de Julio a sus amigos, una práctica que ellos mismos bautizaron de manera original: “Eso de que se ‘matea mi carta’ es una expresión formidable, que no se me hubiera ocurrido jamás y que te envidio desde lo más profundo”.
Anclado totalmente en París –aun cuando muchas de ellas fueron escritas en diversas partes del mundo– en estas cartas que, efectivamente, pueden llegar a leerse como una novela de viaje, Julio Cortázar construye su imagen de escritor casi con la misma relojería perfecta que caracteriza a sus relatos más redondos. Y lo hace echando mano al humor –dice, por ejemplo, que la mano derecha también sirve para escribir cartas, o promete no volver a ver una película en italiano porque la última vez que lo había hecho entendió que se trataba de una pareja que viajaba a una isla de la Polinesia y terminaban muriéndose abrazados hasta que alguien le dijo que el argumento era casi el contrario– y a una seguridad blindada en su propia escritura –“Sé, como me lo dices, que Final del juego es el más perfecto y logrado, con un lenguaje que no trepido en calificar de magnífico” o “Yo creo que tú lograrías tu fin con muchísima más fuerza si escribieras ingenuamente (es decir, con esa falsa ingenuidad llena de astucia que por ejemplo meto yo en ciertos cuentos)”–. En todo caso, en los únicos momentos en que esa autogarantía parece agrietarse un poco es cada vez que Cortázar se refiere a su situación de autoexiliado: “No me fui bien de Buenos Aires; después de haber creído que saldría de allí con pena pero sereno, ocurrió que me fui muy poco tranquilo, rodeado de sombras, incapaz de quitarme de los ojos (al menos como espectáculo) la imagen de todos ustedes en el barco y en el muelle. Irse no es nada, la cosa es darse cuenta de que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando”. Pero justamente el tono confesional de esas palabras marca que en estas cartas hay mucho de construcción ya que, aun cuando es capaz de abrirse en este aspecto, muy pronto se refiere con distancia, demasiada distancia a dos hechos traumáticos para nuestro país que él vivió, efectivamente, de lejos: la muerte de Evita el 26 de julio de 1952 y el bombardeo del ’55.
El alto valor de estas cartas no radica seguramente en el grado de verdad y transparencia que acaso pretenden ofrecer sino más bien en su naturaleza tan literaria. Más allá de alguna apreciación interesante sobre sus cuentos y sobre Rayuela, lo más sorprendente de este libro es que no nos muestre (como suele suceder) a un escritor desnudándose en sus cartas; más bien es un conjunto de cartas en las que Cortázar, lejos de mostrar sus heridas, se erige en un garante convencido de su propia obra y en un terapeuta postal de sus amigos.
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