Coautores de Cien tangos fundamentales, Oscar del Priore e Irene Amuchástegui vuelven a reunirse para un libro lleno de historias donde la verdad y el mito conviven en penumbras. Malevos, lunfardo, amores y venganzas se dan cita en estas crónicas de un mundo sumergido: el tango.
› Por Angel Berlanga
Prostíbulos, estrellas que fulguran y se apagan en el fango, compadritos y malevos, perseguidos, cabuleros, músicos y poetas fabulosos, gestos honorables en los bordes, miserias desesperantes, cruces con la política y la historia, crímenes, un lenguaje propio: los personajes, sucesos y territorios del tango ofrecen materiales extraordinarios para narrar. Y claro, como no es que este asunto acaba de descubrirse. Como las sustancias y protagonistas principales de estas narraciones han sido intensamente trajinadas en el tiempo, el desafío acaso pase por redescubrir, alumbrar desde otro lado y hacer foco en un personaje olvidado o relegado al reparto, entrar por un detalle o un perfil. Todo muy lindo en teoría: ahí empieza a tallar qué, específicamente qué contar, y cómo. Porque acaso de eso dependa, en buena parte, la seducción de la lectura. Los relatos que ofrecen Irene Amuchástegui y Oscar Del Priore en este libro se nutren de lo biográfico-histórico-periodístico, pero también de lo que circuló de boca en boca, y se leen como cuentos en los que, enseguida, juegan las luces y las sombras de la intriga.
Ambos autores ya habían publicado, juntos, Cien tangos fundamentales y tienen vastos conocimientos y trabajos sobre el tema; hay, en especial, bastante consenso en torno al saber magistral de Del Priore en la materia. De esos caudales destilan la exquisitez de estas historias que, como anotan en el prólogo, fueron atesoradas durante años, “como piezas de colección” que “intercambiaban como chismes” y eran creídas “como verdades míticas”. “La Fratinola era un café que sacaba un muerto o dos por noche, sin darles contraseña”, define Enrique Cadícamo a este bar de Barracas en el arranque de “Mi viejo fueye querido, yo voy corriendo tu suerte”: ahí tocaba a comienzos del siglo pasado el Yepi, un bandoneonista que incorporó un chumbo en la cintura desde que el más borracho de una banda de borrachos tiró un botellazo para solicitarle la interpretación de “La concha de la lora”, tema de moda en tiempos del primer centenario. “Cualquier cacatúa sueña con la pinta de Carlos Gardel” es el relato en primera persona y en la cárcel de un trepa uruguayo que consiguió casarse con la hija de Salvo (el magnate del mítico edificio, en Montevideo) y hacerse amigo de su ídolo: cuando se patinó la guita tuvo la idea de procurarse algo más liquidando a su suegro. La muerte de Gardel dispara otras dos historias laterales: la de la amante colombiana con quien iba a encontrarse tras su (infernal) vuelo de Medellín, y la del “Príncipe Azul”, un locutor y cantante que se largó en trasatlántico hacia Nueva York pocos meses después del accidente, con la ilusión de reemplazarlo, ocupar el vacío que había dejado.
Cuando el protagonista es alguien muy conocido, el relato suele enfocarse en algún aspecto específico: el suicidio en las canciones y la mitología de Discepolín, por ejemplo. O la creencia en ciencias alternativas o supersticiones en Cátulo Castillo; todo iba bien en su consulta con el famoso Profesor S. hasta que esta eminencia empalideció y quedó paralizado: había vislumbrado, exacta, la fecha de la muerte del poeta. Domingo 19 de octubre de 1975: eso había grabado en una medalla que llevaba colgada al cuello. “Parece que la embromé a la de la guadaña”, murmuró ese día, al levantarse. No pudo decir lo mismo tras la siesta.
Cátulo juega también un papel importante en “Si soy un delincuente que me perdone Dios”, cuyo protagonista es el poeta Horacio Sanguinetti, que se refugió en el Chantecler tras pegarle un tiro a su cuñado en el velorio de su hermana: es que le había hecho la vida imposible. Desesperado, acudió a sus amigos, Homero Manzi, D’Arienzo, y fue Castillo quien propuso ir a ver a Perón, que los recibió en la madrugada siguiente. “La historia que contamos nunca fue publicada y se basa en los relatos fragmentados de testigos de la época”, se anuncia en la nota final de este texto. Hay una de estas tras cada pieza, aparte, y allí se vuelcan datos biográficos, contextos, fuentes, que complementan sin interferir en la musicalidad de la prosa. “¿Ensayos breves?, ¿relatos?, ¿breves ensayos de relato?, ¿crónicas? –se preguntan los autores en el prólogo–. En fin, esa especie bastarda y menospreciada, apócrifa y para nosotros entrañable, que no reclama un lugar en el canon. Apenas aspira a confundirse en la trama de la frondosa mitología del arrabal.” Es que, como apunta, ahí mismo, el arrabalero Vladimir Nabokov, “hablar de historias reales es insultar al mismo tiempo a la verdad y al arte”.
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