DIEZ AñOS DE POESíA ARGENTINA
La voz humana
El Centro Cultural Ricardo Rojas decidió cancelar, después de diez años, el ciclo La Voz del Erizo que coordinaba Delfina Muschietti. Si bien el ciclo continuará el año próximo en el Instituto Goethe, quienes asistieron a la última reunión de poetas sintieron que terminaba una época.
POR ARIEL SCHETTINI
Viernes 13 de diciembre de 2002. Como muchos viernes desde hace diez años, un grupo se reúne en el bar del Centro Cultural Ricardo Rojas a la espera de que comience un evento habitual: escuchar la obra de cinco poetas leída por ellos mismos, el último viernes de cada mes.
El viernes 13 no era uno más: era la última vez que el ciclo La Voz del Erizo (dirigido por Delfina Muschietti) ocuparía las aulas del Centro Cultural Ricardo Rojas, cuya nueva gestión decidió cancelarlo. Era el fin de un período que, desde 1992, había convocado una vez por mes a los autores más importantes de nuestro país, a los jóvenes que ponían sus borradores a prueba y a los extranjeros que visitaban la ciudad (que pedían, desde sus ciudades, que los incluyeran en la programación).
Aun en ese clima en el que todo sonaba a despedida, Cecilia Perna leyó algo que parecían haikus, por lo mínimo, pero con un clima interior e intimista: “Torcer las oraciones en el cuerpo/ y escribirlas/ como un hilo que se espesa en la demora”.
Hace diez años, Delfina Muschietti y Daniel Molina inventaron en el Rojas, que fue un lugar mítico de la experimentación de todas las artes en Buenos Aires, un espacio sui generis para la poesía. Se trató de una convocatoria a los poetas que rápidamente se transformó en otra cosa, en un espacio de ensayo y de obra en preparación en el que los escritores se reunían, más que para exhibirse, para poner su obra en discusión, para darle una primera mirada y sentir la respuesta, el rechazo o la afirmación sobre lo que estaban construyendo.
Incluso ese último día, Reynaldo Jiménez llevó un poema y anunció la forma de experimento que tenía: diez minutos de oraciones unimembres en las que el sujeto era la palabra música, jugando o rimando, contrastando o combinando con todos los apósitos posibles. Con ello establecía un puente entre “El grillo” de Conrado Nalé Roxlo (“música porque sí, música vana”) y la música tecno: “La música no deja de cambiar/ la música no cesa de partir/ la música es la oreja/ la música...”.
Osvaldo Bossi leyó poemas de su libro recién aparecido, Fiel a una sombra, en el que el fantasma de Hamlet le da lugar a otros monstruos, Frankenstein, Narciso, Adán.... y dice: “Un monstruo/ debe ser educado por otro/ monstruo. Amarlo es entrar/ en su dédalo: corredores,/ escaleras inversas: el hijo no/ perpetúa, cierra el círculo,/ brutalmente lo intensifica...”.
Miriam Tai, en cambio, eligió nombrar sus propios monstruos. Un catálogo de los piropos (léase insultos) que los hombres dicen a las mujeres en nuestro país. Y su lista infinita era, a su modo y para nuestra sorpresa, una respuesta a un diálogo interrumpido en nuestra cultura.
Esa posibilidad mágica para un autor de escuchar las respuestas y comentarios, de sentir la respiración definitiva que tendrán sus versos, era algo que hacía posible el Erizo.
Por eso, muy rápidamente después de su creación, La Voz del Erizo se convirtió en un lugar donde era irrelevante saber si el invitado era una celebridad de la poesía (Olga Orozco, Hugo Padelleti, Arturo Carrera, Diana Bellessi, Leonidas Lamborghini, Mirtha Rosenberg, Ana Becciu y Guillermo Saavedra pasaron por esa aulita del entrepiso) o un joven ignoto que trataba de encontrar su lugar en el debate del género y luego se convertiría en una voz en la joven poesía argentina (Carlos Eliff, Marina Mariasch, Pedro Mairal, Lucas Margarit, Romina Freschi, entre otros, leyeron ahí por primera vez sus poemas en público). Se trataba siempre de ir a recitar y a escuchar algo que estaba ocurriendo en el presente, se trataba de ir a compartir con un grupo de interesados una actividad importante.
Y esa posibilidad de escuchar a todos los poetas en un espacio que no jerarquizaba los nombres sino el trabajo y la obra, permitía que losasistentes se fueran del lugar siempre con algo: unas monedas de reflexión para armar el mapa de la cultura y del presente.
El último viernes, Bárbara Belloc leyó unos textos que tituló Espantasuegras (mezcla de las prosas de Espantapájaros y las Vidas imaginarias de Marcel Schwob) y nos enseñó a leer a Theodor Adorno: “Esta tarde leo a Adorno como si leyera las cartas póstumas de mi padre, si
mi padre hubiera sido visionario, célebre y furioso. Lo leo como un secreto familiar se lee en voz alta o se rompe un pacto de palabra”. Y más tarde, dijo: “Lo leo espantada, tan espantada que a cada rato dejo el libro y ando por la casa vagando, espantando a las arañas con un plumero. Y vuelvo”.
Carlos Battilana leyó de su libro inédito y parecía que sus palabras las hubiéramos escrito todos los que asistimos, esa noche, al fin del ciclo: “Por mí,/ o por vos, o por/ la clemencia que el tiempo otorga/ esa perfección/ se ha vuelto costumbre/ descanso en la sombra,/ tranquilidad/ de estos muros...”. Todos entendemos, como entendimos siempre, que los poetas convocados hablaban de eso que vivíamos y de muchas otras cosas. Efectivamente, La Voz del Erizo se había vuelto una costumbre (no diremos sana porque la poesía está más allá de los índices de salubridad). Ahí quedan los muros, los que escucharon las palabras de muchos poetas cuando tenían que decir algo urgente.
Hace poco, en un documental del Discovery Channel, un grupo de investigadores explicaba que estaba desarrollando un aparato que podía reproducir los sonidos que emitían los hombres prehistóricos, porque esa máquina captaba la erosión que las ondas sonoras de voz humana producían en las paredes de las cavernas. Si es así, entonces, dentro de miles de años, cuando la misma máquina sea llevada a detectar todas esas palabras que se pronunciaron y recitaron en esa minúscula aula del Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, encontrarán en forma de canon coral (armónico o discordante) una clave para descifrar toda la cultura argentina: sus monstruosidades, sus insultos, su diálogo y también su música.
La voz enfática, monocorde y rítmica de Jiménez retumba en las paredes. Parece que no termina nunca. O no hubiéramos querido que terminara nunca. “La música es rara/ música maestro...” Así salimos del aula.