Domingo, 14 de noviembre de 2010 | Hoy
María Pía López lanza las monografías por el aire para sumergirse en las angustias y avatares de una ficción con forma de diario íntimo.
Por Hugo Salas
En un diario salvaje, directo, la narradora de No tengo tiempo procura domeñar una angustia que al principio podría parecer difusa, existencial, pero de inmediato revela su objeto en falta: “No tengo tiempo. Lo perdí. Espero un hijo que no llega. No puedo esperarlo más. Tarde, bien tarde, corrí en su busca. Morosa, derrochona, insonsciente, atontada. Tengo que entender qué pasó”. María Pía López, académica exitosa, doctora en literatura, traspasa la edad que alguna vez se ha puesto como límite para concebir un hijo: los temibles 40. El fracaso de los intentos dispara en ella una frustración que excede el deseo materno, y en el cariz monotemático de la repulsa contra sí que esto dispara, se anticipa el fondo narcisista de ese deseo, junto con las distintas inhibiciones que será capaz de vulnerar para satisfacerlo.
En cada entrada, las frases se suceden desbocadas, cortantes y a toda prisa, como verdaderamente anotadas al pasar. Más allá del efecto de verosimilitud que esto presta al diario íntimo, el manejo de una voz tensa, hecha de yuxtaposiciones constantes, permite a María Pía López sostener una fachada de unidad sintáctica al tiempo que –en verdad– salta de un género a otro con frenesí. De la emocionalidad a la crítica, del yo confesional al epigrama satírico, del argumento reflexivo al juego libre del lenguaje y hasta el diálogo con un interlocutor imaginario puesto allí para dar el pie, todos los registros y tonos se dan cita en una voz que los dispara a mansalva.
Reconocida por su labor como socióloga y ensayista, en particular en el ámbito de la cultura, María Pía López (autora de Mutantes. Trazos sobre los cuerpos, 1997; Lugones: entre la aventura y la cruzada, 2004; Literatura argentina siglo XX: la década infame y los escritores suicidas, 2007, y el reciente Hacia la vida intensa) se regala con ésta, su primera novela, un espacio de escritura donde el lenguaje no tiene por qué someterse al sistema probatorio de la hipótesis y se ofrece como una forma jubilosa de libertad, tan lúdica como aterradora, vertiginosa y voraz. Tanta liberalidad, sumada a la primera persona, e incluso a los divertidos guiños y ajustes de cuentas que la autora se permite con ese ámbito, el mundo académico, que conoce al dedillo (“Estuve trabajando. Trabajando mucho. Mucho eficientemente. Eficiencia sin novedad ... Recrear lo que ya hice. Lo que otros. Recortar, reescribir. Glosar y pegar. Citar y referir. Repetir. Plagiar. Plagiarme”), podría hacer pensar en una novela del yo o escritura referencial, vale decir, un espacio confesional.
Poco que ver. Lejos de cualquier mirada complaciente o ensimismada, esa voz que no se calla y cuenta, cuenta todo, es en efecto un artefacto de análisis, pero no de psicoanálisis o descubrimiento personal, sino de reflexión sobre las condiciones de vida, pensamiento y acción de un determinado grupo social. La literatura se convierte, así, en un espacio que permite pensar y reconstruir el funcionamiento de la conciencia como sistema socialmente determinado, a diferencia del discurso científico, que no puede mostrarlo sino a la luz de sus efectos ulteriores. En las escrituras del yo, el chiste es la construcción del escritor como personaje (y, por ende, su singularidad); en este minucioso ejercicio de socioanálisis, la escritora presta reflejos de su yo para desmenuzar en ellos, justamente, lo que tienen de menos personal.
Es allí donde No tengo tiempo se vuelve demoledora. Mientras a principios del siglo XX la novela pensada como reconstrucción analítica burguesa del mundo demandaba un gran elenco capaz de constituir todas las distintas posiciones en él presentes, hoy bastan para ello tres simples polos –yo, objeto y otro/s–, de los cuales sólo el “yo” accede en rigor de verdad a la categoría de personaje. Testimonio de tierra arrasada, de universo vacío donde el único lazo posible (y sostenible) con el otro es el de la pura objetualidad, la novela lleva al lector a un lugar cada vez más incómodo en su propia contemplación de ese yo como espejo.
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