RESEñAS
El deseo del pueblo
SANTA LILITA
Marta Dillon
Norma
Buenos Aires, 2002
390 págs.
POR RUBÉN H. RIOS
De Gramsci y Foucault al misticismo, de la UCR al ARI, de tarjetas de crédito hiperconsumistas a los jeans Topeka, de las dietas compulsivas a un apetito voraz y angustioso, de la cátedra a la Cámara de Diputados de la Nación, de la complicidad con el padre radical a la amistad con Alfredo Bravo, del primer divorcio a los 17 años al voto de castidad, de la Asamblea Nacional Constituyente en 1994 a la candidatura presidencial para el 2003, de Chaco a Buenos Aires, datos que cifran quizá en esta cuidada biografía de Elisa Carrió un destino marcado por la condición de mujer –en primer lugar– y los usos de la política argentina que han llevado al país al borde de la desintegración.
Nacida en 1956, la experiencia histórica de Carrió (entre la generación de los setenta y la de Malvinas) obligadamente es la de quien ha crecido bajo dictaduras y genocidios, ocasos y desencantamientos, la descomposición ética de toda una sociedad, de todo un orden del mundo. Su cuerpo, su voz, su historia hacen caer ese mito o mistificación liberal: la separación de lo público y lo privado.
La Carrió de Santa Lilita (así le decían, burlándose, los legisladores radicales) rompe, siempre que puede, esos tabiques que escinden lo individual de lo social. Algo que la clase política argentina, en su gran mayoría, no entiende o prefiere practicar a la inversa: la función pública al servicio de intereses privados. De modo que esa mujer desgreñada y voluminosa, apasionada y proclive a las metáforas tremendistas y ginecológicas, que trabaja en camisón con sus colaboradores (y sin dormir si es necesario), culta y embargada de un sentimiento místico al que se resistió, no puede sino despertar el recelo y el sarcasmo del establishment (en el sentido de Jauretche y Marcuse) en un país donde mueren niños por desnutrición casi todos los días y que ostenta el mayor movimiento de desocupados del planeta.
En relación con esos abogados cerriles y toscos gerentes de empresas atornillados en el poder, con todo su trasfondo gansteril, Carrió expresa un saludable escándalo, una bocanada de aire fresco en el paraíso neoliberal de la corrupción y el terrorismo económico. Sin embargo, ella misma –como todos nosotros– es hija de una sociedad (lo cual advierte, además) que eligió a sus propios verdugos como gobernantes y, más aún, se crió en una familia en la que la madre fue funcionaria de la dictadura y el hermano alcohólico murió de cirrosis. Quizás eso mismo es lo que la ha llevado a buscar fuerzas en la trascendencia absoluta de la divinidad oculta del misticismo.
No hay demasiado lugar para los equívocos al leer esta apasionante biografía que, por definición, cruza esa frontera prohibida entre lo público y lo privado. No se refleja en ella más que una mujer que ha vivido intensamente un poco a pesar de ella; que parió hijos, perdió seres queridos, transgredió la etiqueta y los códigos espurios de la política, estudió la posmodernidad, se divorció, rezó, se fue quedando sola. Alguien a quien le gusta comer asado, beber vino, fumar, llevar una gigantesca cruz en el pecho, leer a Bertrand Russell y Hannah Arendt, defender los derechos de las mujeres y los pobres, hospedarse en hoteles lujosos, anunciar el fin de una época de mafias y expoliación. Figura heterodoxa y marginal, una mujer “ingobernable”, según la autora, que dista tanto del modelo patriarcal de la mujer como de la santa ascética (en el fondo, lomismo), de las artimañas y retóricas del político tradicional como de la cerrazón del ideólogo. En el ARI lo principal no son las ideas sino una sensibilidad respecto del drama social que hace de eje y que nuclea a ex militantes del ERP, peronistas católicos, frepasistas agnósticos, radicales laicos. Un modo de asociación por la empatía que lleva la impronta de Carrió.
Santa Lilita no deja de abrir, pese a todo, algunos interrogantes acerca de la visión moral y religiosa (incluso mesiánica) que mueve a la candidata a la Presidencia de la Nación. La refundación de la república que persigue, el amor al prójimo –al Otro– que la enardece y que ambiciona prolongar hacia la sociedad, el abrazo hacia todos aquellos que quieran sumarse en su misión, implica –tarde o temprano– un pacto con quienes ella ha combatido. Cooke decía, contra la realidad misma, que los oprimidos no pactaban con los opresores. Carrió quiere quizá, a juzgar por algunos de sus testimonios en la biografía, otra cosa más difícil de producir: que los malos se vuelven buenos; lo privado, público. Hasta ahora, salvo el Señor de los Cielos y hace mucho tiempo, nadie lo ha conseguido. No está dicho, claro, que no lo logre el deseo de todo un pueblo.