Domingo, 3 de octubre de 2010 | Hoy
La edición en castellano y en un solo volumen de los cuentos, relatos y novelas cortas de Thomas Mann se suma a una revalorización de su figura, que ya había comenzado con una miniserie sobre la familia Mann y la publicación de su correspondencia con Theodor Adorno. Thomas Mann fue el gran escritor de la nostalgia y la transición entre el siglo XIX y el XX, y su opción por la transparencia clásica y el esfuerzo titánico del artista lo mantienen a flote ya en pleno siglo XXI.
Por Fernando Bogado
La literatura de Thomas Mann es una literatura de supervivencia. Una literatura armada a fuerza de restricciones, de concentración en el trabajo de la forma, de reflexión acerca del lugar del artista en el siglo XX, de la sociedad alemana entre finales del siglo XIX hasta las guerras mundiales y el surgimiento del nazismo, una literatura, en definitiva, que pone siempre por delante el conflicto entre el lugar pasivo, negativo, contemplador de un sujeto que decide convertirse en escritor, y el lugar luminoso, inocente, vital de aquello que se contempla, de aquello sobre lo cual se escribe: la prolija edición que Edhasa realiza de los cuentos completos de Thomas Mann, la primera que recoge la totalidad de las obras breves en prosa –desde nouvelles como La muerte en Venecia (1912); descripciones profusas como Señor y perro (1919) a textos muy breves como la seminal “Visión” (1893)–, permite revisar precisamente cómo esta temática recurrente de todos los trabajos de Mann ha ido adaptándose, transformándose y perfeccionándose a lo largo del tiempo; o sea, cómo una forma se va trabajando con paciencia en el lapso de toda una vida.
Forma y vida, entonces, como foco principal de estos cuentos, los dos extremos en conflicto que se invocan constantemente. De esa manera tenemos que entender las afirmaciones de los protagonistas de una vida que se admira desde la distancia, que se considera desde la lejanía y se percibe como luminosa, pero que al mismo tiempo se rechaza en pos de ser un contemplador consciente de la belleza y no un partícipe inconsciente de ella: la complejidad del trabajo del escritor como dador de la forma y la simplicidad de la belleza de lo natural. Pero he aquí un problema: de esa contemplación, de esa luminosidad no se sale indemne: tal es el caso paradigmático de Gustav von Aschenbach, quien encuentra la belleza personificada en el joven Tadzio en La muerte en Venecia y que paga con su vida esta obsesión, mismo problema que puede encontrarse en narraciones tempranas del autor, como “El pequeño señor Friedemann” (1897), donde esa misma naturaleza se encuentra personificada en una mujer cruel que empuja a la muerte al protagonista, un hombre deformado por una caída durante su niñez que ha decidido alejarse del contacto con lo femenino por temor a que afecte su frágil salud. La maldad de algunas mujeres llega a su punto cúlmine en “Luisita” (1900), donde un matrimonio compuesto por un hombre de poca voluntad y una mujer que se divierte a expensas del primero tienen su conclusión trágica en una burla que, a los ojos del narrador, resulta intolerable y desproporcionada.
Espíritu y materia, sí, pero también trasposición del conflicto existente entre las clases de la alta burguesía –cuyas costumbres descriptas son claramente aristocráticas– y las bajas, el pueblo, quien actúa siempre “naturalmente”: Señor y perro, por ejemplo, opone al perro ya fallecido de la familia con Bauschan, el primero con porte aristocrático y siempre calmo; el segundo, vital, activo, un cazador por naturaleza que alcanza la gloria persiguiendo liebres que nunca podrá atrapar y que, ante el menor dolor, se desarma en alaridos que revelan la falta de autodisciplina que el antiguo can de la familia, Percy, llevaba con porte real. Esta articulación de lo narrado con cierto costado social se revela imprescindible a la hora de acceder a textos como “Mario y el mago” (1930), en que la actuación de un ilusionista invita a una lúcida crítica del fascismo italiano, o “En casa del profeta” (1904), descripción del ambiente místico de principios del siglo XX en Alemania, clima predominante en los círculos intelectuales que también podría entenderse como caldo de cultivo del nazismo, con su apelación a cierta jerga pseudo-religiosa o a la lectura de filósofos como Nietzsche o Schopenhauer.
Tal como lo declara el prólogo de Marisa Siguán, el hecho de tener reunidos todos los textos breves de Thomas Mann –con la inclusión de un bosquejo de guión cinematográfico para una película muda que no llegó a realizarse, “Tristán e Isolda” (1923)– permite revisar el lugar que esos relatos ocupaban en el desarrollo de su obra: entendidos primero como ejercicios entre un trabajo “largo” y otro, comienzan pronto a adquirir valor propio: Tonio Kröger (1903) y La muerte en Venecia son muestras de cómo la temática tratada requiere de la forma breve, quedando como dos trabajos emblemáticos de toda su producción. Pero también, el surgimiento de esta edición tiene que entenderse en el marco de un renovado interés por la figura de Mann, algo que se puede comprobar por la aparición en castellano de su correspondencia con Theodor Adorno o de la realización de una miniserie que revisa el destino particular de cada uno de los miembros de la familia, Los Mann, transmitida en la Argentina el año pasado.
El mismo Adorno, en su trabajo Teoría Estética, considera que el choque del arte con el mundo, la compleja relación que mantienen estos extremos, supone siempre la derrota del primero frente al segundo. Con el tono por momentos apocalíptico que suele identificar al filósofo de Frankfurt, determina el oscuro futuro de cualquier práctica estética: “huelga profetizar si será capaz de sobrevivir”. Si hay un escritor caro a la concepción de Adorno de lo que el artista debe ser, si hay un Dichter con el cual mantuvo una profunda, compleja relación tan difícil como la expuesta, es sin lugar a dudas Thomas Mann. No es para menos: del conflicto entre el espíritu y la materia, entre la aristocracia en decadencia y las clases populares, queda una obra que mira con nostalgia no sólo la literatura realista del siglo XIX, sino que también extiende esa misma mirada nostálgica, distante, a la labor del escritor, aquel que renuncia a su propia vida en pos de poder encerrarla en una forma, levantando como monumento artístico este fracaso.
Si lo que “sobrevive” es la forma frágil, etérea, habría que preguntarse si hubo o no realmente supervivencia, si leer ahora a Thomas Mann no es otra cosa que acercarse al testimonio de alguien que entendió que, en el siglo XX, en el arte, en líneas generales, pocas cosas podían, pueden llegar a quedar realmente con vida. O, a secas, a quedar.
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