Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
La vuelta al origen como una fatalidad y una profunda indagación existencial es el eje de la excelente novela de Ronaldo Correia de Brito, ganadora del Premio San Pablo, el más destacado de Brasil.
Por Alicia Plante
El término “sertâo” deriva de “desertâo”, en portugués, “gran desierto”. En Brasil se denomina así la gran región semiárida del nordeste en la cual se dan condiciones climáticas extremas, de altas temperaturas y escasas lluvias. La vegetación típica del sertâo, la caatinga, consiste sobre todo en arbustos de mediana altura, y el horizonte de colinas bajas sirve de marco sobre todo a extensas plantaciones de algodón.
Es a través de ese paisaje duro, implacable del sertâo que acompañamos el largo viaje en camioneta de tres primos, Adonias, Ismael y David, situación signada por viejas tensiones y misterios que no se descifran de inmediato. Es con ese recorrido que Ronaldo Correia de Brito, autor asimismo de dos libros de cuentos y de varias obras de teatro, abre su primera novela. No sorprende que en 2009 Galilea haya recibido el premio más importante de Brasil, el San Pablo de Literatura, porque el relato no sólo está notablemente bien escrito. Además, con una equilibrada mezcla de ternura, espanto y fascinación ante el inminente reencuentro con el origen, tanto geográfico como emocional, la historia compromete al lector en clave de pariente, de primo, de testigo del autor. Correia de Brito escribe desde sí mismo, miembro indeclinable de una familia nordestina tradicional, los Rego Castro, filiación de la cual, a pesar del rancho muy aparte que construyó para él, su esposa y sus hijos a lo largo de décadas, no tiene escapatoria.
El escritor, que conoce profundamente la región ya que nació en Ceará y vive en Recife, despliega un ancho abanico de miradas sobre el sertâo y su gente. Desde esa interioridad de su perspectiva emplaza el relato en la indeseada “vuelta a casa”, contaminada de una culpa ambigua, de algo como una condena a comparecer. Esto los convierte a Adonias y al resto de sus personajes en seres casi reales, atrapados en la veta personal de lo que nunca se consigue realmente dejar atrás, a la vez que entroncados en las corrientes de la historia social.
Los modos del relato convierten esta novela inaugural en algo como una road movie que se resignifica y amplía su ritmo con el arribo a Galilea, la hacienda donde nacieron casi todos los personajes, lugar de llegada y partida y teatro de ese enfrentamiento con los conflictos y las deudas atávicas que los unen y los separan.
La narración no da tregua, la tensión no disminuye nunca, entre los que diseñaron vidas alternativas con mayor o menor éxito y los rezagados, los que no se fueron y quedaron a cargo de custodiar los escenarios, las cuatro casas como pequeños santuarios, la continuidad de los mitos familiares, de las pasiones. Y se recortan, uno por uno, los tíos, los primos, la abuela, la amante, el abuelo moribundo a cuyo lado acuden absortos, intimados por su presencia poderosa en las venas de todos. La crueldad, la indiferencia, la magnitud de lo perverso, el amor, la violencia. Y los secretos, de tan cuestionado y a la vez incuestionable valor, que como un sexo triste y degradado les abruman el pecho desde siempre y los llevan a confrontaciones demasiado postergadas. Y que quizás, como sólo puede hacerlo la verdad, les permitan comprender el sentido de la sangre compartida y los liberen de sus mandatos.
Como si le divirtiera poner a prueba nuestra inteligencia, o como si no quisiera confesar sus propósitos iniciales ni las imposibilidades previstas o no previstas, por momentos el autor coloca en contextos casi intrascendentes algunas reflexiones que operan como clave para acercarnos a la esencia de un personaje, de Adonias y su angustia por ejemplo, eje de todo lo que ocurre y no ocurre en la novela, que murmura casi al pasar: “Vivo de arrepentimientos por acciones erradas o por lo que dejé de hacer”. Con igual recurso parece sintetizar inesperadamente el sentido, su intención última, la que está más allá de lo estético, al componer estos retratos: “... todos parecen atados a un voto de silencio”; “Las casas nunca exponen las entrañas”; “Todos en Galilea prefieren vagar por el resto de los tiempos, a develar alguno de los secretos que nos mantienen presos a las más sórdidas tramas”.
Y casi sobre el final, a modo quizá de corolario: “No es fácil oponerse a los mitos familiares, más fácil es decir que sí a todo”; y Adonias, el médico de ciudad, el psicoanalizado, confesándose a sí mismo algo que no le sirve para cambiar ni crecer porque está condenado a ser sí mismo, pero en última instancia coincide con la novela, con la imposibilidad de develar, de comprender, de explicar las pasiones, las bajezas, los amores de la gente: “Soy siempre así, no voy más allá del impulso”. Y ante el niño de un bar, hipnotizado por la pantalla móvil de un televisor, el recupero de la desesperación perfectamente inútil de la propia infancia: “¿Con qué sueña el niño? Seguramente con el día en que se irá”.
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